Recuerdos y reuniones
- publicado el 03/01/2011
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Sacrificio y error
Un hombre entrado en años, de apariencia pobre y rasgos de Europa del Este, permanecía sentado en el centro de la Plaza Mayor. Ante él, sobre una mesa, dos bandos de piezas sobre un tablero dividido en escaques se vigilaban con tensión. Una silla vacía aguardaba a su contrincante; nadie llevaba las blancas. A su lado, un cartel decía lo siguiente: “Por la voluntad, reciba una lección moral.”
Por fin, un hombre pasó y, antes de seguir su camino, leyó el anuncio y quedó perplejo. Entre estatuas humanas, arquitectos de pompas de jabón, magos y músicos, la propuesta de aquel jugador parecía todo un misterio. Valoró cuál podría ser el precio de un consejo ético y le dio cinco euros al hombre. Le preguntó cuál era dicha lección, a lo que el jugador respondió con su acento extranjero:
– Como comprenderá, la ciencia de la moral trabaja sobre las acciones humanas y no puedo darle ningún consejo si no sé cómo actúa. ¿Aceptaría jugar conmigo al ajedrez?
El hombre miró al jugador, anonadado. Recordó haber ganado de joven un concurso de ajedrez y aún practicaba de vez en cuando con amigos. Al principio, sus atributos eslavos le hicieron desconfiar. No quería perder ante un desconocido: había dado dinero para que le aconsejaran y no para que le humillaran. Aun así, se decidió a jugar lo mejor posible y se sentó tras las piezas blancas aceptando la petición.
La partida se inició con la apertura española, la más común de todas. El hombre tanteó a su rival del Este, que parecía jugar de una manera muy defensiva, pero a la vez muy dejada, como si estuviera jugando casi por puro azar o, al menos, sin pensar demasiado. Por ello, tomó la iniciativa y atacó con agilidad. Todas las piezas entraron en juego. La partida parecía estar igualada y el blanco parecía dar la talla atacando por el flanco de rey.
Pronto el negro sacrificó un peón. Luego lo recuperó, pero volvió a perder otro. El hombre creía poder vencer al eslavo, quien, sin inmutarse, perdía posibilidades de ataque y apenas se tomaba tiempo para pensar.
Como suele ocurrir, se alcanzó una posición crítica. Cualquier mínimo error, si lo aprovechaba el enemigo, podía suponer una bochornosa derrota. Pese a todo, aunque la defensa del jugador negro era firme, su contendiente tenía más piezas y todo hacía pensar que esta partida era suya.
No supo si fue un ataque de nervios o una jugada mal razonada, pero el alfil blanco se movió y dejó descubierta a la dama frente a la del rival. Apenas concluyó el movimiento, el hombre se dio cuenta del desacertado error cometido. Todo su plan se iría a pique si su adversario se daba cuenta, hecho que era difícil de obviar. Cuando el jugador negro se reclinó sobre su asiento mirando el tablero, pudo descubrirse a sí mismo rezando por salvar su estrategia.
El extranjero no sólo no capturó la dama, sino que movió un peón que facilitaba el ataque al rival. Este fallo confirmó la sospecha del hombre de que aquel tipo no sabía jugar apenas al ajedrez, pues ni un principiante cometería semejante estupidez. Con euforia en el cuerpo, el hombre comió la dama negra de forma agresiva, haciendo jaque en el acto. El eslavo se defendió torpemente, encajonando al rey detrás de unos peones. En unos pocos movimientos más, el blanco tomó control del bando contrario con suma facilidad. Los jugadores cruzaron sus miradas y el extranjero, con un elegante movimiento de mano, dejó caer al rey en signo de capitulación.
El vencedor se levantó más que satisfecho de sí mismo, olvidando el diplomático apretón de manos y elogiándose con los mejores piropos que quizás nunca se hubiera concedido en su vida. Tras este rito victorioso, miró al vencido y le preguntó por esa lección moral. Firme y sereno, el jugador se levantó y buscó entre sus gastadas ropas. Extrajo dos sobres de papel. Los analizó de un vistazo. Uno lo volvió a guardar y otro se lo tendió para que lo cogiera:
– Sin duda este es el suyo. Le recomiendo que vaya a casa y, con tranquilidad, lea su contenido. Fue un placer jugar con usted.
El hombre se alejó de allí y pudo ver como aquel extraño hombre volvía a colocar las piezas como estaban al inicio y volvía a sentarse, esperando a otro contrincante.
Durante todo el trayecto, no dejó por un segundo de enorgullecerse de su victoria. Tuvo mucho miedo con esa dama desprotegida, pero eso ahora daba igual. Había ganado él. Había demostrado ser mejor que ese vagabundo que debía pensarse ser un digno rival. Él sabía que no era un gran jugador y aun así demostró estar por encima de la media.
Llegó a su casa. No pudo evitar contarle a su mujer todo lo referente a la partida: su magistral inicio, su superioridad material, el error que no supo aprovechar su adversario y la facilidad con la que lo puso contra las cuerdas y el misterioso sobre. Lo sacó de su cartera y lo abrió.
Dentro sólo había dos papeles: una fotocopia de un artículo de un periódico nacional y otro pequeño escrito a mano.
En el primero, al lado de una columna, había una fotografía de un joven estrechando la mano al presidente de la Federación de Ajedrez. El hombre reconoció impactado los rasgos eslavos rejuvenecidos de su rival. El artículo hablaba de él como de uno de los mejores jugadores del mundo. Se le comparaba con Lasker y Tal, con quienes compartía su afición a los sacrificios y a fingir supuestos errores para luego sorprender con un giro en la partida. Si no llegó a ser aspirante a campeón mundial fue por considerar a Fisher, quien sería su rival, un excéntrico soberbio. Era un rasgo que él consideraba repugnante para cualquier persona y más para un jugador de ajedrez.
El segundo papel decía lo siguiente: Tu alma cayó en mi celada.
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