AMOR POST MORTEM

 

 

Bolonia, una cálida tarde de septiembre. La costa oeste de Tarifa, con sus famosas playas de arenas finas y aguas cristalinas, se extiende desde la ensenada de Zahara al norte hasta la de Los Lances, al sur.

La mujer, de unos cuarenta años, alta, esbelta, rubia y pulcramente vestida, echó una última mirada al imponente edificio donde hasta entonces venía impartiendo clases de inglés y se dirigió al pequeño sedán, amarillo, pulido y deslumbrante por los reflejos del sol. Arrancó, bajó las ventanillas tintadas para respirar aire puro y encendió la radio para escuchar jazz, su música preferida. El reloj del salpicadero indicaba las tres en punto. Tenía tiempo. Esta vez no haría el recorrido habitual; se le antojó almorzar en algún bar u hostal para poner orden en sus ideas. Contornó el Conjunto arqueológico Baelo Claudea, aminoró luego la velocidad y fue a parar en un cruce para contemplar un momento el espectacular paisaje que ofrece la gigantesca y famosa duna de la playa. Luego giró a la izquierda rumbo a la Cabaña de Bolonia, conocido espacio bohemio de cocina internacional. Al llegar al restaurante se sorprendió al ver que el lugar estaba atiborrado de turistas. Ninguna mesa libre, ni siquiera fuera en la terraza. Viernes anuncia el fin de semana y las playas suelen estar abarrotadas. Cerró los ojos y se apoyó un momento en el reposacabezas para relajarse. Se miró luego en el retrovisor para adecentarse un poco y salió en tromba. Probaría suerte en Valdevaqueros, a pocos kilómetros al sur. Un Peugeot gris le pisaba discretamente los talones. El hombre que conducía llevaba un sombrero blanco y tenía cara de asesino.

 

La mujer se concentró próvidamente en la conducción pero en su mente brotaron imágenes de una serie de acontecimientos espeluznantes que la inducen ahora a escapar. ESCAPAR es la palabra exacta que mejor traduce su instinto prioritario de sobrevivir. Su vida hasta entonces había sido un verdadero infierno. Desde que descubriera que su marido era un famoso ingeniero de minas nazi, miembro de la siniestra Gestapo, ahora un fugitivo, maltratado por el tabaco, el alcohol y las mujeres. Se había infiltrado en el país, como muchos, aprovechando la hospitalización del Caudillo. Esto lo supo ella recientemente, atando cabos, oyendo confidencias, conversaciones y observando hechos y actitudes. Le conoció en Paris, en una recepción de hombres de negocios, donde ejercía de intérprete de conferencias. La contrató luego como secretaria privada con un salario sumamente tentador y poco después le pidió matrimonio, especificándole que era estéril, pero sin revelarle su verdadera identidad. Ella aceptó, barajando muchas ventajas. Sabía que sus negocios le depararon pingües y copiosos beneficios. Le cedió un local que transformó en taller donde podía pintar a sus anchas y un establecimiento que convirtió en instituto de idiomas. El hombre tenía montadas además muchas cervecerías por Andalucía. Proporcionó trabajo a muchas familias y las autoridades le rendían homenaje por ello. No era de puño cerrado. Al principio mostraba ser hombre afable, galante, solícito, bonachón y filántropo de varias asociaciones. Hasta que empezó el chantaje a surtir sus efectos. Sus detractores empezaron a pedirle dinero: y ¡José Antonio Balaguer tenía que pagar para ocultar a Albert Silbertbauer!  Pero este demostró ser más astuto e inteligentes que ellos puesto que hasta entonces seguía siendo el hombre de negocios más honesto y ejemplar de la comarca. Nadie sabe a cuántos eliminó. Asesinatos perfectos. El fabuloso Chalet que construyó no lejos del Parque Natural sirvió de tumba para muchos secretos y misterios abominables. Nido de invitados de todo tipo: contrabandistas de droga, trata de blancas, tortura y sadomasoquismo. Una excursión psicoanalítica por su vida mostraría una modulación obsesiva de unos temas macabros: escenarios y lugares poblados de asesinos cerebrales, furcias, gente prolija y díscola, tahúres y pronos de toda idiosincrasia, directivos alcohólicos, desgraciados políticos y opresivos personajes con depravadas perversiones. Intentó desde el principio ocultarle la verdad pero poco a poco se iba dando cuenta que su mujer sabía demasiado y una buena noche, estando borracho como cubas, se lo confesó todo. Pero la tranquilizó. Le prometió comodidad y protección absoluta si guardara el secreto. Hasta la nombró heredera única ya que no tenía familia. Pero la amenazó al mismo tiempo de muerte por si se fuera de la lengua. Delatarlo sería firmar su propia sentencia de muerte. Esta situación de implacable estrés acabaría volviéndola esquizofrénica si antes no se diera a la fuga. ¡Escapar! La idea de llevar a cabo esta  evasión la había estado rondando desde días. Y era un problema con el que tenía que lidiar sola y en secreto.

 

Dejó de pensar en la tragedia de su vida y volvió a la realidad. Vio a lo lejos algunos amantes del kitesurf y windsurf practicar su favorito deporte. Llegó al hotel Tres Mares y fue a parar al gran aparcamiento con una zona de barbacoa por la parte del jardín. El agente de seguridad la reconoció y se dio un toquecito en la gorra como señal de cortesía. Ella le sonrió amablemente y fue a sentarse a una mesa libre. Miró alrededor. Un grupo de adolescentes a la izquierda no paraba de darle que te pego con la cerveza. A la derecha un  hombre cataba  un ginger ale, mientras que su compañera parecía deleitarse con un zumo de fruta. El  camarero estaba atendiendo el pedido de una pareja de ancianos. Levantó la mano para  atraer su atención cuando de repente se quedó cohibida. Reconoció al individuo. Era el mismo joven esbelto y lleno de empuje con quien se chocó días antes en Tarifa al salir de la farmacia Ricardo Checa. La había ayudado a recoger del suelo los libros que le cayeron tras el tropiezo, deshaciéndose en mil excusas. Estuvo solícito y la mar de amable.

