Evocando a Caín (3)

CAPÍTULO 5

 

Fugitivo

 

Pronto descubrió Billy que era más fácil dar la palabra que mantenerla. Se dio cuenta que para evitar problemas y poder cumplirla no le quedaba más remedio que apartarse de la cuadrilla.

No le hizo ninguna gracia, pero tras las aventuras desde que se fugó, la muerte de su tía, el abandono de William y creyendo tener quince años, en lugar de los trece reales, se veía a sí mismo como un hombre. Así que si debía apartarse de sus amigos, lo haría.

Siguió con sus estudios y ayudando en el hotel de los Truesdell. En marzo terminó el primer semestre de la escuela. Con ésta cerrada Billy, con otros estudiantes, participó en una serie de obras de teatro y musicales en donde hizo gala de sus dotes de bailarín.

Nada auguraba que aquel verano, debido a dificultades económicas, los Truesdell se vieran impotentes para mantenerlos. Ambos primos fueron separados. Joseph fue recogido por Joe Dyer, dueño del Orleans Club. Billy se trasladó a la pensión de los Brown, trabajando después de clase en la carnicería del señor Knight, matando, despellejando, destripando y preparando animales para su venta, o manchando el barquín de la fragua de la herrería, para poder pagar su alojamiento. Nunca tuve un trabajador como él, diría años más tarde el señor Knight, fue el único de mis empleados que nunca intentó robar.

Es difícil saber si fue coincidencia o se instaló en aquella pensión al caso, porque se dio la circunstancia que allí se alojaba también Sombrero Jack. La relación que había quedado suspendida unos meses atrás volvió a reanudarse.

Jack era su amigo, pero había prometido no volver a hurtar y no deseaba que lo relacionaran con él. Con sentimientos contrapuestos decidió finalmente no renunciar a su amistad y puesto que a ambos jóvenes les gustaban los naipes, ellos fueron la excusa para reanudar su relación. Empezaron en las propias habitaciones con una baraja tan sucia y sobada que cortaron las puntas para hacerla más manejable, aunque no tardaron en trasnochar en el Orleans Club, donde trabajaba su primo y que les facilitó la entrada, alargando el póquer mientras la palabra dada caía en el olvido. Allí, jugando contra otros y cartas de la cantina, se combinaban de tal manera que más parecían jugar al mus que al póquer, pues con leves gestos e inaparentes ademanes conocían el juego de cada uno arruinando a sus contrarios. Luego o se repartían las ganancias o seguían jugando entre ellos, viendo desolado Jack como su pecunia terminaba en los bolsillos de Billy.

Regresando a la pensión después de una de aquellas partidas Jack le habló de la lavandería de unos chinos. Los pelos de la nuca se le erizaron en señal de alarma, hasta creyó oír la voz de Whitehill, ¿de qué clase es tu palabra?

-Mira, Jack –interrumpió-, no sé lo que me vas a decir, pero no quiero oírlo.

-¿Qué te pasa? Desde que te cogió el sheriff estás cambiado.

-Porque quiero cambiar.

-Ya.

Retintín en el tono.

-Ponte como quieras –rezongó Billy.

-Te pasas horas trabajando en la carnicería y ¿sabes para qué? Para enriquecer a esa bruja de Sarah, la dueña de la pensión. Todo tu dinero se lo queda ella. Si llevas algo encima es el que me robas a mí, porque haces trampas, Henry, no sé cómo, pero me haces trampas.

-No hago trampas, juego mejor que tú.

Había tenido un buen maestro con William.

-Vamos a dejarlo –Jack no creía ni una palabra, pero no quería discutir -. Volviendo al tema, ese chino…

-¡No quiero oírlo!

Aceleró el paso dejándolo atrás y no se detuvo hasta llegar a su habitación.

Durante los siguientes días lo evitó, lo conocía bien y sabía de su insistencia. A partir de entonces acudió al Orleans Club solo, donde se mejoró en el póquer y aprendió a jugar al monte. Era agudo, brillante y aprendía rápido no perdiendo detalle de lo que ocurría en la mesa siempre con unos ojos que no sabían estar quietos.

Era un buen sitio para enriquecerse o arruinarse. Existían tres salones en Silver City, el Orleans Club, el Blue Goose y el Real Onion, en los cuales se producían grandes apuestas con el oro y la plata apilados enfrente de los jugadores, lo que evidenciaba la riqueza de las minas de la localidad.

Billy no participaba en estas partidas, ni tenía el dinero ni la edad, estándole vedada la entrada en los salones, excepto en el Orleans gracias a Joseph, con jugadas más modestas.

En ocasiones se unía Josie, pero éste no lo hacía por ocio ni por el dinero fácil. Desde que trabajaba para Joe Dyer, el propietario, era peón y jugador de la casa apostando o haciendo trabajos extraños de los que no le gustaba hablar.

De no conocerlos los del pueblo habrían dudado que fueran hermanos. No se daban ningún aire. Mientras que Billy no parecía mayor de doce años, delgado y modales suaves, Joseph era alto, corpulento, de cabello rubio, ojos azules y rudo, aparentando ser el más viejo de los dos.

Debido a que Josie jugaba por motivos laborales Billy nunca estuvo confabulado con él para no comprometerlo. En ocasiones ni jugaba limitándose a estudiar cómo lo hacían los tahúres por si podía sacar algo de provecho en sus propias partidas.

Había olvidado ya el tema del robo cuando llamaron a la puerta de su habitación una madrugada.

Jack.

Entró en la habitación casi empujándole.

-¿Qué ocurre?

-Necesito que me hagas un favor.

Llevaba un paquete en los brazos: ropa y dos pistolas. Lo sustraído superaba los 200 dólares.

-Guárdame esto.

-¿Estás chiflado? No puedo hacerlo, le prometí al sheriff que no volvería a robar.

Tú no has robado. Sólo  te pido que me lo guardes.

-Jack…

-Por favor, no pueden cogerme con esto.

