Evocando a Caín (4)

CAPÍTULO 9

 

Gestas y Dimas

 

Kid Antrim se iba adentrando cada vez más en Territorio Indio. Desde que había comenzado a robar caballos había descubierto que era la mejor manera de que desistieran sus perseguidores. Llevaba muchas horas de ventaja, el baile sin duda habría terminado tarde y aún así no habrían comenzado a perseguirle hasta que no se hizo de día. En cuanto comprobaran la dirección que había tomado estaba convencido de que abandonarían, puesto que aquellas colinas estaban infestadas de apaches mescaleros. Tampoco es que estuviera tranquilo, pero por alguna extraña razón tenía esperanzas de salir con bien, acaso porque en aquellos momentos parecía más un bravo que un blanco o porque hasta la fecha no había tenido ningún encuentro serio con los indios.

Desmontó para que descansara el corcel, pero continuó caminando llevándolo del ramal. Los ojos semicerrados para protegerlos del sol a pesar de llevar bien calado el sombrero mexicano con el que resguardaba la cabeza. Hacía meses que se había acostumbrado a él, le parecía más práctico que el de los gringos, porque al ser de ala más ancha le preservaba mejor la cara de los rayos solares, el viento y el polvo, aparte que eran más duraderos.

Se detuvo. Delante se aproximaba alguien en diagonal, no lo distinguía bien. Cerró los ojos y contó lentamente hasta cien, los abrió. Ahora pudo ver que iba montado en una mula. Vestía un hábito marrón. No había visto nunca ninguno, pero había oído hablar de ellos, los mexicanos los llamaban franciscanos. Montó en el pinto y se aproximó.

-Buenos días –saludó en español.

-Buenos días nos dé Dios.

Aquel hombre iba desarmado. Debía de rondar los 60 años, calvo con el cabello blanco que empalmaba con una barba igualmente cana. Nariz aguileña, rota desde su lejana juventud. Las cejas eran oscuras, arqueadas bajo una arrugada frente y una tez cetrina, seca y requemada. Las manos se veían fuertes, venosas, de dedos gruesos, cortos y palmas anchas.

-¿Adónde se dirige?

-A un poblado mescalero tras aquellos altozanos.

-Es usted valiente viniendo aquí sin armas.

El franciscano se rió, una risa campechana.

-Mi arma es la Palabra de Dios.

-Si usted lo dice –no estaba nada convencido.

-Tú en cambio pareces capaz de defendernos a los dos, ¿por qué no me acompañas?

-¿Al poblado indio?

-Eso es.

Su primer impulso fue negarse, pero la curiosidad de sus quince años le ganó.

-Hecho. Me llamo Henry.

-Pedro Lamota. Mis amigos me llaman Perico.

Era un hombre al que le gustaba hablar y pronto supo Billy que era de la lejana España, que llevaba toda una vida en México y que un sobrino suyo, de oficio titiritero, había emigrado a California cuando la fiebre del oro, uno de los pocos que no sólo supo hacer fortuna sino también aprovecharla. Metido en política incrementó su riqueza, se convirtió en alcalde de San Diego y puso en La Jolla, un barrio periférico, nombres a tres calles relacionadas con el lugar donde nació: Alta, Candela y Avenida Andorra.

-Es que nuestro pueblo… -comentó fray Perico en una mezcla de nostalgia y orgullo pasando automáticamente a hablar de sí y de sus aventuras cuando llegó a esta tierra, que ya consideraba suya, aunque su pueblo era mucho pueblo.

Si los franciscanos tenían voto de silencio el fraile lo había dinamitado, pensó Kid.

-¿Y a qué va al poblado? –interrumpió la perorata, harto de batallitas-. Creía que los apaches rechazaban la evangelización.

-No sólo de religión vive el hombre sino de toda cosa creada por Dios. En nuestro caso, medicinas.

-¿Hay alguien enfermo?

-El que enviaron a buscarme dijo epidemia.

El muchacho frenó el caballo instintivamente. Luego, viendo a Perico Lamota alejarse y sintiéndose abochornado por la reacción que consideró cobarde, se puso otra vez a su altura.

-¿Y cómo -sentía la boca seca -, cómo le han avisado a usted y no a un médico?

-Lo ignoro. Quizá es que confían más en un viejo franciscano español que en un médico gringo, ¿y tú?

-¿Yo?

-¿Ibas a Sonora?

-¿Por qué quiere saberlo?

-Soy muy fisgón. Apenas salgo del monasterio a no ser para recoger hierbas medicinales y una vez que salgo me siento… curioso no, cotilla sí, en fin que quiero enterarme de todo y después cascarlo por ahí…

-Nadie le diría –sonrió Kid.

-Se nota, ¿verdad? ¡Ah, pues si me hubieras conocido cuando iba detrás de las mozas…! Antes de hacerme fraile, claro.

-¿Y después, nada? –preguntó con confianza.

-Nada. Paso más hambre que el perro de un señorito.

Billy no pudo evitar reírse a carcajadas por el tono, entre arisco y compungido.

-Hazte caso Enrique, si te gustan las mujeres no te metas a cura.

-No lo haré, descuide. Pero, ¿por qué se metió usted?

-Mucho quieres saber tú.

-Usted ha empezado.

-Pero el chismoso soy yo, es normal, no lo seas tú. Como buen feligrés has de hacer lo que te dicen los curas, fraile en este caso, no lo que hacemos.

-Entonces, ¿por qué lo hace?

-Para darte ejemplo de lo que no tienes que hacer.

-Creí que lo de dar ejemplo era otra cosa.

-No me lo pongas difícil. Además, para ejemplo, el tuyo. Pensaba que haría el viaje solo y me encuentro a un mocico que me acompaña sin miedo a la epidemia.

-Eso lo dirá usted –rezongó a media voz.

-¿Decías?

-Que exagera usted.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la aldea india.

Billy siguió al franciscano observando a los apaches que los contemplaban en silencio.

Fray Perico se detuvo en una tienda, entró en ella seguido de Kid, que vio como examinaba al enfermo. Luego lo vio incorporarse suspirando.

-¿Qué es?

-Viruela. Para mí no hay peligro, la pasé de jovenzano y no me volverá a atacar. Si no la has tenido entenderé que te vayas.

También lo entendería yo, pensó Kid deslizando la vista alrededor, no era el único enfermo quien estaba en el tipi, lo que no entiendo es por qué me quedo.

-¿Has tenido la viruela? –insistió fray Perico.

-No lo sé. Si la he pasado debía ser muy niño, porque no me acuerdo.

-Y aún así te quedas –reconoció el monje, lo veía claro en las facciones del muchacho -. Tienes un corazón bondadoso, Enrique.