—Perdone que le pregunte, caballero  —dijo al joven que se acercaba a la mesa para tomar el pedido—, ¿No se acuerda de mí? —preguntó con suma delicadeza—,  chocamos en la puerta de una farmacia en Tarifa.

—¡Oh, sí, la recuerdo perfectamente! —contestó él, tras observarla detenidamente, “no es fácil olvidar un rostro tan bello, pensó”, luego añadió apesadumbrado—: Siento de veras haberla espantado.

—No se preocupe, la culpa fue de ambos.  Soy Cintia Camberlan   —declaró sonriendo, tendiéndole la mano—,  y para redimir aquel incidente le invito a una copa cuando quiera.

—Muchísimas gracias, es Ud. muy amable —expresó él, estrechándole la mano—. Termino precisamente mi turno dentro de media hora y acepto con mucho gusto su invitación. Soy Karim  Adlani, de Tánger.

—¡Oh! —prorrumpió ella, sorprendida y aturdida. La palabra  “Tánger”  le dio un revuelco en el corazón y la dejó embriagada. Iba a decirle que él era el enviado de Dios para salvarla de su malvado marido. En lugar de ello exclamó atropelladamente—: Tánger está a solo 14 km de aquí. ¡Se ve su puerto desde mi balcón! A menos de una hora en barco. Encantada, Karim. Pues trato hecho. Me contentaré con una limonada mientras tanto. Luego iremos al hotel  Dulce Nombre para estar más a gusto.

—De acuerdo  —asintió él, impetuoso, sin creer lo que le estaba pasando, maravillado y a la vez atolondrado de notar cómo ella le apretaba ambas manos.

Estaba doblemente hechizada, por conocer a un hombre apuesto y galán y por ver en él una posible solución para su fuga. “No me lo puedo creer”, pensó, casi con vértigo, observando al joven de vuelta a la barra del bar, “pero mejor no contarle toda mi negra vida para no ahuyentarle. Le propondré ser mi guía en Tánger. Seguro que aceptará, dada la pasión con que acaba de fijarse en mis labios y observar mi pecho”.

 

Después de almorzar en el hotel pidieron café en la terraza y decidieron tutearse y explayarse a gusto. Ella optó por no contarle toda la verdad. Le explicó simplemente que no se llevaba bien con su marido, que no compartían cama y que pronto lo dejaría para siempre. Él, por su parte, le contó su vida de emigrante. Había hecho de camarero en varias ciudades. Ganó mucho dinero, se casó, tuvo una hija pero luego ocurrió la tragedia: un incendio se llevó a su pequeña familia.

—¡Cuánto lo siento!   —enunció ella con voz quebradiza, cogiéndole de nuevo la mano, apretándola entre las suyas con calidez. Luego para eludir esta siniestra atmósfera, cambió de conversación indicando con voz remilgada y ñoña—: Me alegra saber que eres de Tánger. Siempre he soñado con visitar esta mítica ciudad.

—Mañana es mi día libre. Iré a visitar a mi madre. Será un placer acompañarte.

—¡Estupendo!  —expresó ella sin mostrar su desenfrenada euforia. Y para disimular más su alegría y mostrar interés por él, inquirió—: Comprabas medicamentos en aquella farmacia, espero que no sea nada grave.

—No. Eran pastillas para mi trastorno por estrés postraumático  o  TEPT que padecí tras el incendio.  Estoy en la última fase de recuperación. Tomo estas píldoras para no tener pesadillas cuando duermo.

—Seguro que mejorarás  —declaró ella con cariño en la voz. Luego preguntó a quemarropa—: ¿Por qué no viajamos esta misma noche, Karim?  Hay un Ferry  que sale a las  9.

—¡Buena idea!  —convino él, exultante, captando la intención de Cintia de abandonar a su marido—. Tenemos más de 4 horas por delante.  ¿Qué plan tienes?

—Te dejo en el puerto para que saques los billetes, hagas compras y descanses. Yo iré a preparar la maleta y, para no despertar sospechas, cenaré en casa, con o sin mi marido y luego saldré a pie y llamaré un taxi. Nos vemos en el restaurante El Puerto un poco antes del embarque. Te llamaré a tu hotel a las 8.15 para señalarte que salgo de casa. Si no recibes mi llamada significará que algo grave me habría ocurrido. Toma entonces un taxi que te llevará al final de la calle Calzadilla de Téllez desde donde podrás ver una gran placa que reza “Chalet Blindstone”.

—Vaya, este plan tiene tela marinera. Solo se realiza en cine o en una novela negra. Espero que no te ocurra nada.

—Gracias. La realidad a veces es más fantasmagórica y siniestra que la misma ficción. Aquí tienes el dinero.

El joven rechazó vehemente el sobre que le tendía ella, casi enfadado, pero la mujer insistió efusivamente intercalándole el sobre entre las manos y mirándole con voluptuosidad a los labios. Sintió de repente atracción por ella. Puso el sobre en el bolsillo, se incorporó y la besó con pasión, sin importarle la cara de asombro que mostraron algunos curiosos que había alrededor. Tomó su cara entre sus manos y aplicó la boca abierta a la de ella. Ella lo atrajo al mismo tiempo hacia sí, una mano ahuecada en su nuca, la otra, juguetona y perversa en su espalda. De entre el grupo, un hombre con sombrero blanco y cara de asesino inmovilizó aquellos besos ardorosos con su cámara fotográfica para la posteridad.

 

Cintia  entró en la urbanización La Chanca, dejó a Karim junto a la Parroquia San Mateo y tomó la calle Calzadilla de Téllez, rumbo al Chalet El edificio tenía un aire de grandeza en el centro de un vasto jardín vallado, con piscina rodeada de césped, de unas mecedoras acolchadas y un parking bien diseñada a ambos lados del porche. Las tres plantas daban a la vez sobre el arroyo de la calzada del Retiro y el Parque Natural del Estrecho. Las fachadas llevaban detalles de cerámica policromada y las terrazas mostraban hermosos tallados de madera. Aparcó junto al coche de su marido y se extrañó verlo allí tan temprano. Él solía llegar desde Málaga después de las 9 de la noche. Notó que a la derecha había otro coche con matrícula de Madrid. Oyó crujir las conchas de ostra bajo sus pisadas, atravesó el porche, entró en el amplio salón con chimenea y generosamente ornamentado y se dirigió directamente a la cocina americana equipada de lo más moderno. Encontró a la criada sollozando.

