Evocando a Caín (11)
- publicado el 13/05/2022
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Evocando a Caín (6)
CAPÍTULO 17
John Tunstall
En algún momento de aquellas últimas semanas había habido una inflexión en su vida, aunque Billy ignoraba el instante preciso. Nada salía como calculaba. George Coe, por ejemplo, no lo rechazó cuando le explicó por qué iba a trabajar para Tunstall y confesó que había estado en la banda de Jesse Evans.
-Lo importante es que no estás ahora –había respondido quitándole importancia y desde luego, no lo habría despedido por ese motivo, así que si no se quería ir el puesto seguía siendo suyo.
Era algo que nunca esperó. El ranchero tenía mejor concepto de él que él mismo.
-Se lo agradezco mucho –la voz le temblaba emocionada – pero ya le he dado mi palabra a Tunstall.
– Comprendo. La palabra que se da es lo que define a un hombre.
-Sí –lúgubre -, eso me dijeron una vez.
Con la perspectiva de los años tenía la sensación que no la cumplió realmente cuando la dio al sheriff de Silver City, pero no volvería a pasar, se prometió.
-Adiós, mister Coe.
-Billy…
Kid detuvo el movimiento.
-¿Sí?
-Me has tratado de usted todo este tiempo a pesar que te he dado mi amistad, pero ahora que ya no eres empleado mío te agradecería que me tutearas como haces con mi primo.
Kid sonrió. Asintió con la cabeza.
-Gracias por todo, George.
-Estarás bien con Tunstall, es un buen hombre.
Eso esperaba, pero tenía sus dudas por la forma como lo contrató, y no era por el patrón sino por los compañeros, de cómo reaccionarían ahora que sabían que había sido uno de The Boys.
Pronto comprobó que sus temores eran infundados. No sólo Charlie y Doc resultaron ser buenos compañeros sino todos, porque muchos lo habían conocido cuando trabajaba de jornalero en los otros ranchos y la imagen que se habían forjado de él pesaba más que su pasado. Como muy bien le había dicho George Coe lo que contaba era lo que era en el presente, no lo que había sido.
No, no sabía cuándo había ocurrido aquel vuelco en su vida, pero lo había conseguido. Tenía un trabajo honrado y la gente le apreciaba y le respetaba por lo que hacía, por sus opiniones…
La verdad es que todos parecían apoyarle para que se sintiera como en casa. Si salía de ellos o seguían las instrucciones de Tunstall lo ignoraba ni le importaba. Estaba John Middleton, bastante más viejo que él, de mal carácter y gran bebedor; Rudabaugh, rudo, camorrista y amargado, que había pasado por muchas calamidades en su juventud; Tom Pickett, Wilson, Fred Wayte, que quería establecerse en un futuro por su cuenta y llegó a proponer a Billy en una ocasión que fuera su socio.
Con Dick Brewer la relación sólo fue cordial. A pesar de entender su reacción no podía olvidar que le había encañonado. En ningún momento se llevó mal con él, pero Kid mantuvo las distancias: Brewer era el capataz y él un simple empleado.
Tunstall era un caso aparte. Al principio no supo qué pensar de él. Cuando John le hablaba lo hacía siempre con deferencia, no hacía ninguna distinción entre él y el resto de vaqueros, ni le echaba en cara nunca el robo de los caballos ni comentaba su relación con Jesse Evans, y cuando daba una orden, ya fuera a él o a cualquier otro, parecía que pedía un favor. Chisum era más vejatorio al impartir las suyas.
Al poco tiempo Billy se percató que no sólo apreciaba sino que admiraba y respetaba a John Tunstall. Era distinto a todos los hombres con los que había tratado. Poseía una cultura que abrumaba al muchacho y una colección de libros impresionante. Billy se quedó con la boca abierta cuando vio por primera vez la biblioteca particular del británico.
-¿Te gusta leer? –preguntó Tunstall al ver la expresión de su rostro.
-Hace años que no leo nada.
-No he preguntado eso. Una cosa es que no se pueda, otra que no guste. Si quieres puedes leer todo lo que quieras en tus ratos libres aquí, pero te agradecería que no sacaras ningún libro de la habitación, porque al final siempre se extravía alguno.
-¿En serio no le importa que los lea?
-¿Por qué ha de importarme? Estás en edad de aprender y hay cosas en los libros que pueden ayudarte en el día a día. Este por ejemplo, habla de cómo mejorar las reses en los cruces entre las distintas razas.
Billy había visto hacer tales cruces en los ranchos y dudaba que hubieran leído el libro, pero se guardó su opinión, porque quizá uno que no entendiera de ganado necesitase el libro.
La cultura era sólo una de las facetas de Tunstall, aunque Kid estaba seguro que era la originaria de las demás. Trataba a sus empleados con educación; según la edad los llamaba señor y les inculcaba parte de las costumbres inglesas, acaso en un intento de civilizarlos y no fueran tan rudos y patanes, como jugar al croquet, deporte muy popular entre la sociedad británica, que por aquellos años organizaba los primeros torneos.