-No lance las campanas al vuelo –avergonzado por las palabras del franciscano -. ¿En qué puedo ayudarle?

-Iremos primero a los demás tipis, quiero saber antes que nada la magnitud de la plaga.

La viruela había sido utilizada como arma biológica contra las poblaciones indias por los ingleses en el siglo XVIII diezmándolos al entregarles, en las transacciones, mantas contaminadas con la plaga.

La viruela de abril de 1877 había sido fortuita, pero desbastó la población de los apaches mescaleros matando a varios jefes. No sólo estaba afectado aquel poblado sino los de los alrededores, que se infectaron cuando indios enfermos huyeron del mismo transmitiéndola.

Cuando aparecieron los primeros brotes el chamán reconoció la enfermedad como una de las que traían los rostros pálidos y frente a la que estaban indefensos, porque ante ella ninguno de los remedios tradicionales era efectivo y cuando se extendió reconoció que necesitaría ayuda. Fue por eso que envió a buscar a fray Perico dado que se conocían desde muy jóvenes. En aquel tiempo el fraile estaba recién llegado de España, aunque aquellas tierras ya no eran españolas sino mexicanas.

Los apaches habían salido perdiendo con el cambio. Tras siglos de guerras contra los españoles se había llegado a un sistema de soborno por el cual el virrey aprovisionaba a las distintas tribus apaches para detener los ataques. Sin embargo, con la independencia de México los sobornos cesaron, las guerras se reanudaron y empeoraron cuando los estadounidenses se anexionaron todo aquel territorio.

El viejo hombre – medicina solo confiaba en un blanco, fray Perico, otra reliquia como él de los antiguos tiempos. Los españoles les habían traído los caballos, las ovejas, la patata y las vacas, y con ellos no había habido conflictos, pues el soborno conservaba la paz y el entendimiento como demostraba el hecho de que muchos apaches hablaran español. No exterminaban a los indios sino que se mezclaban con ellos. No los expulsaban de sus tierras para robárselas. No arrasaban las tribus ni los encerraban en guetos. Todo esto lo hacían los anglos, pero no los españoles.

No había cura para aquel morbo informó el fraile a Kid, había que sufrirlo y el único tratamiento existente consistía en aliviar a los afectados. Solía cebarse más en los niños, pero cuando enfermaban los adultos era más mortal.

Para prevenir nuevos contagios el monje dividió la aldea en dos zonas, una de enfermos y otra de sanos, éstos no podían entrar en la primera y los cuidadores no podían ir a la segunda.

Tras esta administración fray Perico dejó a Billy en el poblado y él se fue a recorrer las otras aldeas para imponer el mismo sistema instruyendo, a quienes dejaba como responsables, de qué manera debían actuar. Tardó dos días en regresar encontrándose a Kid con ojeras de agotamiento y el respeto de los indios hacia el muchacho.

-El último en acostarse y el primero en levantarse –informó el viejo chamán a Perico Lamota.

Una actividad que no disminuyó con el regreso del fraile. Cuando no hacía las funciones de criado para el monje estaba luchando contra la fiebre de los infectados, escuchando sus delirios, siempre con precaución de no romper las vesículas que aparecían por la cara, antebrazos, manos…

Pensó que debía haber pasado la viruela en algún momento de su vida; era imposible no contagiarse.

A la noche estaba exhausto más por la tensión psíquica que por esfuerzo físico. Caía como un leño en la manta durmiendo un sueño intranquilo para despertar bastante antes del alba sin apenas haber descansado.

Se relajó tras el regreso de fray Perico al descubrir que éste dormía menos que él. Su pundonor le había hecho que actuara con excesiva responsabilidad mientras el monje estuvo ausente. Se alegró poder relegar en quien sabía más que él, y no tardó en admirarle. El fraile desarrollaba una actividad inagotable soltando alguna frase que arrancaba sonrisas a los enfermos. Kid se decía que el buen humor de Perico Lamota era más eficaz que los remedios que aplicaba. Humor que se convertía en ironía mordaz si alguno le iba con tonterías, porque si una cosa caracterizaba al fraile es que no tenía ninguna paciencia ante las estupideces. Por lo demás se reía de todo y de todos, empezando por él mismo, siendo más burlón que bromista. Al ser alegre por naturaleza Kid congenió prontamente con fray Perico, riéndose de las historias que le narraba, tan exageradas que hacían gracia. Sin embargo, el carácter del monje cambiaba al concentrarse en el cuidado de los enfermos, aunque lo que más llamaba la atención a Kid era que nunca hablaba de religión; quizá rezase pero si lo hacía era internamente. Al contrario, en una ocasión le oyó hablar a un anciano de Manitú con reverencia.

-¿Qué importa el dios? –le respondió fray Perico cuando se lo comentó -. Sólo hay uno, llámalo como quieras. Tú no dejas de ser el mismo te llames Enrique o Kid. Lo importante, hijo, es no hacer mal a nadie y si puedes hacer un bien, mejor, que El de Arriba ya lo tendrá en cuenta.

No todo consistía en cuidarlos, también había que darles de comer. Sólo unas pocas mujeres se encontraban en condiciones de recolectar plantas mientras que los varones estaban demasiado débiles para cazar, por lo que Billy se encargó de ello. Tuvo algún problemilla, porque los apaches tenían algún que otro tabú que les impedía comer ciertos animales, lo malo es que cada tribu tenía distintos tabúes y Kid se armó un lío hasta que fue conociendo cada particularidad. Al final fue a lo práctico: venados y ciervos parecían que los aceptaban todos y terminaron siendo lo único que cazó.

Cuando comprobó que Billy no se infectaba fray Perico le permitió acudir a los campamentos vecinos a controlar la evolución de la plaga.

Kid había tenido sus dudas con el tratamiento, pero sí parecía que al mantener la separación la viruela se extendía más lentamente, aunque la mortalidad era tremenda, en los días que llevaban allí, habiendo pasado el acmé, se habían producido 34 muertes en el primer poblado, ¿cuántos en el resto?

Había una cosa en todo aquello que asombraba al muchacho: la entereza con que todos, niños y grandes afrontaban la muerte y el sufrimiento. No se le iba de la cabeza un caso en particular, una niña que se moría y que le cogió de la mano como si tuviera miedo de fallecer sola. Billy no supo qué hacer y se quedó allí, sentado sobre sus talones junto a ella sin soltarse en aquella eternidad que duró hasta que dejó de respirar.

Kid sentía que algo se había roto dentro de él desde aquel día y aunque no lo aparentara cuando estaba acompañado, a solas se perdía en sus pensamientos.