—Latifa, por el amor de Dios, ¿qué mosca te ha picado? —preguntó, pasándole el brazo por encima de los hombros,  intentando calmarla.

—El señor me ha propinado unas bofetadas con tanta fuerza que los oídos me retumbaron, porque quise defender a Yasín —explicó, al borde  de un síncope. Tenía el rostro cárdeno.

—¿Qué ha hecho el jardinero?

—El señor le arreó una tremenda paliza por no haber realizado los trabajos que le había encomendado  —sollozó la joven, humedeciendo sus labios con la lengua— “¡no pongas más los pies por aquí!”, le soltó después a la cara, iracundo. El pobre hombre recogió sus cosas y se marchó cabizbajo. Y a mí casi me despide por haber interferido.

—¿Dónde está mi marido? —inquirió Cintia remilgadamente, con voz atiplada y la incertidumbre afianzándose en su rostro.

—Está en la biblioteca con unos señores que acaban de llegar. Parecían muy inseguros y suspicaces.

—¡Negocios! —espetó, flemática y ausente. Hizo una pausa—. No te preocupes por nada. Prepara la cena, pero si estás cansada, puedes retirarte a tu cuarto.

Cintia la cogió en sus brazos y la reconfortó. Sacó luego dos copas del armario, un zumo de la nevera y ambas mujeres bebieron tranquilamente unos sorbos y después se despacharon el contenido de un solo trago. Tras lo cual Cintia subió a su cuarto, se encerró en el baño para ducharse y luego fue a preparar su maleta. Era una pequeña maleta donde metió lo esencial para un viaje sin retorno: sostenes, medias, bragas, pasta y cepillo de dientes, un pijama, dos pantalones, camisas, dos vestidos de salida, un traje de chaqueta sencillo de lana asargada con una blusa beis. En una bolsa metió un par de zapatos de un color marrón oscuro, zapatillas y un bolso nuevo. Del resto se apañaría una vez llegada a destinación: lavandería, lustrado de zapatos, salón de belleza, etc. Pensó también en el dinero que tenía en efectivo. Lo suficiente para dos meses. En caso de urgencia se pondría en contacto con su banco. Cerró y ocultó la maleta en el armario, se sentó junto al tocador y se miró en el espejo. Tenía un aspecto bastante preocupado pero no daba la impresión de estar preparando una evasión. Sabía que tendría que comportarse con normalidad durante la cena.

 

Picada por la curiosidad, bajó con paso raudo, miró a un lado y a otro del pasillo y se dirigió sigilosamente a la puerta trasera de la biblioteca, se agachó y miró por el ojo de la cerradura. Solo pudo ver una parte de la chimenea. Oyó pasos por el otro lado, pisadas mullidas por el suelo alfombrado. Puso la mano en el picaporte y entreabrió disimuladamente unas pulgadas para evitar posibles ruidos. Atisbó pestañeando por la hendidura y vio. Junto a su marido había dos hombres que tenían aspecto de detectives. El más grande, carilarga, tenía una cicatriz en la comisura del párpado izquierdo. Era corpulento, rollizo, barriga fofa y con cara de insomnio y sin afeitar. Ojos tristes y orejas grandes. Mirada de sabihondo. El otro era pequeño, patiabierto y aseado. Rostro sonrosado y angelical, adornado por un bigote gris muy corto. Llevaba un sombrero ladeado. Sus ojos eran penetrantes y vivos, y sus movimientos eran veloces como los de una urraca.

Su marido sacó del armario una botella de whisky y tres vasos anchos y bajos. Los llenó y  ofreció uno a cada. Se lo echaron todos al coleto. El del sombrero rellenó otro, lo bebió de golpe y aulló con mojigatería, enseñando los dientes en una sonrisa forzada:

—La hemos pasado canutas tratando de encontrarle, ¡José Antonio Balaguer, alias Albert Silbertbauer!

—Sí señor, hemos sudado la gota gorda —carraspeó el otro, meneando la cabeza, hecho un basilisco—, no queremos sacar a relucir aquí toda la historia. Basta con que eche un vistazo al título de este artículo —farfulló, tendiéndole el papel con una mueca de desdén, al tiempo que levantaba las cejas.

El aludido tensó las comisuras de la boca a guisa de asco. Su rostro pasó de amarillo a blanco y tanto su boca como sus ojos estaban muy abiertos. Cogió el papel con una mirada furibunda, lo desplegó y empezó a leer el encabezamiento de cabo a rabo. En la parte superior de la primera plana aparecía un titular a dos columnas que rezaba:

 

«Se reinicia el juicio del caso Silbertbauer. El encausado sigue en paradero  desconocido…  El tribunal ha emitido una orden de captura y condena».

 

Luego observó la foto. Era vieja. Ostentaba una serie de estrías y fisuras producidas por los años. Pero el parecido era abrumador. Comprobó detenidamente la edición. Comprendió que la noticia se había producido tras su desaparición, cosa que explicaba que fuera tan lacónica. Hizo algunas muecas de disgusto, lanzó un quejido, agitó el documento en el aire como si lo estuviera secando, aferró del brazo a su interlocutor y dijo con voz aflautada, medio tartamudeando:

—¿Cuánto quieren por su silencio? —inquirió con cierto sarcasmo en la expresión aunque la inflexión que le dio a la pregunta rayaba en la decepción.

—30 millones de Pesetas.  —La voz del chantajista se redujo a un ronroneo gutural.