Billy se mordió el labio inferior. Por un lado quería ayudarle, por otro… De todas formas era cierto, él no había robado. No rompía su palabra.

Ok –cedió -, pero recógelo cuanto antes.

Pese a toda su inteligencia sólo tenía 13 años y no se le ocurrió nada mejor que ocultarlo en su propia habitación. Allí lo encontró Sarah Brown veinte días después. Enseguida lo puso en conocimiento del sheriff.

El robo de las pistolas era bastante más grave que el de un queso. Fue directo al calabozo. Unas horas más tarde lo visitaba Whitehill que aplaudió lentamente antes de decir con sorna:

-Sabes mantener tu palabra.

-Yo no he robado –se defendió Billy -, sólo lo guardaba.

-¡No te salgas por la tangente! ¡Eres cómplice y por tanto tan culpable como Jack!

-¡Usted sabe que yo no he sido!

-¡¿Sabes lo que es ser cómplice?!

El muchacho no respondió.

-Te van a juzgar por robo, Henry, por todo lo robado mientras Jack está libre y riéndose. Dime dónde está.

De mala gana Billy reconoció que el sheriff tenía razón. El granuja de Jack había abusado de su amistad y él había sido un idiota.

-No lo sé –respondió.

Era cierto.

-En ese caso tú pagarás por los dos. Deberías felicitarte, chico.

Durante dos días estuvo aislado en la cárcel sumido en pensamientos cada vez más negros.

Dos detenciones en sólo cinco meses. La una por ladrón, la otra por imbécil. Sí, debería darse la enhorabuena.

También el sheriff estaba convencido de que Henry se había metido en aquel lío por pura estupidez. Se vanagloriaba de conocer a la gente y seguía creyendo que el chaval tenía buen fondo. Pero él no podía hacer nada, tendría que ser el jurado. Quizá si hablase con el juez para que fuera indulgente… Mal asunto para él si Henry volvía a delinquir. A menos que le metiera tal miedo en el cuerpo que se le quitaran las ganas para siempre. Podía intentarlo. Primero asustarlo y dependiendo de su reacción hablar con el juez para que fuera clemente con la condena. Tenía que hacerlo bien; si Henry volvía a las andadas el perjudicado sería él por haber hablado en su favor.

Tenerlo dos días aislado en la prisión formó parte de esta estrategia. Tuvo éxito, la imaginación del crío hizo casi todo el trabajo. Cuando el 25 de septiembre lo hizo llevar a su despacho Billy era incapaz de tener más miedo.

Whitehill se sonrió interiormente aunque sus facciones permanecieron serias. El chico estaba a punto. Ahora el toque final. La descripción de la pena que podía caerle y lo que a un adolescente de su edad podía ocurrirle en presidio con hombres que hacía años que no conocían mujer no pudieron ser más dantescas.

Billy tenía el rostro crispado en un esfuerzo inútil de mostrar entereza. Tenía ganas de llorar, de arrastrarse a los pies de aquel hombre, de suplicar…

La puerta se abrió bruscamente.

-¡Sheriff venga a la taberna, hay un altercado!

-Voy.

Miró a Billy.

-Luego volveré y terminaré de explicarte lo que te espera por tu mala cabeza.

Cerró la puerta con llave.

No necesitaba hablar más. La expresión cenicienta del muchacho lo decía todo, sólo necesitaba tiempo para que se aposentaran sus palabras.

Whitehill se demoró más de lo necesario siguiendo su plan sin darse cuenta que había tensado tanto la cuerda que la había roto, porque Billy al verse solo dedujo que la única forma que tenía para evitar aquel negro futuro era huyendo.

La puerta estaba cerrada.

Sus ojos recorrieron la estancia, ¿las ventanas? Atrancadas. Podía romper un cristal, pero el ruido alertaría a la gente. Paseó por la habitación buscando otra salida, ¿la chimenea? Se acercó a ella, la examinó. Era estrecha para un hombre, pero un chiquillo podía deslizarse y él era bastante delgado. Apoyando su espalda en una de las paredes y los pies en la opuesta para hacer presión fue ascendiendo lentamente por su interior. Le pareció una eternidad, pero cuando consiguió salir por la parte superior nadie se había percatado de la fuga, porque eso era ahora: un fugitivo, que con ello había empeorado su delito de robo.

Billy comprendió que no podía quedarse en Silver City.

Abandonó la ciudad aquella misma noche en un penco mangado pensando que donde más seguro estaría sería en Territorio Indio.

Con el tiempo la leyenda generó muchas versiones de su evasión y fueron varios los que se colgaron la medalla de haberlo ayudado. Fueron los Truesdell, que dijeron que había dormido en el suelo con sus hijos y se escapó con la diligencia al día siguiente. Fue Manuel Taylor, que dijo que pernoctó en su rancho y que le entregó un revólver, con el cual mató a un soldado negro para robarle el caballo. Hasta la casera Sarah Brown, que fue quien le denunció, juró haberlo ayudado en su huída años después.

También se rumoreó que acudió a su padrastro, William Antrim, a pedirle ayuda y que éste se la negó sin contemplaciones abominando del muchacho.

 

Grant County Herald.

26 de septiembre de 1875. Henry McCarthy, que fue arrestado el jueves y encarcelado en espera de juicio, acusado de robar ropa a Charli Sun y Sam Chung, escapó ayer de prisión por la chimenea. Se cree que Henry simplemente era el cómplice de Sombrero Jack, el cual efectuó el robo mientras Henry lo escondía. Jack ha desaparecido.

 

 

 

CAPÍTULO 6

 

Kid Antrim

 

Su vida había cambiado para siempre, aunque lo cierto es que la situación de Billy no era tan extraña en aquel tiempo y lugar. El pony express, un servicio de correo rápido que cruzaba los Estados Unidos en sólo diez días, atravesando praderas, planicies, desiertos y montañas, desde la costa Atlántica a la del Pacífico, utilizaba a adolescentes como jinetes porque pesaban poco y cansaban menos a los caballos. La oferta de empleo de 1859 los pedía menores de 18 años, delgados, resistentes, que supieran cabalgar y dispuestos a arriesgar su vida; preferiblemente huérfanos. Muchos habían tenido la misma edad que él.