 

 

El poblado, una veintena de tipis con algún centenar de habitantes reducidos ahora a menos de un tercio, estaba a sus pies. Cualquiera hubiera dicho que lo vigilaba desde la peña en la que se había sentado, pero en realidad miraba al infinito en una amarga meditación.

Ni siquiera oyó a fray Perico acercándose.

-Llevas unos días muy pensativo.

Kid parpadeó como saliendo de un sueño.

El religioso se sentó a su lado.

-¿Qué te preocupa?

Billy hizo un ademán con los hombros dudando.

-Desde que me fui…

¿De casa?

Muerta su tía no tuvo ninguna.

-Hace tiempo que no me sale nada a derechas –rectificó -. No digo que me lamente de mala suerte sino que nada me sale como planeo.

Calló sin saber cómo explicarse.

-Lo que quiero decir es que, por muy mal que me vea, aquí me he dado cuenta que siempre hay quien está peor.

Su nuez de adán se movió cuando tragó saliva. En aquellos días estaba teniendo el estirón de la pubertad y estaba más delgado de lo habitual.

-Pero no me anima. No me sirve de consuelo saber que otros están peor… siento…

-Sientes pena por ellos.

-Sí –sonó como un suspiro.

-Eres un buen muchacho, Enrique.

-No diga eso. Si supiera…

De pronto tuvo necesidad de sincerarse con aquel hombre y comenzó a hablar.

Fray Perico escuchó sin interrumpir sus andanzas por Silver City, su padre, sus robos de ganado, sus encarcelamientos, sus fugas…

Si esperaba hallar algún alivio con la confesión se equivocó.

-Tienes muy baja opinión de ti mismo –comentó el monje.

-¿Puedo tenerla? Soy…

-Dices que eres un ladrón, pero Jesucristo, nuestro Señor, fue crucificado entre dos y uno de ellos está con Él en el Paraíso.

Por primera vez desde el inicio de la conversación se atrevió Billy a mirarle a los ojos.

-Yo –continuó Perico Lamota – no soy un hombre sabio. Sólo soy un viejo fraile que intento hacer lo mejor posible dentro de las cortas entendederas que Dios me ha dado, pero he conocido a varios forajidos y todos, salvo uno, se han guiado por el egoísmo del propio beneficio, de las ganancias que pudieran sacar.

-¿Y ese uno? –interrogó Kid al cabo de unos segundos viendo que no continuaba.

Fray Perico sonrió dulcemente, sus ojos brillaban.

-Ese uno intenta hacer lo que cree que es correcto. Enrique, tienes más de San Dimas que de Gestas. Sigues la Ley de Dios.

Billy frunció el ceño. ¿El uno era él? No se atrevió a preguntar.

-¿No prohíbe esa Ley robar? –tanteó en cambio.

-También dice todo lo que queráis que hagan con vosotros los hombres hacedlo también vosotros a ellos, porque en eso consiste la Ley y los Profetas. Contempla este poblado. No huiste. No lo abandonaste. Consolaste a los enfermos. Con tus propias manos diste de comer al hambriento y de beber al sediento sin pedir nada a cambio.

Fray Perico le revolvió el pelo, pero no fue como con Cahill, no hubo agresividad, era juguetón, cariñoso, el de un padre a un hijo travieso.

-Escrito está el que esté limpio de pecado que lance la primera piedra, y también que lo que hagamos al más pequeño de los desamparados a Él se lo hacemos. Todo el bien que le has hecho a estos humildes apaches también se lo has  hecho a nuestro Señor, y Él no vino a juzgar sino a buscar las ovejas descarriadas y encontrándolas, alegrarse grandemente.

 

 

CAPÍTULO 10

 

Primera víctima

 

Kid Antrim detuvo un momento el caballo pinto contemplando el fuerte de lejos. Había regresado a Fort Grant sólo medio convencido de que debía hacerlo, obligándose, porque una parte de él no quería. Nunca se había planteado la posibilidad de entregarse, pero la epidemia de viruela lo había cambiado todo; aquella niña india al cogerle la mano…

Una cosa era cierta: no quería la vida que había emprendido, sólo quería ser vaquero y vivir honestamente. Los motivos que le impulsaron a unirse a los ladrones de ganado ahora le parecían estúpidos, porque una cosa era robar algún caballo suelto de tarde en tarde para subsistir y otra muy distinta convertirlo en una profesión.

Llevar una vida honrada.

Eso implicaba regresar y entregarse.

No quería.

Robo, fuga… ¿cuánto podía caerle?

No, no quería.

Hacer lo correcto.

Todo el viaje había sido una lucha entre irse y regresar.

Allí estaba.

Seguía luchando.

Hizo avanzar lentamente el pinto, a paso lento, en dirección al fuerte.

No creía que pasara de la puerta y se sorprendió al ver que entraba sin problemas. ¿Tanto había cambiado en cuatro meses que no lo reconocían? Era cierto que había crecido bruscamente unas pulgadas y que su voz estaba más rota, pero nadie era tan irreconocible.

Tampoco se descubrió.

Estaba allí sin querer estar. Necesitaba tiempo para pensarlo. La cantina era el mejor sitio para ello; siempre había una mesa, un rincón en donde se sentaban los que querían permanecer solos con la botella.

Entró en el saloon sin ver a nadie, buscando la proverbial mesa en la que había depositado sus esperanzas. Se sentaría en ella, meditaría, reflexionaría muy bien si debía hacer o no la locura de entregarse y después…

-Mira quién tenemos aquí.

Reconoció la voz de ogro a su espalda.

Frank Cahill.

Tenía que reconocerle precisamente él.

Intentó ignorarlo como otras veces, pero no se encontraba con ánimo y el siguiente comentario acabó con su paciencia.

Se giró lentamente y alzó la cabeza para mirar a Cahill a los ojos. A pesar de lo que había crecido la diferencia de altura era de 30 centímetros.

-Te crees muy chulo viniendo aquí después de haberte escapado.

-Y tú te crees muy hombre cuando te metes con gente más débil que tú.

-Niñato de mierda.

-Que te den.

-¿Hablas de ti, adamado? ¿Cuántas veces has puesto el culo a John Mackie?

Son of a bitch!

La rapidez del puñetazo lo sorprendió y lo envió unos metros atrás cayendo estrepitosamente al suelo. Se había esperado una respuesta por parte de Cahill, porque el insulto se consideraba especialmente grave, pero no una reacción tan repentina y violenta.