Albert Silbertbauer tragó saliva. Se quedó sin el habla. Tenía la boca abierta como un aldeano. Soltó un improperio. Frunció los labios un momento y reflexionó. Su cara tornó a ser un globo de materia incandescente. Giró la cabeza buscando la reacción del otro chantajista. Este estaba de un humor de perros. Asintió con la cabeza. Se volvió otra vez y dijo al de la cicatriz:

—Sé que lo querrán en efectivo  —concedió. Guardó silencio un momento, pensativo, luego prosiguió—. Tengo la caja fuerte en el sótano. Llamaré al chófer para que sea testigo.

—Así me gusta —aseveró el del sombrero, con una risa entrecortada. Luego se apresuró a especificar, sonriendo socarronamente—: No os paséis de listos.  Al jefe no le gustan las sorpresas. Le dan grima. Y nosotros no estamos de guasa.

—¿Y cómo me habéis localizado?  —curioseó Albert,  en un tono comedido, haciendo caso omiso del enunciado.

—Un amigo suyo tuvo que delatarle so pena de ser ejecutado por nuestro jefe   —sentenció aquél, riendo  entre dientes.

 

Cintia se retiró  en ese preciso momento y subió a su cuarto con el mismo sigilo con que había bajado.

Poco después los hombres salieron de la biblioteca atravesando la portezuela que había en la barandilla y Albert llamó a Pedro, el chófer. El individuo que acudió era el mismo hombre del sombrero blanco con cara de asesino, quien por la tarde había espiado a Cintia. Tras el protocolo de las explicaciones, se dirigieron todos hacia la puerta que conduce al sótano. Pero una vez junto a la caja fuerte, los acontecimientos se aceleraron y tomaron otro rumbo.

Pedro se mantuvo detrás de los dos chantajistas que se quedaron hipnotizados al ver el contenido de la caja, repleta de enormes fajos de billetes nuevos de los grandes. Sacó del bolsillo dos jeringuillas conteniendo cianuro y se las hincó, una en el cuello del de la cicatriz y la otra en el pecho del hombre del sombrero. Este reaccionó rápidamente sacando la pistola de la axila; tuvo tiempo de empuñarla para matar a su agresor pero en el forcejeo se produjo una tremenda explosión al apretarse indebidamente el gatillo. Pedro se hizo a un lado y la bala alcanzó el cuerpo del de la cicatriz que cayó muerto al suelo con un sordo ruido. Su compinche se retorció una sola vez bajo el efecto del veneno y aterrizó sobre un sofá donde se quedó quieto.

 

Cintia dejó bruscamente de pensar y su rostro se ensombreció. Acababa de sonar un disparo en el sótano. Se produjo luego un silencio insoportable. Podía oír nítidamente el ruido de su respiración. Mal asunto. Notó un escalofrío recorriendo su espalda. Salió al pasillo. Del sótano le llegó el ruido de unos pasos. Luego aparecieron su marido y el chófer, sin los dos chantajistas.

—¡Cariño! No te oí llegar  —observó el marido, algo sorprendido, luego añadió con gazmoñería, la mirada inquisidora, señalando al chófer—: Pedro me informó que te vio con un joven esta tarde en Dulce Nombre.

—Ah, sí, era un camarero que me solicitaba trabajo  —mintió ella, notando el tono de sosería de su marido e intentando no ruborizares ni perder el ánimo al recordar el beso de Karim. “¿Nos habrá visto el chófer besarnos?, ¿se habrán enterado del plan de fuga?”,  se preguntó, estresada.  Eludió el tema con valentía  y, enseñando los dientes con una sonrisa taciturna, rogó—: Antonio, por favor, ¿no ves que estoy muerta de hambre?

 

Bajaron al salón y se detuvieron en el medio de la estancia para despedirse de Pedro. Notó ella cómo la miraba este fijamente y con una expresión falsamente conciliadora. Sacó la mano del bolsillo para ajustarse las gafas y sin enterarse hizo caer al suelo el papelito en que tenía anotado el teléfono de Karim. El papelito aterrizó justo entre los pies de ambos hombres. Pedro tenía la mirada acerada. Vio en sus ojos, detrás de su fingida sonrisa, un profundo resentimiento y su corazón empezó a acelerarse. Notó también que su marido la miraba de una manera muy peculiar y pensó con profunda angustia que debían saber más de la cuenta. Pedro frunció finalmente el ceño, pensativo, sonrió cáusticamente, la mirada resbaladiza, torciendo la boca y sentenció:

—Bueno, jefe, permítame que me retire  —se disculpó, algo confuso, sin dejar de mirar de reojo a la esposa—,  me espera mucho trabajo en el jardín.

—Muy bien —ratificó su jefe con indiferencia. Pero sus ojos brillaban maliciosamente. Soltó un largo suspiro, sumergido en sus pensamientos, antes de concluir—: Termina el trabajo como sueles hacerlo: con tacto y parsimonia. De paso, di a la cocinera que nos sirva la cena.

El chófer asintió y se despidió, arrastrando sin notarlo el papelito hacia la puerta de la cocina. La pareja fue a instalarse cómodamente en la esquina del salón que hacía de comedor. La mesa estaba ya puesta. Los cubiertos. El vino Rioja. Algunas cervezas. Cintia se fijó en cómo estaban colocados los cubiertos y felicitó interiormente a la criada: el cuchillo a la derecha del plato, con el filo hacia adentro; la cuchara a la derecha del cuchillo con la concavidad hacia arriba; el tenedor a la izquierda del plato, con las puntas hacia arriba y los de postre en la parte superior del plato. Se lo comentó a su marido y este esbozó una sonrisa de satisfacción, actitud que aprovechó ella para pedirle que perdonara a la sirvienta el lamentable incidente anterior. Él asintió y cuando la aludida sirvió la cena se dio cuenta que la reconciliación estaba felizmente consumada.

Durante la cena él siguió echándole miraditas sospechosas como si quisiera leer su pensamiento. ¿Había en ellas acusación o desdeño? La estaba mirando con sorna. Desvió ella discretamente la mirada y la orientó hacia donde se hallaba tan visible el papelito. “¡Dios mío! ¡Cómo recuperarlo sin que se entere mi marido!”  —pensó, angustiada.  Recordó luego el armario donde tenía ocultada su maleta, para asegurarse de que lo llevaba todo. Se centró también en Karim y los billetes.