De las pocas fotos autentificadas que existen en la actualidad de Billy el Niño, una de ellas lo muestra apoyado en un palo de croquet vistiendo un suéter a rayas y el sombrero con el que aparece en el famoso tintype en donde porta sus armas. Este otro es un daguerrotipo que muestra a un grupo de personas, compañeros suyos, tras una partida y que los investigadores suponen que fue realizado durante la boda de uno de ellos.
La relación entre John Tunstall y Billy Bonney terminó siendo muy especial. Tunstall estaba fascinado con Kid. El chico aprendía rápidamente y no le temía a nada.
-Es el mejor muchacho que he conocido –dijo a George Coe unas semanas más tarde cuando éste le preguntó cómo les iba -. Todos los días descubro algo nuevo en él. Es un crío aún, pero conseguiré que aflore el hombre que vive en su interior.
Coe asintió con la cabeza, Billy causaba esa sensación.
-Como premio a su buen hacer, le regalé un buen caballo, una buena silla y nuevas armas. Tenías que haber visto como se emocionó, dijo que era la primera vez en su vida que alguien le daba algo. Desde entonces parece dispuesto a hacer cualquier cosa para complacerme.
La leyenda hizo que Kid considerara a Tunstall como un padre. Pudiera ser, pero muy improbable cuando la diferencia de edad entre ambos rondaba entre los siete y diez años. No hay duda, sin embargo, que Billy cogió un gran afecto a su patrón, pero no fue el único. Los hechos posteriores demuestran que no sólo Kid sino todos sus empleados tenían en gran estima a John Tunstall.
El personaje del vaquero no siempre ha estado bien entendido. Su rasgo distintivo era la fidelidad absoluta. Siempre que el dueño se portara bien con él y cumpliera con la paga y la comida, podía confiar implícitamente en su fidelidad y honestidad. Si el vaquero además apreciaba a su patrón, estaba dispuesto a defenderle con las armas sin importarle las posibilidades de éxito o quién era el enemigo.
Fue esta forma de entender la lealtad lo que hizo estallar la guerra en el condado de Lincoln.
CAPÍTULO 18
Cumbre al anochecer
Comenzó el año 1878 con los hombres de Murphy robando, para no perder la costumbre, el ganado del viejo Chisum y vendiéndolo al ejército en Fort Stanton, pero esta vez el ganadero se hartó y prometió un dólar por cabeza para recuperar su ganado mientras encargaba al socio de Tunstall, el abogado Alexander McSween, los asuntos legales.
Murphy se preocupó. Como le dijo en su día Jesse Evans a Billy, McSween había trabajado para este hombre y sabía demasiado de sus chanchullos. La guerra sucia en la pradera había fracasado, era necesario llevarla al terreno legal. Tenía la ventaja de tener como aliados los jueces, políticos y abogados que conformaban el Círculo de Santa Fe, con lo que podía silenciar a McSween aplicando las leyes con prevaricación.
Dado lo avanzado de su enfermedad neoplásica fue su socio Dolan quien denunció a Alexander McSween de sacar dinero fraudulentamente del Territorio, lo que provocó que fuera arrestado en su domicilio.
Tunstall salió en defensa de su socio con un ataque: escribió una carta al ‹‹Mesilla Valley Independent›› acusando al sheriff Brady de malversación de fondos. El periódico lo publicó y Dolan, que pagaba a Brady sus buenos dineros, se enfureció primero y se propuso matar a John Tunstall después.
Tuvo la oportunidad en La Mesilla, donde ambos coincidieron con sus hombres. Le provocó e insultó creyendo que Tunstall respondería con las armas, tendría así la excusa perfecta de la defensa propia. Pero el británico no entró al trapo, demasiado inglés, tenía flema; aunque bien pudiera ser que no creyera en la violencia o que le vio el plumero a Dolan. Fuera como fuera el caso es que no se inmutó y evitó la lucha. Aquello irritó todavía más a Dolan, que volvió a intentarlo días más tarde con idéntico resultado.
Encolerizado y echando espumarajos el socio de Murphy agarró el rifle con no muy santas intenciones. Uno de sus hombres lo detuvo; en aquel preciso instante estaban en desventaja numérica respecto al inglés.
Era el 6 del febrero, James Dolan se tragó la bilis jurando que Tunstall no llegaría a fin de mes.
Unos días más tarde comenzó el juicio contra McSween y con tejemanejes legales le confiscaron la casa y el almacén, del cual era socio John Tunstall.
Esta vez fue el británico quien rabió, máxime porque el sheriff Brady añadió a la incautación el rancho de Tunstall y todo su ganado, asegurando que eran de McSween.
No había nada que hacer.
Ambos socios se dieron cuenta que estaban indefensos ante aquel prevaricato.
En un intento de salvar algo de su patrimonio, el día 11 de febrero, John Tunstall reunió en Lincoln nueve caballos, que habían quedado fuera de la expropiación y pidió a algunos de sus hombres, entre los que se encontraba Billy, que los llevaran al rancho, a 40 millas.
Aquello fue una bofetada para el sheriff Brady, que lo consideró una burla, por no decir pitorreo, a su autoridad. Por ello al día siguiente envió una partida armada a Río Feliz con orden de requisar aquel ganado. Puso al frente a Bill Mathews y lo hizo acompañar de Jesse Evans y sus secuaces, convencido de que, con los bandoleros formando parte de la jauría, los vaqueros de Tunstall se acobardarían.