Aturdido en el suelo su mente se preguntaba si había sido un puñetazo o una estampida que le había arrollado cuando sintió una opresión en el abdomen que le paralizaba el movimiento torácico y le impedía respirar; Cahill se había sentado encima. El jayán comenzó a abofetearlo violentamente, su cabeza oscilaba de un lado a otro como la de un muñeco roto a cada bofetón. Eso y la asfixia le hicieron temer por su vida. Sus 43 kilos poco podían hacer contra los 90 del matón.

Ahogándose sacó el revólver de la funda y apoyó el cañón en el vientre del herrero. ¡Sal de encima mío!, quiso decir, pero los continuos guantazos y la disnea se lo impidió, sólo emitió un gorgojeo incomprensible. Y por su parte, Cahill estaba tan enfurecido que ni siquiera se percató de que tenía el cañón de una pistola apoyado en su barriga.

Kid disparó. El balazo a bocajarro cruzó los intestinos de izquierda a derecha y atravesó el hígado. Frank Cahill cayó hacia atrás como un tronco liberando de su peso al muchacho, que respiró en una bocanada.

Todo había ocurrido muy rápido. Los parroquianos que se habían levantado de las mesas para separarlos no tuvieron tiempo de nada viendo consternados el desenlace. También Billy miraba el cuerpo caído, los ojos dilatados, horrorizado por lo que acababa de hacer.

Su desconcierto duró poco. Reaccionó enseguida, salió corriendo de la cantina, brincó al primer caballo que vio y abandonó Fort Grant al galope. Sólo se detuvo cuando se dio cuenta que no lo perseguían. Entonces paró el potro y descendió sintiendo que le fallaban las piernas.

Sentado en el suelo ocultó la cara entre sus manos. Tenía quince años y acababa de matar a su primer hombre. Pero al recordar cómo había ocurrido lo aceptó. Había sido en defensa propia, si no lo hubiera hecho ahora sería él el muerto.

No se alegraba, no era para alegrarse, pero tampoco se arrepentía. Había sido el uno o el otro; puestos a elegir, mejor el otro.

Cuando se levantó y volvió a montar no habría sabido decir cuánto tiempo había estado sentado. Se dirigió a un rancho cercano y compró, con el poco dinero que le quedaba un rocín. Regresó a Fort Grant y liberó en sus inmediaciones el caballo que había robado en la huida para que regresara con su dueño.

Hacer lo correcto.

La muerte de Frank Cahill había resuelto el dilema. No iba a entregarse. Había sido en defensa propia y no iba a correr el riesgo de que le condenaran por ella.

Cambiaría nuevamente de nombre, Henry Antrim era ya demasiado conocido. Durante un rato estuvo pensando en su nuevo alias sin llegar a decidirse hasta que recordó uno de los que barajó Belle Reed: Bonny. No estaba mal, pero alguno de sus significados no le terminaba de gustar. Su fisonomía y su voz suave habían sido una de las causas por las que Cahill se había metido con él, sólo faltaría que ahora se pusiera por sobrenombre lindo. Lo rechazó. Pero el adjetivo volvía machaconamente una y otra vez a su cabeza. Lo cierto es que le gustaba, era sencillo y fácil de recordar. Al final lo aceptó, pero con una pequeña variación, Bonney. Aquella e rompía el significado de la palabreja. Bonney, sí quedaba bien como apellido, para el nombre propio no se lo pensó, utilizaría el real, William Henry.

Echó un último vistazo a Fort Grant. Volvió grupas y tomó la ruta de Nuevo México.

Al día siguiente Frank Cahill moría. El juez Miles Wood no hizo caso de los alegatos de defensa propia de los testigos; demasiado sabía él que Kid era un pistolero. Además (aunque esto no lo dijo, naturalmente) necesitaba cubrirse las espaldas y romper toda posibilidad que pudiera relacionarle con los ladrones de ganado y qué mejor forma que demostrar que era un ferviente defensor de la Ley.

Arrancó para ello al agonizante Cahill un embeleco por testamento, que escribió el propio Wood, y que le hizo firmar.

…lo llamé chulo y él me llamó hijo de puta. Creo que entonces lo golpeé y él sacó el arma. Intenté quitársela, pero no pude y me disparó en el vientre…

Con el documento en la mano extendió orden de busca y captura por asesinato para Henry Antrim.

 

Telegrama:

Grant A. T.

23 de agosto de 1877

Osborn, WJ

  1. S. Diputy Marshall

Tucson

Cahill no fue asesinado en la Reserva Militar.

Su asesino Antrim, alias Kid, pudo escapar y creo que todavía está prófugo.

  1. E. Compton

Mayor, Com’d’g.

 

 

CAPÍTULO 11

Guerra de la sal

 

Aunque regresó al punto de partida, Nuevo México, no volvió a Silver City sino que enfiló hacia el este, al condado de Doña Ana. No llevaba ninguna ruta concreta simplemente quería evitar su antigua ciudad, puesto que allí lo conocían todos y tenía pendiente el robo del cual fue cómplice.

Llegó así a las cercanías del rancho Shedd, próximo a La Mesilla, del que provenían disparos que fueron haciéndose más manifiestos a medida que se aproximaba. Pronto paró cuenta que llevaban un ritmo, lo que era señal de que no se trataba de ningún ataque. A suficiente distancia comprobó que no se había engañado. Se trataba de un hombre joven, pocos años más viejo que él, practicando con un revólver. Al lado estaban tres más que se limitaban a observar.

Billy movió la cabeza apreciativamente; el fulano tenía una puntería excelente. No pudo menos que detener el caballo al lado y contemplar la exhibición.

El desconocido se detuvo por enésima vez para cargar la pistola. Giró la cabeza al oír un silbido de admiración.

-¡Menuda puntería, amigo!

-Gracias –vio que el recién llegado tenía un arma al cinto. Lo observó más detenidamente, su rostro le resultaba familiar. También Billy lo estudiaba ahora que le veía la cara pensando lo mismo, pero ninguno de los dos recordaba dónde se habían visto antes -. ¿Le gustaría participar?

-Claro –sonrió.

Demostró que ambos estaban a la altura. Tenía una puntería igual de endiablada, aunque el extraño era mejor con la pistola, no así con el rifle en donde Billy era netamente superior.

Cuando terminaron ambos se contemplaron con respeto.

-Me llamo Jesse Evans –se presentó el desconocido extendiendo la mano -. Mis amigos me llaman Jessie.

Billy detuvo un segundo la diestra al oír el nombre antes de estrechársela.

-Veo que me conoce.

-Pero no de ahora. Hace años, en Silver City.

Las pupilas de Jessie brillaron de comprensión.

-¡Ya decía que te conocía! -tuteó -. Eres…

-William Bonney, mis amigos me llaman Billy o Kid.

Jessie sonrió ante el falso nombre.

-Seamos amigos, pues.