No podía seguir siendo un niño si quería desenvolverse con éxito, así que para parecer mayor mentía sobre su edad, añadiendo dos años a la edad que creía tener, diciendo que tenía 17 cuando en realidad tenía 13. Pero esto no era suficiente, tenía que pensar muy bien los siguientes pasos a seguir. El nombre de Henry McCarthy seguro que sería conocido, mejor llamarse Antrim, como el marido de su tía, Henry Antrim.

Y necesitaría un arma.

En Territorio Indio siempre había peligro, pumas, forajidos, pieles rojas… Había escapado de Silver City sin nada más que lo puesto y el jamelgo robado. Claro que siempre podía venderlo si conseguía engordarlo primero, porque tal como estaba tendría que dar dinero en lugar de recibir si quería quitárselo de encima; pero tampoco era buena idea, porque en aquellas tierras un hombre a pie tenía poco de varón y más valía matalón huesudo que lechuguino de infantería.

Mejor probar suerte en alguna partida y con el dinero ganado comprar un revólver. Si conseguía hacerles creer que tenía 17 años le permitirían entrar en los salones.

Quienes lo conocieron siempre afirmaron que parecía más joven de lo que realmente era. Es posible que tuviera un desarrollo físico atrasado, pero también es probable que mintiera sobre su edad o una conjunción de ambos. Su cara de niño, no acorde con la edad que decía, le generó el sobrenombre unos meses más tarde y pronto sería conocido como Kid Antrim.

Aunque era prófugo todavía no era el infame homicida que la leyenda dice que fue. Aún albergaba esperanzas de llevar una vida normal y de hecho estaba disfrutando de la libertad recién descubierta. No dependía de nadie excepto de él mismo. El enorme territorio que se perdía en el horizonte, el cielo azul y claro, las estrellas brillantes y titilantes, no amorfas como se veían en la ciudad; el bullicio de ésta y el silencio de ahora sólo roto por el viento y el sonido de los animales. Era como si allí hubiera otro Dios. Sonreía bobamente incapaz de explicarse las sensaciones que sentía. Era algo nuevo, algo para vivirlo y gozarlo, distinto a cuando acompañaba a su padre por el camino Chisholm, porque entonces aún dependía de un adulto. Muchas veces iba andando con el rocín de las riendas, no tanto para que descansara el animal como para disfrutar del paseo, contento de la vida libre.

La ensoñación se despachurró cuando encontró a un grupo de ladrones de ganado que se apropiaron de su montura. Le respetaron la vida por su tierna edad no intentando parecer mayor, al comprender que sólo así la salvaría y la salvó convirtiéndose en su lacayo.

No fue igual a cuando estuvo en la banda de Belle Reeds existía una gran diferencia, aunque el trabajo de sirviente se pareciera embetunando sus botas, limpiándoles las sillas de montar y cumpliendo lo que le dijeran, porque aquí le golpeaban, pescozonaban y amenazaban con colgarle si no obedecía.

Aquel anochecer sentado aparte, en el límite entre la penumbra y la oscuridad, sólo sus ojos hablaban brillando con odio a la luz de la hoguera que tenía a unos metros. Rodeándola, bebiendo, charlando, comiendo y riendo estaban los cuatreros.

Había sido el primer día, ¡ni pensar como sería el segundo! Tenía que escapar.

-Si pudieras nos matarías a todos, lo leo en tus ojos.

Kid miró al que le había hablado, barba mal afeitada y peor recortada, nariz rota y cuello inexistente.

-Os creéis muy valientes con un crío desarmado.

-Y si tuvieras una pistola, ¿qué harías?

Abrió la boca para responder, pero cambió de idea con una expresión peculiar. Desvió la vista hacia la fogata.

Algo cayó sobre su regazo, un colt de pequeño calibre. Miró al malhechor intrigado.

-Ahí tienes el arma, a ver de lo que eres capaz.

Billy lo escondió entre sus ropas.

-Ahora descansa y no intentes huir.

-¿Cómo sabes…?

-¿Quién no querría? Duerme, debes estar cansado. Por cierto, me llamo Pete.

Al siguiente día tuvo tranquilidad con la lección aprendida del primero, pero al tercero vio como un energúmeno iba a zurrarle por no dejar las botas a su gusto.

Sacó la pistola.

El otro se rió.

-Ten cuidado no te agujeres el pie –se burló.

-¿Cómo a tu sombrero?

Y disparó.

El chapeo voló de la cabeza del bandido que palideció.

Kid torció el gesto. Había errado el tiro; en lugar de darle limpiamente al sombrero había rozado la sien del facineroso y en su trayecto alcanzado el ala. Tenía que practicar más.

Un arroyuelo de sangre se deslizaba desde la herida a las mejillas.

Acudieron unos cuantos atraídos por el balazo, también quien le entregó el arma. Kid retrocedió apuntándoles para evitar que lo rodearan.

-Guarda el seis tiros, boy –dijo Pete. Llevaba un látigo en la mano.

Kid sostuvo la mirada, luego obedeció lentamente sin perder de vista a ninguno.

Pete se interpuso entre el chiquillo y los demás. Había desplegado el arreador.

-El otro día os enseñasteis con este niño. ¡Intentadlo conmigo!

La pelea atrajo al cabecilla que vio a Pete luchando a latigazos contra cuatro.

Disparó al aire.

Cesó la riña.

-¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué ha ocurrido y quién disparó antes?

Puesto al corriente se encaró a Kid. El chico tenía el revólver metido en la cintura del pantalón asomando la empuñadura.

-Veo que vas a ser peor que un dolor de muelas.

-Pues déjeme marchar.

La comisura del cuatrero se movió maliciosa.

-Hijo, hagamos un trato.

Una de las cejas de Billy se frunció, ¿dónde estaría la trampa?