Se equivocó.
El capataz Dick Brewer no se asustaba fácilmente.
-Aquí no hay potros de McSween –fue su respuesta ante las exigencias de Mathews, lo cual era cierto.
Bill Mathews sostuvo la mirada de Dick, leía en ella que aquello podía acabar de la peor manera, principalmente porque Jesse Evans y Dick habían tenido sus más y sus menos sólo unos meses antes. Pero la orden del sheriff era tajante: quería aquellos corceles a cualquier precio. Insistió. Las frases fueron subiendo de tono al tiempo que los hombres de cada uno iban tomando posiciones. En bandos opuestos Jessie y Billy no se quitaban el ojo de encima.
A ninguno de los cabecillas les gustó el cariz que iba tomando el asunto. Mathews veía que sus hombres, aún siendo más diestros, estaban al descubierto respecto a los de Brewer, y éste sabía que, aunque ganaran el tiroteo, Brady enviaría más gente y lo peor es que, a pesar de ser un granuja tiralevitas, era sheriff y por ello tenía la Ley de su parte.
En un intento de calmar los ánimos Dick invitó a Mathews y su gente a cenar.
La propuesta cogió por sorpresa al ayudante del sheriff, que paró cuenta que era una solución honrosa para evitar el derramamiento de sangre. Además era tarde, tenían hambre y siempre era mejor una buena comida que una mala bala.
Fue una tregua, porque a lo largo de la velada las cosas se volvieron a tensar; demasiado alcohol. En un momento dado pareció que el postre iba a estar sazonado con plomo.
Mathews consiguió tranquilizar a sus hombres, los que más habían bebido y por tanto los más bravucones, pero que por lo mismo habían perdido habilidad con las armas. De pronto se preguntó si la cena no habría sido una trampa de Brewer.
-Creo –mintió – que puede que tengas razón, Dick. Mañana regresaré a Lincoln e informaré a Brady de tus argumentos.
Satisfecho de lavarse las manos al devolverle la pelota a su jefe, añadió que harían noche en el rancho si a Brewer no le importaba.
-En absoluto.
Durmieron, pero no se fiaron. Cada grupo dejó centinelas. Billy hizo el primer turno; Jessie, al saberlo, lo solicitó también a Mathews.
Ambos amigos se encontraron cerca del corral.
-Ha sido una sorpresa verte con la gente de Tunstall.
-Como si no lo hubieras sabido –contestó Billy.
Jessie sonrió tristemente.
-Sabes cómo acabará esto, ¿no?
Billy no respondió, pero su silencio fue muy explícito. Cada día que pasaba las acciones de Dolan eran más agresivas y violentas. De tener John Tunstall otro temperamento estarían ya en guerra abierta, pero el inglés era demasiado civilizado, demasiado creyente en unas leyes que no tenían ninguna fuerza en aquel Territorio.
-Deberías irte –aconsejó Jessie -. Abandona a Tunstall.
-¿Me estás dando órdenes?
-Sabes que no, pero esto terminará mal. Recuerda lo que te dije cuando te uniste a mí.
-El Círculo de Santa Fe –musitó Billy.
-Exacto, una mafia, porque no tiene otro nombre, que controla todo Nuevo México. Dolan pertenece a este grupo y tienen comprado a Brady.
-Y a ti.
-A través de Dolan, sí –reconoció -. Mira, esto no es una lucha entre ganaderos, es algo mucho más serio, es Tunstall contra el Gobierno…
-¿El Gobierno?
-El Gobernador es uno de ellos. Esto es como David contra Goliath, solo que esta vez perderá David. Billie, te lo digo como amigo, abandónale, no podéis ganar.
El adolescente tardó en responder. A pesar de que sólo tenía 16 años era algo que sabía, que lo supo desde que le hablaron del altercado en La Mesilla, que le atormentaba preguntándose qué actitud iba a tomar, y siempre llegaba a la misma conclusión. Aquel rancho, aquellos vaqueros, eran su hogar, el único que había tenido desde que murió su tía, eran su gente, sus amigos.
Hacer lo correcto.
No era un traidor.
-No puedo irme, Jess –dijo finalmente –. John Tunstall es mi patrón.
-No le debes nada.
-Eso no lo sabes.
Ahora fue Jessie quien guardó silencio.
-No tendréis ninguna ayuda –advirtió -. Estaréis solos, porque Chisum os abandonará a las primeras de cambio, lo conozco bien. En cuanto a la Ley, la manipulan ellos, estará a favor de ellos.
Se calló esperando una respuesta, pero sólo obtuvo la mirada silenciosa de Kid.
-Nunca creí, cuando me abandonaste, que terminaríamos en bandos opuestos.
-Tampoco me gusta a mí –murmuró Billy.
-Bueno, has tomado tu decisión. Quería que habláramos y que quedaran las cosas claras, porque sabes que yo hace tiempo que tomé la mía.
Kid asintió con la cabeza en silencio.