Ninguno de los dos muchachos sabía, al darse la mano, que nacía una de las contradicciones más llamativas del western: una amistad inquebrantable y la paradoja de convertirse en adversarios irreconciliables.

La leyenda convirtió a Billy el Niño en el forajido más infame de Nuevo México, pero lo cierto es que Jesse Evans era mucho más peligroso y su banda la más temida. Poseía una cabeza redondeada; ojos separados, despiertos bajo unas cejas arqueadas; mentón redondo, nariz recta, mandíbula fuerte, barbiponiente y cabello corto con flequillo que le daba aspecto infantil.

De una edad cercana a la de Kid, Jesse Evans poseía, como él, sangre cheroki y un carácter similar, aunque más pragmático y desencantado de la vida. Provenía de una familia de delincuentes, actividad que, al verla desde su nacimiento, consideraba normal, con lo que los robos, tiroteos, violencia e incluso muertes era algo común a sus ojos, y de la misma manera que un hornero había aprendido el oficio de su padre, él aprendió el suyo de sus progenitores.

A los 14 años fue arrestado en Kansas junto con sus padres por manejar dinero falsificado aunque los liberaron poco después. Un año más tarde estaban en Nuevo México recalando en Silver City, en donde conoció a Henry Antrim, como lo conocían algunos en la ciudad.

Nuevamente perseguidos Jessie decidió cambiar de vida lejos de los conflictos con la Ley. Abandonó a sus padres y buscó trabajo como vaquero en diversos ranchos del Territorio, pero en ninguno estaba a gusto. Desde que nació que no había conocido otra vida que la delincuente y no conseguía adaptarse. El último rancho en el que trabajó fue el de John Chisum con quien tuvo enseguida desavenencias. El ganadero veía en el joven actitudes de poco fiar mientras que Jessie consideraba a su patrón falso y traicionero.

Habiendo fracasado el intento de llevar una vida honrada anduvo de bardanza por el condado de Doña Ana y pasó unos días en Las Cruces antes de dirigirse a La Mesilla. Se rumoreaba que por allí rondaba la banda de John Kinney, el cual había oído hablar de la familia Evans. Jessie supo estar a la altura de las expectativas por lo que fue admitido. Aquello era otra cosa, estaba en su salsa, lo que conocía, se sentía a gusto y sabía manejarse. No tardó en escalar puestos participando en atracos y tiroteos, destacando en el enfrentamiento que tuvieron con los soldados de Fort Seldon en las navidades de 1875.

John Kinney resultó seriamente herido en el combate y Jessie se hizo cargo de la cuadrilla. Lo hizo demasiado bien para contrariedad de Kinney; ahora tenía un rival. Cuando el cabecilla estuvo recuperado se habían creado dos facciones. Jessie comprendió que la mejor solución era abandonar la banda. Podía enfrentarse a Kinney, pero aunque tuviera éxito siempre quedarían sus partidarios acechándole. Era preferible irse.

En el primer trimestre de 1876 Jesse Evans formó su propia pandilla de bandoleros, The Boys (Los Muchachos), llamada así porque todos eran excesivamente jóvenes, con los hombres de Kinney que le habían seguido.

En el año escaso que llevaban de actividad habían anulado a la de John por el número de atracos, robo de ganado y asesinatos, y habían llamado la atención a uno de los caciques de Nuevo México, que los contrató para hostigar a sus enemigos.

Desde que Billy entró en Nuevo México que había oído hablar de ellos, cuya actividad se extendía desde Socorro a Chihuahua y desde el río Gila al Pecos. Nunca esperó que Jessie le invitara a unirse.

-No sé –respondió dudando -. No me conoces, no sabes cómo soy ahora.

-Sé que algo has hecho, porque te has cambiado el nombre y porque he oído que persiguen a un tal Antrim, alias Kid, por asesinato.

Se contemplaron a los ojos. Los de Billy eran fríos; los de Jessie, expectantes.

-No te lo digo como chantaje.

-Pues no lo parece.

-Billy, necesito a alguien con tu puntería.

-Para robar ganado no hace falta ser un as con el seis tiros.

-Para sacar a Mel de la cárcel.

Kid frunció las cejas preguntándose de qué Mel le hablaba.

-¿Melquíades Segura? –inquirió finalmente.

Evans asintió con la cabeza.

Era un antiguo amigo de la infancia, un chico mexicano que había conocido a poco de instalarse en Silver City y compañero de correrías cuando se relacionaba con Jessie.

-Lo tienen preso en la cárcel de San Elizario, en Texas, me llegó una nota suya hace un par de días. Aún no he hecho nada porque no quiero ir con la banda, llamaríamos demasiado la atención, y hacerlo solo es complicado, pero contigo seríamos dos. Lo haríamos perfectamente.

¿Estaba loco o simplemente era caradura?

¡Ni hablar! No iba a asaltar una cárcel para liberar a Mel, ya tenía bastantes líos como para…

Todo lo que queráis que hagan con vosotros los hombres hacedlo también vosotros a ellos.

Y el explorador apache le había ayudado a huir del calabozo de Fort Grant.

-Pinche fraile –murmuró en español.

Hacer lo correcto.

¿Qué era lo correcto, cumplir las leyes por insensatas que fueran o ayudar a un amigo?

-¿Estás dormido?

-¿Eh?

-Que si estás dormido. Te has quedado como en Babia.

-No, sólo recordaba. De acuerdo, te ayudaré a liberar a Mel, ¿de qué le acusan?

-De matar a un hombre.

San Elizario era un pueblecito situado en la frontera entre los Estados Unidos y México, que limitaba al noroeste con el condado de Doña Ana. Perteneciente al condado de El Paso – que se llamaba así por el paso que el río Bravo creaba a través de las montañas en ambos márgenes -, era en su totalidad desértico, tan sólo un 0,4 % de su superficie poseía agua. En cambio era rico en minas de sal, lo que hizo que empezase a crecer al explotarlas.

Casi toda la población era mexicana, pero al acabar la guerra civil inmigraron un buen número de afroamericanos. Las autoridades anglosajonas trataron a los recién llegados como en los tiempos de la esclavitud, y para que no se sintieran celosos y vieran que todos eran iguales ante la Ley, subyugaron a los mexicanos como si el moreno de la piel fuera negro descolorido.

La gota que derramó el vaso la escanció Charles Howard, juez de distrito, que quiso cobrar por recoger la sal de las minas. Abuso de autoridad, humillaciones, semiesclavitud y ahora paga por la sal cuando estaban rodeados de ella.

Hubo una pequeña rebelión y Howard fue encarcelado por lo lugareños, que sólo lo liberaron cuando prometió reinstaurar el libre acceso a las salinas.