—¿En qué piensas, querida? Estás muy pálida  —farfulló él algo indispuesto, con aspereza y hosquedad en la voz.

—Lo de siempre, ya sabes: el estrés de dar las clases  —mintió, sobresaltada, procurando que su voz sonase lánguida, tímida y cariñosa y al mismo tiempo entumecida. Notó aterrada que él le había seguido la mirada hasta posarla en el papelito arrugado.  Lo observó un momento, como si buscara una aclaración. Volvió la mirada luego hacia ella, desazonado, pero guardó silencio—. Me parece haber oído un disparo —improvisó la mujer, irguiendo la cara, intentando desviar la conversación hacia otro tema.

—Surgió otro caso de chantaje   —explicó él con una mueca de asco. La miró fugazmente y apartó enseguida la vista. Luego añadió con un profundo suspiro—: Lo acabamos de solucionar. En cambio, esta noche sospechamos que llegará el pez gordo de la banda para averiguar qué pasó con sus matones. Pero también tendrá su merecido.

 

Cintia sintió como una garra apretándole y retorciéndole el corazón. Durante un momento horrible que le resultó interminable creyó que iba a perder el control, desfallecer y confesar. Aquellos dos hombres habían sido asesinados fríamente en sótano y la llegada de ese pez gordo y el descubrimiento del contenido del papelito podrían echar a perder su plan. Cogió de nuevo los cubiertos y se puso a comer. Hizo caso omiso de la última frase, se llevó el tenedor a la boca y tragó el bocado sin mirarle. Él frunció el entrecejo muy pensativo y atacó con brutalidad el filete con cuchillo y tenedor. Ella vio horrorizada cómo persistía en hundir ferozmente el cuchillo en la chuleta. Al terminar, dejó pausadamente sus cubiertos en el plato, puso las manos una a cada lado sobre la mesa, sonrió y certificó:

—Tranquila. Yo me encargaré de sanar la situación. No es la primera vez ni la última.

Viendo espanto en su mirada, se acercó a ella y le dio una palmadita, luego le acarició la boca con la yema del dedo índice y dijo sorprendido:

—Tienes los labios como el hielo. No es para tanto. No te preocupes por nada. Ve a dormir a pierna suelta. Echa el pestillo. —Frunció un momento el ceño y cerró parcialmente un ojo. Su rostro estaba ahora velado y yerto. Una vena zigzagueante empezó a latir en su frente. Sintió ella un desgarrador escalofrío recorrerle la médula espinal al creer que él había descubierto sus planes y que solo esperaba el momento de desenmascararla. Pero en vez de ello se limitó a anunciar—: Mañana almorzaremos en Málaga como si nada hubiese ocurrido.

Tras lo cual se separaron. Ella subió a su dormitorio, después de recuperar el papelito, echó el pestillo.  Aquel contratiempo le trastocó sus planes pero para resarcirse pensó en la ayuda del joven y una oleada de esperanza la invadió.

 

Tras despedirse de Cintia y como convenido, Karim se dirigió al puerto por la Av. Fuerzas Armadas, eligió una taquilla de las compañías de navegación y sacó dos billetes de ida para Tánger. Luego volvió por la calle Amargura, hacia la plaza Santa María donde compró algunas cosas para su madre y terminó en el bar El Pasillo para tomarse una copa. Tenía bastante tiempo para descansar.

 

Cuando llegó a la pensión, dejó los billetes sobre la mesita, dispuso allí las dos encapsuladas pastillas amarillas para tomárselas antes de echar la siesta y, para ser puntual y no perder el barco, puso el despertador para las 20 horas. Se echó en la cama, cerró los ojos y se puso a pensar en Cintia. Mujer misteriosa. Pero le caía bien. La deseaba. Podría haber sido una célebre actriz o una presentadora de televisión, con esos ojos azules y esa melena rubia. El parecido que tenía con Grace Kelly era portentoso. Recordó sus carnosos labios de un rojo carmesí intenso y sintió hormigueos en la entrepierna. Le embargó una pasión desenfrenada al saber que esta atracción era recíproca.

 

 

—¡Por fin en Tánger! —prorrumpió Cintia,  muy relajada y sonriendo de oreja a oreja al llegar al puerto.

La travesía se había realizado sin incidentes y en poco tiempo. Observó las calles de la ciudad por la ventanilla del taxi que los llevaba al hotel Continental y declaró a Karim, emocionada:

—No me lo puedo creer: mi sueño se ha realizado gracias a ti. No sé cómo agradecértelo.

Él se sintió también feliz al verla complacida. Le cogió la mano y la besó.

El hotel era lujoso. El botones los acompañó hasta su habitación. Se ducharon y bajaron al salón a  tomar una copa. Se sentaron en un sillón grande y cómodo, estirando los pies y arrellanándose con una larga sonrisa de triunfo y satisfacción. Él pidió un Gin Tonic con limón y hielo y ella, un Bacardi con piña colada. La orquestra interpretaba  It don’t mean a thing, que en su tiempo eternizó Duke Ellington.

Más tarde subieron impacientes al dormitorio. Ella estaba resplandeciente y sonreía como nunca lo había hecho. Se desnudó, se quitó el sujetador y las bragas y las colocó en el estante encima de los colgadores del armario. Iba a volverse pero las manos de él la cogieron por detrás, sujetándole los pechos y masajeando los erectos pezones con sus dedos. Notó su aliento en el cuello. Su beso en la nuca. Luego la arrastró él hacia la cama, se echó como un loco sobre ella, una mano encima de su corazón y la otra en la parte más sensible e íntima, deslizándola, moviendo el dedo índice para alcanzar el lugar más placentero y excitante. Cerró ella los ojos, dispuesta a gozar hasta el alba, fláccida, derretida.

 

Al día siguiente desayunaron en la terraza del hotel con vistas sobre la bahía. Se notaba que la atmósfera de la ciudad mantenía vivo el ambiente de la época internacional. Cintia observó en efecto que turistas de todas las nacionalidades llegaban y se iban.