No hablaron más. Consumieron toda la guardia perdidos en sus pensamientos, preguntándose si se dispararían en caso de contienda. Lo cierto es que nunca llegaron a enfrentarse. En los tiroteos que vendrían en un futuro procuraron evitarse y aunque en algún momento tuvieron al otro en el punto de mira nunca dispararon. Tampoco se rompió su amistad, lo demuestra una carta de Jesse Evans de 1881 dirigida a Kid Antrim. En ella le informaba que estaba preso, camino del penal, y le solicitaba ayuda para huir. La carta fue interceptada y Billy el Niño nunca la recibió; de haberla tenido es seguro que hubiera ido en su ayuda, con lo cual no habría estado en Fort Sumner la fatídica noche del 14 de julio.
Al terminar el turno Billy se dirigió al barracón de los vaqueros para dormir. Dick Brewer estaba esperándole.
-Te he visto charlando con tu antiguo jefe –fue su saludo.
-¿Y? –el tono del capataz no le había gustado un pelo.
-¿De qué?
-Eso no te importa.
-Me importa si eres un espía.
Los ojos de Kid brillaron fríos.
-Si eso es lo que crees, despídeme. Me voy a la cama.
Dick le vio darse la vuelta y caminar hacia el catre en un andar que al capataz se le antojó desdeñoso.
CAPÍTULO 19
Distracción
Se despertó cuando Fred Wayte le sacudió el hombro.
-Levanta, tenemos que escoltar a la gentuza de Brady a la ciudad. Órdenes de Dick.
-¿Para convencerse de que se van?
-No, para informar a Tunstall de lo ocurrido.
Billy miró a su amigo con cara de guasa.
-Y de paso, vigilarme a mi, ¿no?
-Correcto –rio Fred -, ¿para qué mentirte? No sé qué hiciste ayer, pero el capataz no confía en ti.
-No hice nada, tan sólo coincidimos Jess y yo en la guardia y nos la pasamos hablando.
–Connivencia con el enemigo –dedujo ante la forma familiar de nombrar a Evans; añadió en broma -: Eso está muy feo.
–Go to hell!
Acompañaron al grupo guardando la distancia. A medio camino vieron a Jesse Evans separarse con dos más tomando la dirección del rancho de Bob Paul, que se hallaba al suroeste de Río Feliz. Ambos amigos lo siguieron con los ojos.
-¿De qué hablasteis? –preguntó Fred dudando entre cumplir la orden de informar a Tunstall o ir detrás de Evans.
-No te importa.
-Cierto, pero puesto que sabes que Dick me ha ordenado espiarte…
-Tienes la sutileza en los talones.
-Billy, tú y yo nos hemos hecho amigos; confío en ti, pero comprende que Dick se la tiene jurada a Jesse desde que le robó los caballos y tú participaste. Es lógico que desconfíe.
-Fred, si supiera que no ibas a irle con el cuento te lo diría, pero así no. Si desconfía de mí, que se joda, no es él quien me paga sino Tunstall y es a éste a quien debo dar explicaciones, no a Dick.
-¿Se lo digo con esas palabras?
Bonney se encogió de hombros por toda respuesta.
Llegaron a Lincoln al atardecer descubriendo que la tienda de John Tunstall estaba ocupada por varios de los ayudantes del sheriff Brady.
-No te pares, Fred, vayamos a su casa.
El domicilio del patrón estaba unas calles más abajo, cerca del hotel.
Al británico le preocupó el informe y más que Jesse Evans se hubiera separado del grupo. Los del rancho Bob Paul eran partidarios de Dolan.
-¿Qué pensáis? –preguntó a los dos jóvenes.
-Que van a reunir un grupo numeroso de gente armada para atacar Río Feliz –respondió Fred Wayte.
Eso mismo se temía Tunstall. Necesitaban ayuda. Si pudiera llegar al rancho de Chisum y que le prestara hombres… No podía, le vigilaban, sabrían que abandonaba la ciudad. Lo malo, que también vigilarían a los dos muchachos, eran los únicos de sus hombres que estaban en Lincoln. Tenía las manos atadas.
-¿Y si creamos una distracción? –inquirió Billy.
-¿Cómo cuál?
El chico hizo un gesto de ignorancia. No obstante, a esas horas poco podían hacer. Se retiraron a descansar.
Por la mañana Billy vio salir del Wortley Hotel & Restaurant a uno de los camareros con comida dirigiéndose a la tienda de Tunstall. Sonrió travieso. ¡Ya lo tenía! Envió sin más explicaciones a Fred para que Tunstall se preparara y él corrió a detener al mozo.
En la tienda se sorprendieron al ver que quien se acercaba por la calle no era el camarero del restaurante sino un cowboy con un rifle winchester apoyado indolentemente en el hombro, el sombrero mexicano ladeado ligeramente hacia el occipucio mostrando el rostro.
-¿Quién es ese chico? –preguntó James Longwell.
-Creo que trabaja para Tunstall.
Billy caminaba despacio, sin apresurarse, calculando los riesgos (desde que acompañara a su padre por el sendero de Chisholm tenía demasiada experiencia en tiroteos como para andar a ciegas) y dejándose ver bien en la calle. Por el rabillo del ojo comprobaba que iba llamando la atención, pero aún no era suficiente.