Pero el juez, en cuanto se vio en la calle, lo que hizo fue llamar a las rangers para recuperar el control de San Elizario encerrando a los cabecillas.

Jesse Evans sospechaba que el apresamiento de Mel era por esto y no por ningún asesinato.

Después que Jessie le puso al corriente Billy se convenció de que había tomado la decisión apropiada. Como todo adolescente de cualquier época y lugar tenía muy sensible el tema de las injusticias, de la deplorable situación de los desposeídos, de los males, iniquidades, anomalías y absurdos sociales, y más si afectaba a un amigo.

Hacer lo correcto.

Lo estaba haciendo, se dijo. No podía permitirse tales abusos y menos de quienes se decían valedores de la Ley, ¿qué clase de Ley era aquella?

San Elizario estaba sólo a medio día de viaje del rancho Shedd, así que tras cabalgar toda la noche llegaban al alba a su destino.

Encontraron la localidad soliviantada. Jessie buscó a quien le había entregado el mensaje de Mel, que dijo que el pueblo iba a combatir a los rangers.

La traición del juez, la llegada de los agentes y las detenciones arbitrarias habían terminado provocando un alzamiento. Ninguno de los dos amigos dudó en ponerse de su parte.

El enfrentamiento armado pasó a la historia con el nombre de Guerra de la Sal de San Elizario. Fue una batalla en la que el número de mexicanos y afroamericanos contra los rangers, y la ayuda inesperada de dos buenos tiradores, terminó con la victoria de los revolucionarios. Se calcula que hubo doce muertos.

Mel Segura fue liberado durante el combate. Se dice que los rangers abrieron la puerta de la cárcel engañados por Kid, que se hizo pasar por uno pidiendo refugiarse en ella. Su perfecto inglés sin acento mexicano ayudó a la trampa. Pero lo cierto es que no se sabe realmente cómo ocurrió, pues esta historia forma parte de la leyenda posterior, en la cual la Guerra de la Sal desaparece y en cambio se dice que Melquíades es encarcelado al matar a un hombre por disputas de apuestas. La misma leyenda afirma que Kid mató a un terrateniente mexicano durante una partida de cartas. Falso, como mucho de lo que se ha dicho de él. Pero sí es cierto que para muchos mexicanos Billy el Niño fue uno de los pocos defensores que tuvieron frente a la rapacidad gringa. Sin duda la batalla de la Guerra de la Sal contribuyó a esta visión.

Tras la liberación los tres amigos pasaron al Viejo México, al estado de Chihuahua, donde el tío de Segura tenía un rancho. Allí se quedaron unos días mientras se calmaba el ambiente, y no era para menos, porque los lugareños de San Elizario balearon al odioso juez Howard, lo despedazaron y arrojaron sus restos a un pozo.

El Gobierno de Texas se encontró en la misma situación de Fuenteovejuna: había sido todo el pueblo, y ante el dilema de qué hacer se hizo lo mismo: la vista gorda. Mas sólo fue a nivel judicial, porque como represalia trasladaron la capital del condado a El Paso y decidieron que las vías del tren no pasarían nunca por el pueblo de San Elizario limitando así su crecimiento.

 

 

CAPÍTULO 12

 

La banda de Jesse Evans

 

Cuando partieron del rancho del tío de Mel para regresar la amistad entre Jesse Evans y Billy Bonney se había incrementado hasta el punto de ser casi como hermanos.

No siguieron la ruta de venida sino que, por precaución, se desviaron en un rodeo pasando por San Antonio en donde Kid vio un revólver en una armería del que se encaprichó. Era precioso, muy bien equilibrado, del calibre .44 y de acción simple con el mango anacarado. Le pidieron 50 dólares por él, pero a pesar del precio no lo pensó dos veces. Ahora tenía dos pistolas, pero por su cara de satisfacción se veía bien claro cual de las dos era su preferida.

De lo que no estaba tan satisfecho era de su asociación con Jessie. A los pocos días de haber regresado llegaron tres miembros diciendo que venían de robar en una tienda de Colorado matando a un hombre y golpeando salvajemente al dueño, un anciano de 83 años, que también murió poco después. El robo lo aceptaba, pero lo otro… ¡un anciano! Sintió asco al ver como los demás lo jaleaban.

No dijo nada, no abrió la boca, era un recién llegado y no iba a enemistarse con nadie de buenas a primeras, pero supo que no duraría mucho en aquella cuadrilla.

Una semana más tarde Jessie los reunió para hablarles del próximo golpe. Atacarían el rancho de Río Ruidoso, que pertenecía a un tal Dick Brewer. Aunque éste tenía la sede en Lincoln poseía en dicho rancho caballos pertenecientes a Tunstall y McSween, se los llevarían todos.

La mención de aquellos nombres hizo recelar a Billy. Jessie debía tener especial interés por ellos si no, ¿para qué citarlos?

Tras la exposición del plan se acercó a su amigo preguntando por ellos.

Jessie frunció el entrecejo instintivamente.

-Es verdad –cayó en cuenta -. No sabes nada del tema.

En el condado de Lincoln había una guerra de intereses económicos informó a Kid.

Los contratos del gobierno estatal para suministrar provisiones a los puestos y campamentos militares dispersos, así como a las reservas indias, representaban un importante flujo de dinero y grandes ganancias para quienes tenían tales contratos.

-¿Y quiénes son? –preguntó Billy viendo que Jessie continuaba sus explicaciones sin aclararle el detalle.

-Lawrence G. Murphy, su socio James Dolan y todos los que hay detrás.

Desde hacía años Murphy era juez de sucesiones y alcalde efectivo además de poseer una empresa mercantil contratada por el Gobierno de Nuevo México.

Al tratar con los apaches mescaleros y los militares, el objetivo de ‹‹L. G. Murphy & Co›› fue siempre crear y mantener un monopolio, satisfaciendo los requisitos del Gobierno a precios que nadie más podía igualar. Esas necesidades eran de carne, harina, frijoles, azúcar, café, tocino y cerdo para los soldados e indios; heno y cereales para sus caballos; carbón para sus barracones, y whisky, cerveza y crédito para su ocio.

Para asegurarse el monopolio Murphy por un lado controlaba las oficinas de derecho civil como juez y alcalde; por otro, elaboró una serie de alianzas con funcionarios territoriales, políticos, jueces, militares, empresarios, ganaderos y el Gobernador del Territorio; una camarilla que se conocía bajo el nombre del Círculo de Santa Fe. Estaban también implicados el sheriff de Lincoln, William Brady, y el de Las Cruces, Mariano Barela, más una serie de figurantes menores.