-¿Ves ese caballo bayo que está en el corral? Si puedes montarlo te lo daré y también una de las monturas del cobertizo, la que más te guste, y serás libre.

-¿Tengo su palabra?

-¿No quieres saber lo que ocurrirá si fracasas?

-No fracasaré, ¿tengo su palabra?

Antes romperse el cuello que fallar.

-La tienes.

-No lo hagas, boy –advirtió Pete -, ese caballo es un asesino.

-Precisamente. La libertad hay que ganársela, no se regala, ¿te parece bien, hijo?

Kid no respondió, pero la expresión de pícaro que apareció en su rostro fue bastante elocuente.

-Demasiado buen caballo para estos andurriales –le oyeron comentar mientras se dirigía al corral. La fanfarronada arrancó algunas carcajadas.

La pelea entre el bruto y el muchacho fue intensa y desagradable. El bagual brincaba, coceaba, corcoveaba, mientras Billy se había olvidado de todo absorto para no ser arrojado de la silla.

Nadie reía.

Apoyado en la valla del corral el cabecilla no perdía detalle con el rostro serio.

-Ese chico no es la primera vez que desbrava un bronco –dijo Pete.

No respondió.

-¿Cumplirás tu promesa?

-De mala gana –reconoció -, pero sí la cumpliré. Lo cierto es que se la ha ganado.

El bayo sudaba profusamente por los flancos y el vientre.

-Aunque de saber esto –añadió – me habría mordido la lengua.

Finalmente el animal se rindió. A Billy le dolían todos los músculos y en especial las piernas.

Hizo noche en el campamento agotado y se fue al día siguiente. Pete le entregó algunos víveres y un rifle.

Cinco días más tarde llegaba a Dodge City en Kansas. A la entrada había una caballeriza donde decidió guardar el caballo, hacer noche y cazar algo para comer.

Al lado, cuatro hombres habían montado un campamento con una lumbre. Se acercó a saludarles y de paso preguntarles si le dejarían compartir el fuego una vez hubiera cazado. ¡Qué tontería! Tenían comida de sobra, le invitaron a cenar con ellos. Kid aceptó agradecido.

-Tienes un buen caballo –dijo uno – y una bonita silla de montar.

– Sí –sonrió mirando al potro – y un acoceador también.

Al día siguiente cuando sacó el bayo para lavarlo un poco, comenzó a retorcerse al final del ronzal afirmándose sobre sus pies y levantando las manos. Comenzó a piafar, cada vez más encabritado cuando se aproximó el jefe del grupo.

-No puedes montar ese caballo, chico. Está asilvestrado.

-Lo he montado hasta aquí y lo seguiré montando –respondió mientras lo tranquilizaba.

Si no lo hubiera visto llegar el día anterior y como lo calmaba ahora, el hombre no le habría creído.

-Bueno –admitió -, si puedes montar este bronco no necesitas buscar trabajo, tienes uno conmigo.

Le entregó diez dólares como adelanto para que comprara lo que necesitase.

-Siéntete como en casa. Saldremos dentro de cuatro días. Vamos a hacer un largo viaje a las Colinas Negras.

Se gastó el dinero en armas; la pistola y el rifle que le entregó Pete eran de distinto calibre. Recordando el consejo de Jesse James los vendió y compró un winchester modelo 1873 y un colt de acción simple, ambos del .44.

Las Colinas Negras (Black Hills) se encontraban entre los ríos Cheyenne y Belle Fourche. Los pieles rojas las consideraban tierra sagrada, tanto para los lakota como para los cheyennes.

En 1868, tras la guerra contra Nube Roja, los Estados Unidos se vieron forzados a firmar la paz al ser derrotados por el jefe sioux, que consiguió la alianza de los cheyennes y arapahoes. El Tratado se llamó de Fort Laramie y en él se creó la Gran Reserva Sioux que incluía las Colinas Negras y garantizaba los derechos de caza en lo que hoy es Dakota del Sur, Wyoming y Montana. El territorio del río Powder quedaba cerrado a partir de entonces a todos los blancos.

El tratado se respetó, mal que bien, hasta 1874, hacía ahora un año, en que se descubrió oro en las Colinas Negras. Atraídos por la fiebre del oro y acuciados por la Gran Depresión de 1873, las tierras indias comenzaron a ser invadidas. Fue un hallazgo tan oportuno que muchos historiadores creen en la posibilidad de una estafa por parte de la Administración americana, para poder colonizar las Colinas Negras y el resto del territorio y salir así de la crisis económica en que se hallaba el país.

El caso es que codiciosos y avariciosos comenzaron a entrar, cada vez más en avalancha, en el territorio de los siouxs lakota con el beneplácito o la incapacidad para detenerlos del Ejército. Cada vez más irritados los aborígenes protestaron y la respuesta del Gobierno fue deportarlos a unas reservas al oeste antes de que llegara el invierno de aquel año de 1875.

Comenzaba a haber ya pequeños altercados entre indígenas e invasores, que eran sofocados por el Séptimo de Caballería al mando del general Custer.

Esta era la situación cuando Kid Antrim acompañó a su patrón a las Colinas Negras, un estado de preguerra con algún que otro tiroteo.

Cuando las contempló se dijo que, de ser indio, él también lucharía por ellas. Eran el paraíso. Gran parte de las Colinas era un bosque de pinos; otras, grandes prados de montaña con exuberantes pastos; había una sabana seca de pinos, arbustos y enebros. En los arroyos abundaban las truchas; en los bosques y praderas, bisontes, venados, berrendos, borregos cimarrones, pumas, martas, ardillas, marmotas y aves que únicamente se encontraban en aquel territorio.

Sí, él también las defendería, porque a pesar de sus pocos años veía claramente el robo del que eran víctimas los siouxs.

Empezó a sentirse incómodo, así que tan pronto pudo pidió la cuenta y se fue. Barloventeando sólo se detenía para ganarse la vida en alguno de los ranchos que empezaban a aparecer, trabajaba por cama y comida y luego proseguía su camino. En uno de ellos, tras domar un potro, se le acercó un hombre que dijo llamarse Mountain Bill y le propuso hacer sociedad y que se ganarían la vida apostando en las domas de caballos y participando en carreras.