Se detuvo a pocos metros de la tienda y llamó a los alguaciles, cobardes. Hablaba a gritos, para que lo oyera el máximo de gente. Fred, que le había seguido tras informar a Tunstall, vio que la calle entera empezaba a concentrarse en su amigo olvidándose de vigilar al inglés. Pero aquello iba a acabar mal. El idiota se exponía a que le descerrajaran un tiro, tendría que ayudarle. Buscó un parapeto sin perder de vista a Billy, que seguía dando espectáculo. Ahora se reía de los diputados en la tienda. Al final James se hartó de oírle y respondió desafiante.
-¡Muy bien! –contestó con una mueca de burla el adolescente, a la que siguió una corta y alegre carcajada -. Entonces sal y enfrentémonos en un tiroteo justo.
James se dispuso a salir, pero le detuvo su compañero.
-¿Estás loco? No es más que un niño. Si lo matas vas a poner a todo Lincoln en contra nuestra.
-Es un bocazas y va armado.
-¿Y qué? Te acusarán de asesinato igualmente, piensa en su edad. Además no está solo.
-¿Qué quieres decir?
-Mira en aquella esquina, hay otro de los hombres de Tunstall. A ese le conozco, es Fred Wayte. Seguro que hay más. Te cogerán en un fuego cruzado.
James se tragó la rabia. Su compañero tenía razón, seguro que el chaval no era más un cebo. Ahora se explicaba su temeridad. No salió. Y Billy, considerando que Tunstall había tenido tiempo más que suficiente para fugarse, finalizó la comedia.
Fred contempló, con cara de pocos amigos, a Billy cuando estuvo a su altura.
-Eso ha sido una estupidez –recriminó.
-La distracción tenía que ser llamativa.
-¿Y si llega a salir?
Billy no contestó. Había participado en diversos tiroteos, sobre todo durante el mes que estuvo en la banda de Jesse Evans, pero esto era distinto.
-¿No respondes?
-No hay respuesta. No sé lo que habría hecho –reconoció – Supongo que aguantar el tipo, qué remedio.
Suspiró antes de preguntar:
-¿Tunstall se habrá ido?
-Seguro, aunque nosotros deberíamos quedarnos un día más antes de regresar al rancho, para que no se den cuenta que se ha escapado. Así le daremos tiempo a que hable con Chisum.
CAPÍTULO 20
Lunes, 18 de febrero de 1878
El mismo día que Tunstall llegaba al rancho de Chisum para pedir ayuda cuatro personas abandonaban Lincoln. Por un lado, Billy y Fred, que regresaban a Río Feliz. Por otro, James Dolan con Bill Mathews dirigiéndose al rancho de Bob Paul, donde se habían reunido la cuadrilla de Jesse Evans y la de los Seven Rivers Warriors, un total de 45 hombres.
John Tunstall comprobó lo acertadas que habían sido las palabras de Jesse Evans: Chisum era de los que lanzaban la piedra y escondían la mano; en consecuencia se negó a prestar ayuda al inglés. Sabía que llevaba las de perder si se enfrentaba al Círculo de Santa Fe tal y como se desarrollaban los acontecimientos; mejor quedarse al margen y que otros le sacaran las castañas del fuego.
Desengañado con Chisum John Tunstall regresó a su rancho. Se sentía vencido y sin ánimo de seguir luchando. Cuando llegó a Río Feliz la noche del domingo diecisiete había tomado la decisión de rendirse. Entregaría los nueve pura sangre confiscados y dejaría que decidiera el pleito la justicia.
Poco antes del amanecer, sin haber dormido, dio orden a Dick Brewer, Bob Windenmann, John Middleton, Henry Brown, Billy Bonney y Fred Wayte, de rodear los corceles para conducirlos de vuelta a la ciudad. Él los acompañaría.
A unas diez millas de distancia Fred, que conducía un carro, siguió la ruta más fácil de Río Hondo, mientras que sus compañeros, excepto Henry que tuvo que regresar al rancho al perder su caballo una herradura, tomaron el atajo de Pajarito Springs atravesando la montaña.
Entre tanto Dolan, con las dos bandas de forajidos, llegaba a Río Feliz descubriendo que no había nadie salvo Gottfried Gauss, el cocinero. Encolerizado por la jugarreta interrogó al pobre hombre, que confesó que Tunstall iba camino de Lincoln acompañado de cinco empleados.
No era preciso que los persiguieran todos, con 20 hombres bastaría; mientras, él con el resto, se quedaría en el rancho. Se veía bueno, no estaría de más que también lo confiscaran. Para calcular mejor su valor ordenó inventariarlo: había unas 360 cabezas de ganado, un yunque, una pala, una cabaña con sacos de arena…
-¿Quién dirigirá el grupo? –preguntó Jesse Evans a Dolan, que codicioso del rancho se había olvidado del dueño.
-Tú mismo –respondió midiendo a pasos la longitud de la casa.
-Conmigo no cuentes, no soy un perro de presa.
-¿Es porque Billy es uno de ellos? –quiso saber William Morton, macizo, malcarado y receloso.
La mano de Jessie se acercó peligrosamente al revólver.