—¿Qué sorpresas me tienes preparadas para hoy, cariño?  —inquirió ella complaciente pero con el entrecejo arqueado.

—Bueno  —empezó a comentar él, esbozando una amplia sonrisa—, en Tánger hay más de 40 sitios importantes a visitar. Hoy te propongo ver solo cuatro: la Medina y sus bazares,  el zoco y Cabo Malabata con su Castillo de estilo medieval, y por la tarde Cabo Espartel, donde dicen que se hundió la mítica Atlántida, y  las Grutas de Hércules.

—Pues hoy voy a ser la mujer más feliz del mundo  —concluyó ella, besándole en la boca.

 

Como de costumbre, la Medina estaba abarrotada de turistas.

Pensaron primero deleitarse con un helado. A ella le antojó uno de vainilla y chocolate y él prefirió uno de leche desnatada. Formaban una pareja feliz. Algunos adolescentes se detuvieron para mirarlos complacidos: a Karim le quedó un momento una mota de helado en la nariz y ella se la limpió con un beso. Él reaccionó cogiéndola en volandas. Ella gimió e intentó emperifollarse y zafarse de él, dando bandazos. Se besaron.

 

Cintia compró en el zoco algunos regalos para la madre de Karim. Estaba probando unas chanclas cuando sin querer miró al fondo de la galería y vio algo. Su mirada se quedó paralizada. Era Pedro, en carne y hueso, acompañado de un tal Wagner, la cara mofletuda, hinchada, uno de los más siniestros asesinos a sueldo de su marido. Ellos también la estaban observando. Desvió la mirada en busca de Karim. Era demasiado tarde. Se acercaron hacia ella con las manos en los bolsillos de las chaquetas. Ella sabía muy bien lo que eso significaba.

Sin dar explicación al joven, lo cogió del brazo, lo arrastró en dirección contraria, susurrándole al oído: «Nos están persiguiendo. Escapémonos».

Y echaron a correr. La muchedumbre no les facilitaba escabullirse fácilmente por las callejuelas rumbo al puerto pero Karim supo maniobrar y quince minutos más tarde estaban ya en un taxi en dirección de Cabo Malabata.

—No entiendo cómo nos localizaron —titubeó ella, deprimida—, ayer no dejé ninguna pista al salir de casa.

—Imagino que alguien nos vio zarpar y fue a alertar a tu marido   —sugirió el hombre, con mirada ausente.

Ella rezongó, sin llegar a articular palabra. Luego dijo con una mirada opaca, llena de aburrimiento:

—Que me aspen si lo sé  —objetó, volviéndose en el asiento trasero para mirar por la ventanilla. Una penetrante punzada le recorrió las tripas—. Están detrás de nosotros —tartamudeó, a punto de desmayarse.

—Hay que despistarlos —masculló Karim, luego dirigiéndose al taxista en árabe, le propuso—: Le doblo la tarifa si lo logra  —gruño, lanzando un juramento.

—De acuerdo, señor, no se preocupe  —aceptó este con un tono desafiante en la voz, observando por el retrovisor al Mercedes que les seguía.

Pero nada pudo hacer. El coche continuaba pisándoles los talones. De repente Karim tuvo una idea: se apearían en el semáforo siguiente y dejarían que el otro individuo les siguiese a pie ya que Pedro no podría abandonar el vehículo. “Con uno solo es fácil tender una emboscada y saber más cosas sobre esta persecución”, pensó.

Cuando el semáforo pasó a verde, el taxi avanzó y se detuvo en la esquina siguiente, junto al Instituto Internacional de Turismo. El joven pagó al taxista y sin volverse (sabía que uno de los matones salía del Mercedes), inició una marcha por una zona no motorizada, entre la multitud vespertina. Ella, más curiosa, estiró el cuello para mirar por detrás. Y vio a Wagner seguirles de cerca.

—No hay escapatoria —zumbó con una mueca irritada—, está armado y en cualquier momento dispararía.

—¡En menudo berenjenal nos hemos metido!  —profirió el joven, sacudiendo la cabeza, apesadumbrado—. Pero no te preocupes —replicó de inmediato, rezagándose un poco para que los viera su perseguidor.

Localizaron un bar-restaurante. Entraron y pidieron bebida en la barra. Karim miró alrededor. Había mayormente turistas ingleses. Algunos mantenían conversaciones frívolas; otros manipulaban el cubilete de dados y apostaban; una mujer levantó dos dedos en dirección del barman y este fue directo a por dos cervezas y en la esquina, junto a la puerta trasera, un grupo de autóctonos se servían trago tras trago, riéndose gélida y beodamente. Estaban todos como una regadera.

Poco después la pareja vio por el espejo detrás de la barra entrar a Wagner. Éste se acomodó junto a ellos, pidió un whisky con una serenidad en su semblante que rayaba en la idiotez y dijo con una sonrisa crispada, dirigiéndose a Cintia:

—Tu marido está aquí, esperándote en un hotel. No pasará nada si dejas a este moro asqueroso  —miró de hito en hito al joven—  y me acompañas.

Karim iba a reaccionar pero se serenó, dirigiéndole una mirada asesina, se rascó la cabeza, enfurruñado, hizo pequeños círculos sobre la barra con el fondo mojado del vaso y la idea de la emboscada le llegó a bote pronto. Retrocedió con cuidado, simulando abandonar a su compañera que mantuvo un rostro inexpresivo durante la diatriba y se acercó al grupo de jóvenes que se hallaban en la esquina de la puerta. Se acercó al más alto, cubrió con la mano su propia boca y susurró algo en árabe. Los aludidos escucharon con atención, los ojos cerrados. Los abrieron de nuevo y en su rostro apareció un mapa de emociones de odio difíciles de describir: se levantaron al unísono, se abalanzaron sobre Wagner y le arrearon una paliza encarnizada que solo los comensales pudieron detener.

Los dos jóvenes aprovecharon ese diluvio de puñetazos para bajar los tramos de escalera que los separaban de la calle y se confundieron con la multitud ajetreada.

—Nos merecemos una siesta  —proclamó él, triunfante, una vez terminado el almuerzo en el restaurante del hotel.