Sonaba interesante y a su edad estaba abierto a la aventura. Aceptó, pero no fue un gran negocio. Lograba mantenerse en casi todos los broncos en los que se montaba, pero no así las carreras que se realizaban en arenas, corrales, ranchos y campo abierto.

En ocasiones se cruzaban con pieles rojas, pero excepto con los lakota, que desconfiaban de los blancos, no tuvieron ningún problema con los cheyennes y arapahoes. Mountain Bill se entendía fácilmente con ellos y pronto hicieron buenas migas con el amigable Kid. El muchacho cabalgó con alguno de ellos y, durante los cuatro meses que convivieron, Billy aprendió de aquellos indios más de lo que hubiera aprendido de seguir con su padre. Montó con una sola vuelta de cincha, con cincha de dos manos, con silla lisa, sin silla, sin cuerda de estrangulación, a pelo… Si hasta entonces se había considerado un buen jinete, ahora se veía como un experto gracias a los nativos.

Cuando se despidieron de ellos, entrado ya 1876, la situación estaba mucho peor, de hecho aquel mismo año estallaría la guerra.

Ambos amigos se encaminaron a Arizona a visitar a la hermana de Mountain Bill y consiguieron trabajo en el Rancho Gila, donde conoció a un vaquero que se hacía llamar Cyclone Denton, el cual dijo en 1929, que había trabajado con Billy el Niño, y que luego habían coincidido en el Espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill, y en el rancho de éste. No le creyeron, porque el  Buffalo Bill’s Wild West Show se creó en 1883, dos años después de que Pat Garrett lo matara.

Cuando dejó el trabajo Kid rompió también la sociedad con Mountain Bill, aspirando a algo más que el dinero fácil de las carreras puesto que perdían más que ganaban.

 

 

 

CAPÍTULO 7

 

San Carlos

 

Al tiempo que en el Este Graham Bell patentaba el teléfono Billy seguía el curso del río Gila cara el suroeste hacia unas mesetas desérticas, con lo que apenas se alejaba del cauce. Cuando se detenía a comer o dormir se entretenía mejorando su puntería. Le gustaba disparar contra los objetos desde todos los ángulos, de pie, de rodillas, tumbado, corriendo, galopando… De haber nacido en el siglo XX con seguridad hubiera participado en el Tiro Olímpico.

Sin embargo, su afición conllevaba gasto de balas y costaban dinero. Lo obtenía jugando a las cartas cuando llegaba a alguna localidad o con pequeños trabajos esporádicos y si ambos fallaban hurtaba un caballo que vendía después. No eran grandes robos, porque prefería los naipes para subsistir, pero ahí estaban y si lo capturaban… En una ocasión escapó por los pelos tras quitarle el alazán a un soldado en el campamento Goodwin, cerca de la reserva india de San Carlos. Consiguió huir adentrándose en ella hasta que se cansaron de perseguirle.

En San Carlos habían confinado a los apaches hacía sólo 3 años y hubo problemas desde el principio. Los comandantes militares y agentes civiles competían por el control de la reserva y el dinero a ella asociado, que terminaba en sus bolsillos; trucaban las básculas, vendían a los indios la comida y ropa suministrada por el Gobierno a precios desorbitados o alcohol en lugar de comida.

La guerra con Cochise no mejoraba la situación al negarse el jefe apache recluirse, con toda razón, en San Carlos. Por su parte, el Ejército tampoco ayudaba mostrando animosidad hacia los indios y desdén por los agentes civiles, torturando y matando a los pieles rojas por deporte. Los terceros en discordia, los políticos, metían la pata sin sacarla ignorando las diferencias culturales, costumbres y lenguas indígenas, creyendo que todos los indios eran iguales y aplicando una única estrategia, la misma para todos, convencidos que así hacían frente al problema indio. Si no se solucionaba el asunto era porque los pieles rojas amaban luchar, no eran civilizados ni honestos ni temerosos de Dios. No querían ver que su ineptitud obligaba a convivir juntas a tribus enemigas con todos los conflictos que ello acarreaba; sin contar que tales politicastros no respetaban ninguna alianza militar que se hiciera con los nativos, estallando irremisiblemente la guerra.

La de los apaches había sufrido un duro golpe al morir Cochise en junio de 1874. Un mes más tarde se hacía cargo de la reserva de San Carlos John  Clum. Al día siguiente de su llegada los exploradores apaches le presentaron la cabeza cortada de Cochinay, un renegado que habían rastreado y matado. Clum supo que había heredado un legado de violencia y caos. Si quería salvar la situación y acaso a sí mismo debía dar un golpe de timón.

Clum trató a los apaches como amigos, estableció la primera policía tribal india y una corte tribal formando un sistema limitado de autogobierno, alentándolos a tomar las actividades pacíficas de la agricultura y la cría de ganado.

Se ganó el aprecio de los apaches pero no el de los militares, que vieron que se les impedía echar mano a los fondos que pasaban por la reserva.

La situación con los indios estaba más o menos pacífica, gracias a Clum, cuando Kid Antrim robó el alazán y se adentró en la reserva huyendo de sus perseguidores. En aquellos momentos cientos de apaches se estaban trasladando y estableciendo en la reserva semiárida de San Carlos. Kid se encontró con uno de estos grupos que pacíficamente no se metieron con él a pesar de ver que sólo era un muchacho con dos caballos.

Tras su experiencia con los cheyennes y arapahoes los observaba con curiosidad percatándose de las diferencias de sus ropajes y trenzas, pero cuando se fijó en los rostros su interés cambió; no pudo evitar darse cuenta de la expresión de desarraigo. Era la mirada de quien lo ha perdido todo, expulsados de sus tierras, convictos cuando antes eran libres, porque eso significaba realmente la reserva, una cárcel sin barrotes de la que no podían salir so pena de ser perseguidos, viviendo sometidos al capricho del hombre blanco.