-Es porque sólo son seis y nosotros veinte.
-Como quieras –respondió ansioso Dolan, la interrupción le había hecho perder la cuenta, tendría que empezar de nuevo. Tomó nota mental de la insubordinación -. En ese caso tuyo es el mando, Morton. Quiero esos caballos a cualquier precio.
-Los tendrá –aseguró éste y recordando que Dolan había querido matar al británico en La Mesilla gritó a sus hombres -: ¡Apúrense, muchachos! Mi cuchillo está afilado y tengo ganas de arrancarle la cabellera a alguien.
En Pajarito Springs el grupo de Tunstall se detuvo sólo lo suficiente para que bebieran del manantial las monturas y la manada de caballos, luego siguieron por el sendero. Era un camino serpenteante, pedregoso, las piedras rodaban por la ladera al pisotearlas los cascos arrastrando un pequeño alud de guijarros.
Cerca de la puesta de sol llegaban a una división y continuaron cuesta abajo. El sendero era ahora angosto y los hombres y caballerías avanzaban en fila india con Billy y Middleton en la retaguardia. En la vanguardia, Brewer y Windenmann divisaron una bandada de patos y subieron una pendiente a cazar algo para cenar.
En la parte superior del cruce Billy y Middleton vieron a varios jinetes acercándose rápidamente. Mientras Billy espoleaba a su caballo, no el ruano sino el gris que le había regalado Tunstall, para avisar a Brewer y Windenmann, Middleton hacía lo mismo para alertar al patrón.
Cuando Billy llegó a la altura del capataz los perseguidores alcanzaban el cruce y comenzaban a dispararles. Eran tres contra veinte, se adentraron en el bosque huyendo y se refugiaron detrás de matorrales y rocas.
Poco después se les unía Middleton.
-¿Y Tunstall? –preguntó Dick.
-No ha querido venir. Le he dicho que no podíamos hacer nada, que eran muchos y que lo más juicioso era que se quedaran los caballos, pero no ha querido. Dijo que nos fuéramos nosotros, que no le harían nada.
-Tenemos que volver –dijo Billy -, lo matarán si está solo.
-Lo matarán si acudimos –respondió Dick -, creerán que atacam…
Se interrumpió al oír el disparo, luego sonó un segundo.
Regresaron, pero se detuvieron a una distancia prudencial.
Tunstall yacía en el suelo en medio de un círculo que habían formado sus asesinos.
-No se les ve bien las caras –dijo Dick Brewer.
-William Morton es uno de ellos –respondió Billy – pude verle el rostro cuando me di cuenta que nos perseguían.
-Frank Baker es otro –dijo Middleton.
-¿Reconocisteis alguno más?
-Wallace Olinger, Buckshot Roberts, Manuel Segovia…
-Tom Hill –añadió Middleton -, Ramón Montoya…
-Robert Beckwith
-Casi todos hombres de Jesse Evans –comentó Dick Brewer -, ¿estaba él?
-No lo sé.
-¡No quiero mentiras, Billy!
El muchacho miró tenso al capataz. Su patrón yacía muerto a un centenar de metros y tenía la sensación de que habían matado a su mejor amigo; había sido bueno con él, siempre le trató como a un caballero ¡Y Dick dudaba de su integridad!
-Si estaba –dijo entre dientes -, yo no lo he visto.
-No, no estaba –apoyó Middleton -, lo habría reconocido.
Brewer se dio cuenta que había herido a Kid, pero éste ya no le prestaba atención pendiente de lo que hacían los asesinos.
Billy se sintió enfermo ante lo que veía: Morton disparaba dos veces el revólver de Tunstall, sin duda para hacer creer que lo habían matado en defensa propia; éste golpeaba la cabeza del muerto con la culata del rifle; aquel mataba al caballo y le ponía el sombrero de su amo como una broma macabra…
Una mano se posó en su hombro dándole consuelo, la de Dick, que estaba mortalmente pálido, igual que los otros compañeros, igual que él seguramente, pensó…
Cuando terminaron de burlarse del fallecido cogieron los nueve pura sangre y se los llevaron. Fue entonces, tras esperar un tiempo prudencial, cuando se acercaron al cuerpo del patrón. Ninguno hablaba. Tunstall tenía una bala en el pecho y otra en la cabeza.
-Me gustaría saber quién ha sido –comentó Billy.
-Todos –respondió Dick -. Todos son culpables, todos han participado.
Pareció que iba a añadir algo más, pero sólo rechinó los dientes.
-Vamos a Lincoln –dijo finalmente -. Hay que informar a McSween.
-¿Vamos a dejarlo aquí?
Dick miró al adolescente, Billy se veía muy afectado.
-No podemos llevarlo con nosotros.
El muchacho no respondió.
Llegaron a la ciudad sobre la medianoche y se encaminaron a casa del socio de Tunstall, que seguía en arresto domiciliario. McSween les escuchó sombríamente.
-Id a descansar –dijo -, enviaré a alguien a recoger el cuerpo.
No había camas para todos, dos la compartieron, el resto se agenció mantas para dormir en el suelo. Kid estaba extendiendo la suya cuando oyó la voz de Dick Brewer llamándole. El capataz tenía una expresión extraña, como avergonzado.