-De esta forma –decía Jessie -, con el apoyo de los representantes de la Ley y el de las autoridades de Santa Fe, Murphy no ha tenido competidores durante años, nadie se ha atrevido, por lo que ha impuesto los precios que se le antojaban exprimiendo a los rancheros y granjeros pobres.

Para obtener los productos agrícolas, Murphy y sus socios controlaban y explotaban a la población local mexicana hipotecándoles la tierra y comerciando bienes y servicios a cambio de sus cultivos y su trabajo, manipulando los precios a los que compraban y vendían para asegurar que sus clientes se convirtieran cada vez más en sus deudores. Para cumplir con sus contratos gubernamentales compraban ganado sin hacer preguntas a los rancheros de la comarca de Siete Ríos, quienes obtenían los animales robándolos descaradamente al principal ganadero del Valle del Pecos, John Chisum, o se los compraban directamente a las bandadas de ladrones de ganado que pululaban por el condado de Lincoln, como la de Jesse Evans con la que contaban, junto con otras, para intimidar a quien les hiciera frente.

-¿A qué viene esa cara? –se interrumpió el bandolero.

-A que en San Elizario combatimos contra los opresores y aquí colaboramos con ellos.

-San Elizario era un pueblo y un solo hombre. Aquí es el Gobierno de  Nuevo México. Hay una gran diferencia.

-Sí, enorme –reconoció amargamente: a mayor poder, mayor avaricia.

Desde hacía tres años ‹‹L. G. Murphy & Co›› ya no se llamaba así sino ‹‹J. J. Dolan and Murphy››. James J. Dolan, un antiguo empleado de Murphy, se había convertido en su socio minoritario desde que el empresario enfermó. A principio de aquel año de 1877 Dolan había asumido la propiedad de una tienda – almacén en la ciudad de Lincoln.

Actualmente Murphy se encontraba gravemente enfermo de cáncer, por lo que paulatinamente se iba retirando dejando las riendas del negocio a Dolan. Este hecho fue interpretado como una debilidad en la estructura mafiosa.

John Chisum, dueño de uno de los ranchos más grandes de Nuevo México y víctima habitual de los ladrones de ganado, era uno de los carroñeros ansiosos de echar mano a los contratos de carne del moribundo Murphy, pero sin los precios que éste imponía. Para conseguir su objetivo buscó un nuevo comerciante recién establecido en la condado de Lincoln: John Tunstall, un inglés que con el dinero de su padre y el apoyo de su socio, el abogado Alexander McSween, no sólo había creado un próspero rancho en Río Feliz, sino que hasta había abierto una tienda – almacén en Lincoln, llamada ‹‹Tunstall & McSween››, que competía directamente con la que poseían Dolan y Murphy.

-Aunque en un principio Dolan se lo tomó a broma –explicaba Jessie -, con el apoyo de Chisum se ha hecho con gran parte del mercado arrastrando consigo a los principales ganaderos de la zona.

Murphy y Dolan habían sufrido grandes pérdidas. Habían intentando ponerle coto legalmente, pero el socio de Tunstall había trabajado antaño para Murphy y sabía cosas que no convenía que se divulgaran. De esta forma Dolan se había decidido por la guerra sucia.

-Es donde entramos nosotros. Tenemos que hacerle el mayor daño posible.

Sin que se sepa quien nos paga, pensó Billy. De cara a la galería todo sería acciones de bandoleros y como siempre los políticos quedarían con las manos limpias y los bolsillos llenos.

Siguiendo el plan al día siguiente atacaron el rancho de Río Ruidoso llevándose toda la caballería perteneciente a Brewer, Tunstall, McSween y Windenmann, reuniéndola en el rancho Shedd.

Al estar en Lincoln, Richard Dick Brewer no supo del robo hasta la tarde y entonces, junto con sus vecinos y amigos, Charlie Bowdre y Doc Scurlock, emprendió su persecución.

Había un problema: no sabían dónde se habían llevado la manada. Decidieron separarse y mientras Dick iba en busca de las autoridades, Charlie y Doc seguirían el rastro. Se reunirían los tres en Las Cruces, la capital del condado de Doña Ana.

Dick cabalgó tan rápido como pudo hasta Las Cruces donde se reunió con el sheriff Mariano Barela pidiéndole que emitiera orden de detención para la banda de The Boys o que por lo menos le ayudara a perseguirla. No sabía que el sheriff estaba comprado por Murphy y sobornado por Evans (cobraba de los dos), con lo que sólo obtuvo una negativa.

-No tiene usted ninguna prueba de que hayan sido ellos –fue la respuesta que recibió.

Enfurecido por la actitud de Barela se quedó no obstante en Las Cruces siguiendo el plan. Dos días más tarde entraban en la ciudad Doc y Charlie, habían descubierto que la manada estaba en el rancho Shedd.

-Bien, vamos –dijo Dick.

-¿Y los hombres del sheriff?

-No quiere saber nada, dice que no tenemos pruebas.

-Pero ahora las tenemos. Todos los hombres de Jesse Evans están en Shedd.

Barela siguió sin hacer caso. Se dirigieron los tres solos al rancho, pero Dick no quiso arriesgar la vida de sus amigos, con lo que éstos no entraron.

Billy reconoció con desagrado, en aquellos que se quedaban fuera del recinto, a quienes lo entrevistaron en la quesería. Procuró estar fuera del alcance de su vista, sentía vergüenza de que le vieran en la banda. Rezó para que no hubiera un tiroteo.

Entre tanto Dick había llegado a la altura de Jessie y exigía que le devolviera los corceles. Jessie se rió por toda respuesta, pero le gustó el coraje de Brewer. Tenía a toda su horda alrededor, excepto Kid, que no sabía dónde se había metido, y aquel joven había entrado solo y le exigía los caballos. Miró a los ojos de Brewer, que no se reía sosteniéndolos. Tenía el cabello rizado semicubriendo las orejas, el rostro delgado, el mentón cuadrangular. Parecía un hombre de carácter; Jessie sintió respeto.

-Te devolveré los tuyos –ofreció generosamente –, por tu valentía, los demás no.

-Todos o ninguno.

-Pues ninguno.

Aquello significaba la ruina para Dick, no poseía más potros que aquellos, para Tunstall y los demás sería un picotazo, pero él… se sintió tentado por la oferta, pero  finalmente fue su honradez la que triunfó. Deslizó la mirada por todos los bandidos tratando de memorizar sus rostros, aquello no terminaría así.

-Quédatelos –dijo finalmente – ¡Y vete al infierno!

Al regresar a Lincoln informó a Tunstall de todo lo ocurrido. El inglés lo contrató como capataz, era lo menos que podía hacer después de arriesgar su vida y arruinarse en el intento infructuoso de recuperar los caballos.