Sin conocerlos y sabiendo que en cualquier momento podían ser un peligro para él, Kid sintió lastima por ellos.

Iba a volver grupas cuando vio a un niño de tres o cuatro años arrastrando los pies, con una bolsa al hombro, detrás de su madre que portaba un hijo más pequeño y un saco. Sin saber por qué recordó lo que oía decir por las ciudades sobre los indios: que eran traicioneros, que no se les podía dar la espalda, que al menor descuido te arrancaban el cuero cabelludo, que el mejor indio era el muerto… No veía en aquel niño tan fiero ogro, únicamente un crío palidecido bajo la bronceada piel, sus almendrados ojos parpadeando de angustia y agotamiento.

Billy apretó los dientes y se acercó. Con señas detuvo a la mujer que vio asombrada cómo desensillaba a su amado bayo, cargaba los sacos y al niño en él y le hacía señas para que montara también ella. Luego, con unas frases cariñosas y una caricia se despidió del noble bruto. En los meses que lo cabalgaba lo había pacificado totalmente y le había cogido especial cariño. Con gusto les habría cedido el alazán, pero les habría complicado la vida, ¿cómo explicar la posesión de un caballo del Ejército? La marca del animal señalaba su pertenencia a la milicia y nunca se vendían. Aquella familia habría sido acusada de cuatreros. Mejor entregarles el bayo por mucho que le doliese.

Puso la silla en el alazán y se alejó sin decir palabra. Se cruzó con dos policías indígenas que vigilaban la inmigración. Les llamó la atención el gesto del muchacho blanco, había regalado el mejor caballo de los dos. A medida que se aproximaba comprobaron que el que montaba era militar y por tanto robado.

Kid se percató que no iban a detenerle. Continuó su camino y al pasar junto a ellos les saludó con una inclinación de cabeza.

Durante unas semanas deambuló por la zona estableciendo campamentos semifijos en el lago de San Carlos. Hizo buenas migas con los apaches descubriendo que la mayoría de las diferentes tribus hablaban español, lo que hizo que se sintiera como en casa y facilitó algún que otro trueque. A esas alturas sabían todos su gesto, pero cuando le quisieron devolver el bayo se negó; lo había dado y dado estaba, tampoco quería nada a cambio. No había tenido segundas intenciones cuando lo hizo y no quería ninguna ganancia ahora, sería como pervertir su arranque de generosidad.

Ya fuera por su natural ya por su experiencia con los siouxs había entrado en buenas relaciones con los apaches, pero seguían viniendo más. En mayo Clum había recibido órdenes del Gobierno para transferir los chiricahuas a San Carlos. Éstos eran los apaches de Cochise. No todos estaban de acuerdo y hubo muertos entre ellos.

Billy escuchaba atentamente a Naiche, el policía indígena con quien había creado cierta amistad. Era uno de los que le habían visto entregar el bayo a la familia.

-¿Crees que habrá problemas aquí también? –preguntó.

-No lo sé, pero si los hay pocas veces se respeta al rostro pálido que pillan en medio.

-Entiendo.

Debía irse.

-El Ejército se ha olvidado de tu robo.

El muchacho enarcó las cejas, pero no hizo ningún comentario, Naiche tenía el semblante serio.

-No es bueno robar caballos, búscate un empleo.

-¿Conoces alguno?

-Siguiendo el río encontrarás una fábrica de quesos. Sé que necesitan personal.

 

 

 

CAPÍTULO 8

 

Cuatrero

 

PROPIEDAD DE DOC SCURLOCK

Y CHARLIE BOWDRE

 

Kid Antrim descabalgó y se dirigió a la puerta donde estaba colgado el letrero; había seguido el consejo de Naiche. Hubo cierta reticencia para contratarle entre los socios. Charlie quería hacerlo, pero Doc no veía la necesidad. Habían venido de Nuevo México creyendo hacer un buen negocio, pero la incertidumbre con los pieles rojas estaba perjudicándolos. Según Doc el balance Riesgo / Beneficio no era rentable. Charlie creía que debían darse más tiempo antes de rendirse.

Finalmente no lo contrataron y Billy buscó trabajo en uno de los ranchos vecinos.

-¿Seguro que tienes dieciocho años?

-Sí, señor.

-Aparentas no tener más de trece.

Era demasiado bajo y débil para la edad que decía.

-El trabajo es más duro de lo que crees. Necesitamos hombres hechos y derechos.

-Tengo experiencia. Póngame a prueba, no le defraudaré.

Encima embustero, ¿qué experiencia podía tener? William Whelam inspiró hondo.

-Lo siento, chico, no me interesa. Regresa cuando termines de crecer y ya veremos.

Kid bufó tan pronto salió a la calle. Se encontraba sin tener dónde ir y sin un centavo.

Fort Grant se encontraba al sur y estaban construyendo una población en las cercanías. McDowell’s Store había oído que se llamaba el asentamiento, una serie de salones de juego y bebida, de baile y prostíbulos, a dos o tres cuartos de milla del fuerte.

Probaría suerte. Seguro que estaría frecuentado por soldados y vaqueros aficionados a las cartas. Aunque no se veía como un tahúr tenía confianza en su habilidad con los naipes. Desechó intentar buscar trabajo en otro rancho.

Fort Grant estaba ubicado en la ladera suroeste de Graham Mountain, tenía como misión proteger a los colonos que estaban constantemente acosados por los apaches. Apenas tenía un año de vida. Su localización anterior había sido en la confluencia de Araivaipa Creek y el río San Pedro. Se llamaba entonces Camp Grant y su nombre se había hecho infame.

En abril de 1871 un grupo de hombres blancos abandonaban Tucson dirigiéndose al poblado indígena aprovechando que todos los hombres se habían ido de caza. Arrasaron la aldea asesinando, mutilando y violando a 150 mujeres y niños apaches. Las noticias de la Masacre de Camp Grant llegaron hasta las civilizadas ciudades del Este. El Presidente de la nación amenazó con poner el Territorio bajo la Ley Marcial si los culpables no eran llevados a un tribunal. Se acusó a un centenar personas. Todas salieron absueltas.