-Siento lo de esta tarde. Te pido disculpas por mis palabras y mi desconfianza.
Billy frunció una ceja levemente; Dick no era de los que solían disculparse.
-Además, Fred me ha contado como te arriesgaste para que Tunstall pudiera escapar de Lincoln. He sido injusto contigo, lo siento.
Billy era el tipo de persona que no olvidaba, pero lo suficientemente generoso como para perdonar y no echar nunca en cara lo ocurrido por mucho que lo recordara.
-Todos estábamos muy alterados –restó importancia -, incluso ahora, pero me alegro que no me veas como un enemigo.
Brewer se alegró que Kid no le guardara rencor. Se había equivocado completamente con él debido a la obcecación que tenía desde que Jesse Evans le robara los caballos. Estaba convencido de que todos los componentes de The Boys eran iguales, pero los ojos de horror de Billy al ver a Tunstall muerto y vejado no habían sido fingidos y cuando Fred le comentó la forma como consiguió Billy que el inglés huyera de Lincoln, se convenció de que lo había juzgado mal.
Posiblemente Billy y Jesse Evans fueran amigos como sospechaba, pero ahora estaba seguro que el chico nunca los traicionaría.
CAPÍTULO 21
Los Reguladores
En el Este, Thomas Alva Edison se levantaba sin descansar por la excitación, puesto que ese día iba a patentar uno de sus inventos más populares: el fonógrafo.
En el Oeste, Billy se incorporaba de la cama sin apenas haber podido conciliar el sueño, porque cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el asesinato y las burlas al cadáver.
Y ya no era sólo el recuerdo.
Billy se había dado cuenta que estaba en otro punto de inflexión de su vida. Podía marcharse, como le había aconsejado Jessie, ahora que Tunstall ya no existía y buscar empleo en otro Territorio lejos de la lucha de poder de Nuevo México, pero aquello significaba desertar. Se sentía a disgusto consigo mismo sólo de pensarlo. No sólo no había sabido defender a su patrón sino que ahora se planteaba huir como un cobarde.
Se maldijo.
Su parte racional le decía que Tunstall no iba a resucitar y que era absurdo involucrarse, pero sus dieciséis años, su lealtad como vaquero y el aprecio que tenía al británico le empujaban a la venganza, a hacer pagar a sus asesinos lo que le hicieron.
Salió de la habitación dudando qué camino tomar.
En el despacho el juez de paz Wilson estaba haciendo escribir la declaración jurada de Dick. Billy declaró a continuación. Mientras la firmaba preguntó:
-¿Va a detenerlos?
Sabía que era una pregunta estúpida, pero con todo el poder que poseían Dolan y Murphy tenía dudas.
-McSween ya ha enviado hombres a recoger los restos mortales. Tan pronto lleguen y se les haga la autopsia tomaré mi decisión.
No quería precipitarse. La situación era surrealista: algunos de los hombres a los que acusaban eran ayudantes del sheriff. Era habitual en la frontera que, ante la escasez de agentes de la Ley, se concediese licencia temporal a ciudadanos comunes para que actuaran como alguaciles en ciertos momentos. A esta clase pertenecían los hombres del sheriff Brady y por ello eran diputados aunque anteriormente hubieran sido criminales. No podía extender órdenes de arresto contra ellos alegremente, necesitaba algo sólido.
No fue hasta el día siguiente, miércoles, una vez que la autopsia confirmó las declaraciones, que el juez firmó las órdenes de detención para James Dolan, Jesse Evans y dieciséis más.
Wilson las entregó al agente Atanasio Martínez, quien pidió ayudantes a Dick. Fred Wayte se ofreció voluntario, Billy le siguió, cualquier cosa menos seguir inactivo con sus pensamientos.
Brady estaba con sus alguaciles en la tienda de Tunstall. Hacia allí se dirigieron, pero no llegaron. A mitad camino se vieron emboscados por el sheriff y varios de los asesinos de Tunstall fuertemente armados. Alguien les había avisado y el sheriff se había preocupado. Una cosa era enfrentarse a los vaqueros de Tunstall y otra que un juez les hubiera dado cobertura legal nombrándolos agentes. No podía permitir que detuvieran a sus hombres, porque sería reconocer que eran culpables. Tenía que dar un golpe de mano.
-Traigo órdenes… -comenzó Martínez.
-No traes nada –respondió Brady -, porque no vas a detener a gente honrada. Soy yo quien os arresta.
Estaban rodeados, no había más opción que rendirse.
A punta de pistola, por la calle principal de la ciudad y para que los viera bien todo Lincoln, en una clara humillación para los vencidos, los condujo a la cárcel; pero era más que una vejación, era un mensaje a los adversarios de Murphy y Dolan, y es que tanto éstos como él, el sheriff Brady, eran impunes y podían hacer lo que les viniera en gana.
Al atardecer liberó a Martínez. Había sido nombrado agente directamente por el juez Wilson y no tenía pretexto legal para retenerle, pero los dos vaqueros de Tunstall sólo eran voluntarios que se habían ofrecido para echarle una mano, así que no los excarceló.