Tras lo ocurrido la actividad de The Boys se multiplicó. A la semana robaban las caballerías en Santa Bárbara después de un tiroteo sin bajas, llevando los nuevos jacos y los anteriores al oeste para vendérselos a la pandilla de Clanton.

Por la zona robaron nuevos corceles y se dirigieron al este, a Siete Ríos. Más robos de jamelgos y un asalto frustrado a la diligencia. Descansaron en Tularosa donde se emborracharon y armaron escándalo por las calles disparando al aire. De allí a la reserva de los mescaleros donde robaron suministros, caballos y todo lo que se les antojó.

Todo esto en tres semanas, para entonces Billy Bonney llevaba un mes con ellos.

Atravesaban ahora La Mesilla camino de su base, el rancho Shedd.

Kid iba un poco rezagado, seguía sin entonar con sus compañeros, incluso con uno de ellos, William Morton, había tenido una gresca porque éste lo sorprendió coqueteando con su novia. ¡Qué se sabía él quién era! Billy estaba en la edad de descubrir a las chicas, la muchacha le había gustado y se acercó a hablar con ella. Apenas habían intercambiado un par de frases cuando apareció Morton. El asunto no fue a mayores, pero desde luego no ayudó para que se integrara en la banda, aunque había otros temas que le desagradaban más. No le había gustado saquear a los apaches, que ya tenían bastantes dificultades, porque aquella reserva no era como la de San Carlos; ni el tiroteo estúpido de Tularosa; mucho menos el asalto a la diligencia. Se había quedado de los últimos y aunque llevó el colt en la mano para disimular no disparó una sola vez.

Detuvo la montura al oír a lo lejos gritos de mujer y relinchos. Intrigado se desvió. Los gritos eran furiosos; los relinchos, de dolor. Lo que vio le hizo palidecer de ira.

Atado a un poste estaba un hermoso caballo de carreras y una acémila, no se le ocurrió otro adjetivo, estaba azotándolo salvajemente. Por la tierra que tenía adherida a la ropa estaba claro que el animal la había arrojado al suelo y ahora ella se estaba vengando.

Horrorizado vio caer el látigo de piel en un chasquido que quedó ahogado por el doloroso relincho del caballo que se levantó en sus cuartos traseros para dejarse caer como un animal salvaje. En la zona donde cayó el latigazo se veía ahora una herida sangrante.

Agarró la fusta cuando la mujer echaba el brazo hacia atrás una vez más y la empujó. Cayó al suelo. Era joven, calculó veintipocos años. Para él fue la primera y última vez que trató con brusquedad a una chica.

-¡A usted habría que azotarla!

-¡Y a ti qué te importa, es mi caballo!

-Ya no lo es. Si no sabe tratarlo no merece ser suyo –respondió desatándolo.

-¡¿Sabes quién soy, asshole?! –rugió.

Pero Billy ya no la escuchaba.

Se reunió con sus compañeros cerca del rancho. Alguno le felicitó por el precioso ejemplar pura sangre mientras explicaba cómo lo había conseguido.

A tiempo de cenar Jessie pidió atención.

-Muchachos, antes de que empecemos a comer –dijo -, he de deciros que me ha llegado una nota de Dolan. Nos felicita por el buen trabajo que hemos hecho a sus competidores.

Hubo gritos y aplausos.

-Mañana nos marcharemos de aquí en dos grupos con rutas distintas, ya os diré cuales. Hasta entonces cenemos y divirtámonos.

Pero no fue la diversión que esperaba. A mitad de cenar llegó un hombre a caballo y le dijo unas palabras.

Jessie miró hoscamente a Billy. En San Elizario había comprobado su valía, pero desde el regreso que se había limitado a cumplir, y para una vez que mostraba iniciativa…

Kid charlaba animadamente con el que tenía al lado, Tom O’Keefe, y debía ser algo divertido porque ambos reían a carcajadas. A él en cambio la noticia no le hacía maldita la gracia.

-¿Sabes a quién pertenece el caballo que has robado? –interrumpió abruptamente.

Billy lo miró sin entender aquella rudeza.

De pronto los dos estaban muy serios.

-Ni lo sé ni me importa, ya te he dicho cómo lo trataba.

-Es la hija del sheriff Mariano Barela.

-¿Y?

-Lo sobornamos para que no nos persiga. Nos has puesto en un compromiso.

-Kid no podía saberlo –terció O’Keefe -, sólo lleva un mes con nosotros.

-¡No hablo contigo! Mañana lo devuelves y te disculpas. Di que ha sido un error o cualquier embuste que se te ocurra.

El tono no le gustó a Billy.

-No lo devolveré ni me disculparé.

El momento fue tenso. A pesar de que se habían hecho muy amigos era una clara insubordinación delante de todos. Jessie no podía dejarlo pasar.

Todos se temieron lo peor, pero nadie apostaba por el resultado. Ambos eran muy diestros con el arma.

-Me iré al amanecer –dijo Billy ofreciendo una salida pacífica -. Quédate el caballo y devuélvelo tú, no quiero que tengas problemas por mi culpa.

Jessie asintió con la cabeza. Para los dos era una salida honrosa; para Kid incluso la excusa perfecta para abandonar la banda.

No pudo dormir. De madrugada estaba paseando y pensativo.

-Veo que tampoco pegas ojo.

Jessie.

-Lamento lo de la cena –se disculpó Billy.

-También yo.

-Pero volvería a robar ese caballo.

-También lo sé. Es un buen animal y no merece la dueña que tiene. Por desgracia es hija de quien es y su padre nos presta muy buenos servicios.

-Dile que me has expulsado, quizá no te lo tenga en cuenta.

Se sentaron en el suelo, hombro con hombro.

-¿Qué ruta vas a llevar? –preguntó Jessie.

-No lo sé, ¿cuál vas a llevar tú?

-Había pensado enviar un grupo a Siete Ríos y el otro que regresara a Tularosa.

-Entonces quizá me dirija a las montañas de Guadalupe.

-Tendrás que pasar por La Mesilla. No está lejos de Las Cruces, es posible que Barela esté allí y si te reconoce su hija…

-Iré con cuidado.

-No me parece muy prudente ese camino.

-No puedo quedarme contigo. No, después de lo de esta noche.

-Lo sé.

De quedarse y no hacerle nada Jessie perdería autoridad.

Guardaron silencio unos minutos.

-No me gusta que nos separemos así –terció al final Jessie.

-Sólo ha sido una discusión. Para mí sigues siendo mi amigo.

Jessie sonrió.

-Tú también lo eres. Cuídate.

 

 

 

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