Ella se acercó  y lo abrazó. Él inhaló su perfume, acarició su cuello  y sus orejas, luego besó la izquierda, una orejita hermosa y tierna. Acercó la barbilla a su hombro, se inclinó hacia delante y empezó a besar por doquier, mordisqueando suavemente su piel de miel.

—Aquí no, cariño —balbució ella, con una sonrisa impúdica, resoplando hondo, estremeciéndose, excitada—, pasemos al dormitorio.

Pero la atrajo hacia sí y la volvió a besar. Ella resistió levantando los brazos porque algunos curiosos los miraban. Pero la presión de sus manos contra su pecho cedió y se entregó sumisa al beso. Subieron finalmente al dormitorio. La sostuvo en el momento en que se iba a caer al entrar, la llevó en voladas y se metió en el cuarto de baño, donde se desnudaron y se ducharon. Luego se metieron en la cama para realizar algún número mejor que el de anoche. Le susurró al oído detalladamente lo que le iba a hacer. Y lo hizo.

Se quedó luego tumbado en la cama mientras que ella fue a sacar unos sostenes y unas bragas limpios del armario. Al volver él le dio algunos pellizcos en las nalgas que la hicieron retorcerse de risa. Tras lo cual echaron una corta siesta.

Más tarde Cintia se despertó y sacó cuidadosamente los pies de la cama temiendo despertar a su amante y se dirigió sigilosamente, descalza, al cuarto de baño, donde se encerró. Minutos después volvió de la misma forma al dormitorio. Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y miró al exterior. El sol todavía no se había puesto al horizonte y la ciudad parecía envuelta en un esplendoroso crepúsculo. Miró por la acera. No había rastro del Mercedes a la vista. Luego se inclinó sobre Karim y le prodigó algunos besitos:

—Despiértate, Hércules  —adujo haciendo muecas—,  es hora de que me lleves a tus Grutas.

 

Durante el trayecto por Cabo Espartel hacia las Grutas de Hércules, la atracción turística más famosa del mundo, Cintia ató cabos y encajó pistas. Poco a poco se le empezó a borrar la sonrisa. Dio un respingo al caer en la cuenta de que había visto algo inusual.

—¡Ya lo tengo, ya lo tengo!  —espetó, recalcando cada palabra a través de una mirada penetrante y chasqueando los dedos.

—¿Qué tienes?  —musitó él, entre ojeriza y júbilo.

—Ayer en la puerta del embarque había varias personas de pie, pero una en particular me llamó la atención. Era un gorila de cara crispada. Tenía la mano en el bolsillo de la chaqueta, como si asiera una pistola. Ahora sé que es Wagner. Al otro lado del pasillo, había otro hombre. Llevaba gafas gruesas de miope, con rostro de hurón y poblada barba y una gorra sesgada sobre sus ojos, para que nadie pudiera identificarle. Sonreía como sonríe un gato a un ratón. Noté que se comunicaban discretamente con solo inclinar la cabeza y mover la barbilla. Estoy segura de que fueron estos hombres los que alertaron a mi marido. ¡Dios mío! No puedo soportarlo más. Mañana mismo viajo al sur de Marruecos. Sé que no puedes acompañarme tan lejos, por tu trabajo.

—Al diablo con mi trabajo. Te acompañaré hasta el fin del mundo.

 

Cuando llegaron, sacaron los billetes y se metieron directamente en el laberinto. No necesitaron guía. Él explicó que la cueva tiene dos aperturas, la de la entrada con la tienda de recuerdos que acababan de emprender y otra hacia el mar, al final del trayecto, conocida como «El Mapa de África» porque tiene la forma del continente africano, cuando se observa desde dentro. Expuso que su nombre procede del héroe griego, Heracles, quien pernoctó en el lugar antes de llevar a cabo su undécimo trabajo en el que, para obtener la inmortalidad, debía robar las manzanas del jardín de las Hespérides, ubicado en Larache.

Los pasajes eran semioscuros y solo estaban iluminados los sitios de interés arqueológico e histórico. Había visitantes de todas las razas. La pareja entró por el pasaje desde donde se contempla el Estrecho de Gibraltar. Allí estaba también la alcoba del legendario héroe. Cintia se paró para admirar unas figurinas antiguas que representaban el combate del héroe con Antón. Se volvió buscando a su compañero. Un débil resplandor alumbró de repente un rostro al asomarse al fondo del pasaje. Advirtió una nariz aguileña, la carnosidad que colgaba de la barbilla. Prestó más atención y, pese a la opacidad, lo reconoció. No era ningún espectro. ¡Era su marido! ¡Con Pedro!  Su mirada se cruzó con las de ellos. Se le encogió el estómago, sintió un nudo en la garganta y comprendió que no tenía escapatoria. Notó que sus mejillas se teñían de rojo y su boca tornó a cuero seco y cuarteado.

—¡Mi marido! —tartamudeó, atragantándose y agarrándose al brazo del joven para no desmayarse—. Fuguémonos.

Se precipitaron en dirección de la apertura al mar, tropezando con los visitantes, empujando y abriendo paso. Ya no había tiempo para sutilezas. Ni oraciones. En un momento de inatención, debido a los tumultos y empellones, Karim  se dio cuenta que acababa de perder a Cintia. Miró en ambas direcciones y no supo qué pasaje emprender. Optó por tomar la derecha y fue cuando de repente se enfrentó a Wagner, en un pasaje aislado. Vio que tenía la cara abotagada por la paliza anterior. Llevaba una pistola, dispuesto a disparar. Pero Karim saltó sobre él y con el puño le asestó un tremendo golpe en la mano. El asesino lanzó un grito de dolor y la pistola con silenciador se disparó en lo alto antes de caer al suelo con un sonido seco. Intentó escabullirse pero el joven lo inmovilizó y le hizo girar como una peonza dándole un rápido uno-dos que lo catapultó hacia atrás, hasta chocar con la pared, tambaleándose. Empezó a manotear y patalear pero su contrincante tomó impulso y le lanzó un gancho al mentón, luego con el puño de la derecha le propinó otro golpe que lo lanzó de nuevo atrás. El cachete le abrió el labio inferior, de donde brotó un abundante hilillo de sangre. Se oyó un crack seco y su cuerpo fue proyectado hacia arriba, para caer esta vez hecho un guiñapo, abatido. El joven cogió la pistola y la revisó. Le quitó el cargador y vio que había balas. Volvió a colocar el cargador, corrió el cerrojo y le quitó el seguro. Tenía que hacer esfuerzos para mantener los ojos abiertos. En cualquier momento aparecerían otros asesinos. Tenía que encontrar a Cintia. Anduvo de puntillas y con sigilo de un gato.  Notó en ese momento que los visitantes empezaban a escasear.