-¿Por qué nos retiene? –quiso saber Wayte.
-Porque puedo hacerlo.
Llevaba al cinto la pistola de mango nacarado de Billy que le había arrebatado aquella mañana, y dicen que cuando la confiscó ambos intercambiaron frases poco cariñosas del estilo son of a bitch.
Ufano y chulesco, para que ambos jóvenes entendieran bien quién era el amo de la ciudad, los dejó solos.
Bill Mathews les trajo la cena al anochecer.
-¿Quién disparó al señor Tunstall? –preguntó Billy.
-¿Estabas allí y no lo viste?
-Lo vi ya muerto.
-Ah, entiendo, huiste como un cobarde. Todos os fuisteis, porque estaba él sólo.
Kid apretó las mandíbulas, no porque le hubiera llamado cobarde sino por recordarle que lo habían abandonado.
-¿Quién disparó? –insistió.
-Según el informe de Morton, cuando le dijeron a Tunstall que se rindiera sacó el arma y disparó dos veces. Para defenderse, él, Jesse Evans y Tom Hill respondieron al fuego.
-Morton miente –respondió recordando que habían disparado el revólver del patrón después.
-¿Y cómo lo sabes si habías escapado como un conejo asustado?
Sonrió poniéndose a la altura de Billy casi rozándose si no hubieran estado los barrotes entre ellos.
-Tunstall está muerto porque vosotros lo abandonasteis como perros. Ahora lloriqueáis justicia. Si por mí fuera la aplicaría a vosotros, ¿conoces la pena por deserción, chico?
No esperó respuesta y se rio alegremente ante la expresión de los ojos de Billy.
Brady tampoco los liberó para el funeral de Tunstall.
Enterraron al inglés cerca de la pared del corral de detrás de su tienda. Se cantaron himnos.
En la cárcel Billy y Wayte desesperaban, aunque lo peor para Kid eran las burlas de Mathews, que no perdía ocasión de recordarle que habían abandonado al patrón a su suerte.
-¿Puede decirnos por qué seguimos aquí? –estalló Billy al segundo día.
-Armasteis tumulto unos días atrás –respondió Brady – ¿O no recuerdas que desafiasteis a mis hombres?
-Lo hice yo. Suelte al menos a Fred.
-Os vieron a los dos.
Cuando al final los excarceló Billy se encontró que el revólver que le devolvía tenía el mango de madera. Protestó reclamando el suyo.
-Conténtate con lo que tienes –respondió Brady -. Considera el seis tiros como pago de la multa por alborotar.
Ambos sostuvieron la mirada. Finalmente Billy, tras evaluar la situación, optó por resignarse.
Su primera parada fue la tumba de su jefe para presentarle sus respetos. Volvieron a asaltarle las imágenes del crimen; sabía ya quienes lo habían matado, lo había oído comentar entre sí a dos ayudantes de Brady. Los que dispararon fueron William Morton y Frank Baker. Debería haberlos matado el día que fue a recuperar el ruano, quizá ahora Tunstall seguiría vivo. No albergaba ninguna duda de que habían sido ellos, llegó a conocerlos bastante bien el tiempo que estuvo en la banda de Jesse Evans. Morton había matado a tres hombres antes de llegar al condado de Lincoln y Frank Baker disfrutaba disparando a hombres indefensos cuando estaban arrodillados suplicando por su vida. Jessie le había comentado que en una ocasión vio a Baker apuntando con su pistola a la cabeza de uno con una risa brutal, volarle los sesos y patear el cuerpo muerto y la cara hasta convertirla en gelatina. Descripción que ahora se le antojaba muy similar a lo que habían hecho con el cadáver de Tunstall.
Había tenido dudas al principio, pero ya no. Sabía lo que tenía que hacer. Allí, ante la tumba de John Tunstall, pensar en su asesinato, en los escarnios al cadáver, en los tres días de cárcel y Bill Mathews burlándose con sadismo… La decisión estaba tomada.
Una visita en prisión les había dicho que Dick Brewer había jurado en el entierro que detendría a los asesinos. Le ayudaría en todo lo que hiciera falta.
-Lo pagarán, señor Tunstall, se lo juro –murmuró.
En los días siguientes los acontecimientos se precipitaron. McSween huyó de Lincoln temiendo por su seguridad. Dick Brewer, furioso porque el sheriff Brady se negaba a arrestar a los asesinos, conseguía que el juez Wilson le nombrara agente especial para detenerlos haciéndole entrega de las órdenes de arresto.
Con el nombramiento Dick creó su propio grupo de ayudantes, todos trabajadores o amigos de Tunstall, todos con ansia de venganza: Fred Wayte, Doc Scurlock, Charlie Bowdre, José Chávez… y naturalmente Billy Bonney.
Dick Brewer era el jefe y bautizó al grupo con el nombre de los Reguladores. En total eran una docena.
La leyenda pone en un lugar destacado a Billy, pero solo era un muchacho entre hombres. En términos militares: un soldado raso de la tropa.
Se había creado una paradoja: agentes de la Ley que debían detener a otros agentes de la Ley.
Así comenzó lo que en los Anales de la Historia del Oeste se conoce como La Guerra del Condado de Lincoln.
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