Discusiones internas

Si bien lo encontró (no sé donde, acaso pudo haber sido allí), M* siempre se obsesionaba con el asunto. Cada esquina, una firma. Cada perro parecía señalarle. Cuando se hizo con un método para rebañar su cerebelo con una fresadora, fue corriendo a conseguirlo y no por ello le salió bien el experimento. Suerte tuvo si no le provocó una lobotomía.

Se estremeció cuando la vio por primera vez, tan sensible y discontinua, inducida por una brecha en la lengua que rezaba: «armónia y desasosíego». Se deshizo a llorar y cogió lo que tenía en el bolsillo (un libro, una masilla para rejuntar ventanas y un usb lleno de música barata) y se lo concedió en sacrificio. Suficiente tensión. Resquebrajado, el telón cayó de golpe y pudo ver entonces, desprovisto de todo cuanto llevaba, su purpúreo miembro del tamaño de un camión cisterna (qué llevaría es fácilmente deducible si tenemos en cuenta que era un eunuco y que, en vez de eso, conservaba dos depósitos de Cocacola). Y se la folló como si no hubiera mañana, después de recorrer todo su cuerpo con una pluma bizca y más bien miope. No le gritó porque era guapo, él no la rechazó porque era la única que le hacía caso. Y entonces, surgió el amor y con ello todos los cánceres que pueden tenerse, desde la cabeza a la próstata.

Ella aprovechaba, él no meditaba. Pero yo sí lo hacía. El placer se sumergía en su nariz, y alcanzó una cima elevada, una cima desde la que miraba durante estos espectáculos. Me giré hacia él, cabizbajo, y le voceo: «¿Vas a controlarle de una maldita vez? Nos está dejando en ridículo, hace cosas malas, es incoherente y huele a pescado. La culpa es tuya, toda tuya, to-da-tu-YA»

1 Comentario

  1. monica dice:

    excelente pagina

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