 

Al otro lado, en el pasaje paralelo, Cintia, presa de pánico, escrutó la semioscuridad en busca de Karim pero en su lugar volvió a ver a los que iban a matarla. Dio un rápido paso atrás. Se llevó el dorso de la mano a la boca y retrocedió otro paso. Se dio cuenta que estaba acorralada y se rindió a la evidencia. Su destino estaba sellado. Volvería a casa, sumisa. Alzó los brazos en señal de rendición. Pero cuán grande y pavorosa fue su sorpresa al ver a Pedro, iracundo, acercársele, sacar de repente un cuchillo y apuñalarla violentamente tres veces. La navaja se hundió en el ventrículo izquierdo del corazón, y la muerte fue instantánea. Su marido se inclinó indiferente sobre ella y le tomó el pulso. Suspiró con  alivio. Estaba muerta. Pedro había sido muy diestro, como de costumbre, al asestarle el golpe fatal.

El chillido ahogado de Cintia alertó a Karim quien retrocedió y entró veloz en el pasaje como una ardilla que salta a su agujero. Vio entonces el cadáver de su amada y a los dos hombres, uno con el cuchillo aún ensangrentado en la mano y el otro obrando para desenfundar y disparar. Miró de nuevo hacia el cadáver, alucinado. Vio unos ojos desorbitados e inmóviles. La boca exageradamente abierta. También inmóvil. Vio el hilillo de sangre que brotaba sin cesar de la herida, empapando la camisa y la chaqueta. El charco de sangre se  agrandaba  por el suelo. Lanzó entonces una mirada de acero y de odio a los dos asesinos. Sus labios se crisparon y la ira le oscureció los ojos. Inspiró profundamente, trastornado por la trágica escena, apuntó primero al pecho de Pedro.  Apretó el gatillo antes de que este levantara la mano y disparó dos veces a quemarropa. Pedro abrió los ojos como platos, se encogió un momento luego se desplomó doblándose de dolor y cayó al suelo donde se quedó tendido boca arriba, los ojos desorbitados, agitando la cabeza a uno y otro lado. Karim apuntó luego hacia el marido. Pero hubo disparos cruzados y ambos hombres cayeron mortalmente al suelo, donde se quedaron inertes.

 

 

El estridente e insistente timbre del despertador lo sacudió. Lanzó un quejido de espanto. Se irguió  en la cama, aterrorizado, sudando y la mente obnubilada. Poco a poco empezó a espabilarse. Miró alrededor. La cama. La habitación. La pensión. La mesita de noche. Vio los billetes de viaje para Tánger y las dos píldoras amarillas del TEPT. Entonces lo entendió todo:

 

¡Se había dormido la siesta y tuvo esa pesadilla de Tánger por no haber tomado las pastillas!

El despertador dejó de repiquetear. Miró el reloj. Faltaba casi una hora para zarpar. Entonces se acordó de una frase que le había dicho Cintia por la tarde:

«Si no recibes mi llamada a las 8.15, toma un taxi para el final de la  calle Calzadilla de Téllez desde donde podrás ver el Chalet Blindstone”.

 

Miró de nuevo el reloj. Las manecillas señalaban las 20 horas y 20 minutos. Cintia no llamó, como acordado. Se concentró atormentado en el teléfono, deseando que sonara. Esperó algunos minutos más. Nada. Salió entonces, tomó un taxi y se acercó a la residencia Blindstone. Notó que había coches de la guardia civil, una ambulancia y patrullas. Vio a Cintia cubierta con una manta y rodeada de Latifa y una enfermera. Se acercó, confundido. Se abrazaron, emocionados. Entonces le explicó ella la situación: viendo que los chantajistas no volvían, el jefe y sus matones acudieron al chalet para averiguar lo sucedido. Hubo tiroteos entre ambas bandas donde resultaron muertos su marido, Pedro y los demás. Ella y Latifa salieron ilesas por haberse escondido en el sótano.

 

Al otro lado del jardín, junto a la piscina, observaron cómo el inspector, en compañía de su jefe, tomaba su tiempo para encender un cigarrillo y darle una larga calada. Inspiró hondo y soltó el aire despacio. Levantó luego la mano y, formando un círculo con el pulgar y el índice, repuso triunfante:

—Todo en orden, señor comisario, el médico forense ha terminado su trabajo preliminar y nuestros hombres acaban de desenterrar al último cadáver. Hallamos también los archivos que identifican y delatan al falso José Antonio Balaguer. En cuanto a la viuda, no tiene ninguna vinculación con la banda ni cargo alguno. Además, su honestidad e integridad son conocidas de todos nosotros.

 

Cuando se hubieron marchado todos, Latifa se fue a preparar algunas bebidas, dejando solos a los dos enamorados.

La noche era hermosa y la pesadilla se había esfumado. Cintia notó la brisa fresca acariciándole la cara; era tan suave como una melodía de Nat King Cole. El cielo, de un intenso color naranja oscuro, estaba ahora despejado y las estrellas brillaban como chispeantes diamantes.

Karim se acercó un poco más a ella y olió una vaharada de su inconfundible perfume. Apoyó ella la cabeza sobre su hombro y él notó que su cuerpo, cobijado en su brazo, era suave y cálido.

 

—Mañana es sábado —susurró ella, entusiasmada—, descansaremos como Dios manda y luego…  Iremos a Tánger de luna de miel.

 

FIN

Ahmed Oubali
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