Pero el oficial militar al mando del Territorio de Arizona no tuvo la suerte de los civiles y fue destituido. Su sucesor ordenó cerrar Camp Grant, que fue definitivamente abandonado en 1873 y construir uno nuevo, cambiando tan funesto nombre.

Estratégicamente la nueva localización resultaría beneficiosa para controlar las incursiones apaches y rápidamente empezaron a construirse casas en sus inmediaciones. Una de ellas era el Wood’s Hotel de Luna, donde el joven Antrim encontró trabajo de camarero y ayudante de cocina.

No era el mejor empleo del mundo pero estaba bien, le dejaba horas libres para seguir practicando con las armas, acudir a la cantina, jugar a las cartas y conocer gente curiosa entre los que iban de paso o se alojaban en el hotel Luna. A uno de éstos le quiso vender el caballo; no era prudente tener un animal robado del Ejército con los militares alrededor. Lo eligió a él, porque por la forma de expresarse con un acompañante, dedujo que era otro ladrón de caballos.

John Mackie, un escocés que había sido soldado de caballería, sonrió burlesco cuando comprobó que el hermoso alazán, que quería venderle aquel crío, era un caballo del Ejército.

-Esto no se encuentra en cualquier sitio, chico.

-Si no preguntas no te tendré que mentir.

John soltó una carcajada. Le caía bien el muchacho. Entonces le propuso un trato, que fuera con él, ganaría más y más rápidamente con el hurto de caballos que trabajando en el hotel. Kid se negó. Sólo había robado ocasionalmente pero sabía que era un delito grave, no judicialmente pues solo eran dos años de cárcel (aunque para su edad, una eternidad) sino porque si los cogían in fraganti los colgaban allí mismo.

Además, él quería ser vaquero no un delincuente. Su plan era trabajar tres o cuatro años en el hotel, crecer lo suficiente y volver a intentarlo en el rancho y si entre tanto hacía algún dinerillo con los naipes, mejor.

No fueron estas las explicaciones que dio a John Mackie, que no le importaba nada, sino que respondió con un escueto no me interesa.

El otro aceptó la negativa con un gesto de cabeza.

-De todas formas, si cambias de opinión, estaré unos días por Cottonwood Spring.

Kid respondió que lo tendría en cuenta, aunque no era esa su intención. Se encontraba a gusto en Fort Grant, que era una rosa con espinas, siendo la espina el herrero del fuerte.

Frank Windy Cahill era un irlandés de casi dos metros de altura, 90 kilos de peso, lanudo como un oso grizzly y con una cicatriz que le cruzaba la cara, pero era también el típico matón que disfrutaba molestando a los débiles. Al mentir sobre su edad el aspecto de Kid Antrim era demasiado aniñado, andrógino y bajo de estatura. Siendo por añadidura bien parecido, cortés y de trato agradable, acaso demasiado refinado para aquellas redoladas, se convirtió en la víctima perfecta para un alarbe como Frank, que no tardó en meterse con él, burlarse, revolverle el pelo e incluso humillarle cada vez que lo veía.

Billy aguantaba con estoicismo los abusos de aquel bravucón. La leyenda dice que Kid tenía un carácter explosivo, que pasaba de la tranquilidad a la más extrema violencia en una fracción de segundo. Nada más alejado de la realidad. Su carácter era tranquilo, bromista y no solía alterarse por nada, a diferencia de su padre.

También se ha dicho, cogido de los escritos de Pat Garrett que el mayor error de sus adversarios era el infravalorarlo creyendo que por su aspecto era inofensivo, lo cual sería cierto si Billy hubiese sido el sádico que dice la leyenda, pero siendo ésta falsa también lo es la afirmación. No. El joven Antrim tenía una gran sangre fría y una mente no menos cálida, aunque Cahill estaba empezando a terminar con su paciencia.

Desahogaba su mal humor disparando a las latas mientras practicaba detrás del hotel. Se daba cuenta que su edad y su físico frágil eran claras desventajas en un enfrentamiento personal y que acaso convertirse en un buen tirador con el rifle y el revólver era la mejor manera de protegerse contra daños corporales.

-Pasas mucho tiempo disparando –interrumpió Miles Wood.

-Sólo en mis ratos libres –respondió a su patrón.

-No me gustan los pistoleros.

-No soy un pistolero, sólo me gusta hacer puntería.

-¿Con qué finalidad?

-Por lo pronto, cazar. Y si un día me voy de aquí, defenderme. ¿No recuerda que no hace un mes los indios mataron a Custer y todos sus hombres? Los lakota y los cheyennes están en pie de guerra y aquí tenemos a Victorio y Jerónimo envalentonados por esa victoria.

¿Cómo no veía algo tan claro?

Los apaches de por allí eran de otra índole que los de San Carlos.

-Kid, no sólo soy el dueño de este establecimiento también soy el juez de paz y no quiero ningún pistolero trabajando para mí –cortó la respuesta de Billy con un ademán -. Estás despedido.

Aquello fue un jarro de agua fría para el chico, que vio que su proyecto de estar tres o cuatro años allí se quedaba en agua de borrajas.

Se terminó de amolar cuando comprobó que nadie quería darle empleo. Se había corrido la voz del motivo por el cual el hostelero y juez lo había dejado cesante y nadie quería ponerse a mal con las autoridades.

Visto el paño la propuesta de John Mackie ya no le pareció tan desagradable. Si no le dejaban más opción que agranujarse, lo haría.

En 1911 Miles Wood declaró sobre Billy el Niño: Trabajó durante unos días para mí, pero se unió a una cuadrilla de ladrones. Este lugar era entonces el cuartel general de la pandilla.

No se puede ser más hipócrita. El cuartel general era el hotel del cual era dueño. Si lo consentía, siendo juez, era porque sacaba sus buenos dividendos, ya que los cuatreros le pagaban un porcentaje de sus ganancias. ¿Qué otra explicación hay si tenía los militares al lado con los que los habría metido en cintura de haber querido? Pero en vez de cortar el latrocinio les daba cama, comida y ejercía de adrollero.

Es ahora cuando se puede fechar la entrada de lleno en la delincuencia del que sería conocido como Billy el Niño. Sus robos anteriores se pueden considerar hechos aislados, pero es en este momento cuando adquieren continuidad. Sin embargo, en vez de asaltar los ranchos vecinos la banda se dedicaba a los caballos y acémilas de los soldados acuartelados en diversas zonas de Arizona. Finalmente el Ejército, harto de perseguirlos sin éxito, solicitó al juez Miles Wood orden de detención. Mas el juez detestaba renunciar al soborno, así que únicamente la extendió al cuatrero más débil, el recién llegado Kid Antrim.

Sabiendo que el muchacho estaba en Globe envió la orden allí, donde fue detenido y trasladado a Cedar Springs, pero el rapaz no estaba por la labor de dejarse encerrar por un capricho y se les escapó sin que sepamos aún cómo, pues a los guardias, vergonzosos ellos, les dio apuro confesar qué mañas empleó.

Un mes más tarde Kid y John Mackie entraban en el cuartel general de la banda en el Wood’s Hotel de Luna para desayunar. El chico ignoraba que su orden de arresto había salido de allí o lo habría comentado a John.

Para estas fechas la insistencia de los militares se había vuelto peligrosa y Miles Wood se había convencido que o traicionaba a los cuatreros o él mismo terminaría en chirona, y puesto que salía más rentable el pillaje dentro de la legalidad que fuera de ella, por aquello de hecha la Ley hecha la trampa, y un hombre honrado debía mirar por sí mismo antes que por facinerosos, vendió a su compadres.

No conocía la habilidad de John Mackie con las armas, pero Kid era un pistolero, así que decidió cogerles por sorpresa y no arriesgarse. Tomó una gran bandeja simulando querer servir la mesa, pero con una pistola oculta debajo de ella.

Estaban distraídos hablando cuando lo tuvieron enfrente y levantó la bandeja, se callaron en seco al ver el arma.

-Las manos en alto.

Obedecieron.

-¿Qué significa esto? –quiso saber John -. ¿Es que quieres más dinero?

-Significa que rompemos el trato. Los militares me están hostigando y comprenderás que prefiero que vayáis vosotros a la cárcel antes que ir yo. Y no os molestéis en delatarme, nadie os creerá; no hay nada escrito, será vuestra palabra contra la mía, contra la del juez que os ha detenido.

Desarmados y esposados fueron llevados a Fort Grant donde les quitaron los grilletes y los encarcelaron.

Mientras John se resignaba a su suerte la mente de Kid maquinaba diversos planes de huida. Una hora más tarde llamaba al carcelero.

-¿Puedo ir al retrete?

El calabozo estaba en un fuerte militar y carecía de escusado, puesto que eran comunes y estaban en un extremo del patio.

El soldado abrió la puerta con desgana y lo acompañó. Una vez fuera, en un momento dado el chaval tropezó cayendo al suelo y mientras el militar esperaba que se levantara Kid se dio la vuelta y le lanzó un puñado de tierra a los ojos. Antes de que el carcelero se diera cuenta el muchacho le había cogido la pistola y echado a correr. Todavía ciego el guardia gritaba pidiendo ayuda y pronto Kid se vio rodeado de varios soldados encañonándole. Dejó caer el revólver al suelo con expresión de fastidio.

El carcelero lo cogió violentamente por la pechera, pero se contuvo; después de todo, aunque lo  había cegado y desarmado ni lo golpeó ni mucho menos le disparó. Lo soltó de un empujón.

De regreso al calabozo se detuvieron en la herrería y Frank Cahill tuvo el placer de ponerle grilletes en las muñecas y en los pies.

-¡A ver si te escapas ahora, niñato de mierda!

Kid no respondió.

Cahill le dio una bofetada.

Billy apretó los dientes. Las sienes le palpitaban.

John supo de su fracaso cuando lo vio aparecer cargado de hierros. No le hizo ningún comentario al verle la expresión de los ojos.

Sentado en el catre el chico procuró olvidarse de Cahill mientras estudiaba los grilletes. Eran de tamaño único. Sus muñecas eran grandes, las manos pequeñas en comparación. Doblando el pulgar hacia el meñique aún las empequeñecía más.

Miró al guardia.

No lo vigilaba.

Repitió la maniobra. El diámetro de la mano era menor que el de la muñeca. Deslizó fácilmente las esposas. Tenía las manos libres. Se las volvió a poner antes que el soldado se diera cuenta.

El problema estaba en los pies. No los podía liberar sin herramientas.

Se tumbó en la piltra, al poco se había dormido.

Cuando despertó era de noche. Se dio cuenta que estaban solos.

-¿Dónde está el guardia?

-Celebran un baile en el fuerte –respondió John -. Están todos en él.

Kid caminó hasta la puerta de la celda. Estudió la cerradura.

-Poco miedo tienen de que nos fuguemos.

-El único que se atrevería eres tú y no estás en condiciones.

-No, sin ayuda –oyeron decir a alguien que entraba.

Un explorador apache.

-¿Y por qué habrías de ayudar? –quiso saber Billy.

-Te conozco. Soy de San Carlos y allí todos te conocen. Nos ayudaste. Ahora quiero hacerlo yo.

John también aprovechó, aunque se separaron y nunca más se unieron. El chico lo prefirió así, desde que los detuvieron John no había resultado de ninguna ayuda. El explorador por su parte acompañó a Kid a la herrería y lo liberó de los grilletes de los pies.

Cuando terminó el baile Billy hacía horas que había abandonado el fuerte. El guardia encontró las celdas vacías y las puertas cerradas.

Estaban atónitos, era indudable que un soldado les había ayudado a huir, pero ¿quién?

Nunca se pudo probar nada.

 

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