Evocando a Caín (1)
- publicado el 27/12/2021
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Evocando a Caín (8)
CAPÍTULO 5
La ratonera
McSween nunca se había planteado su valor, aunque siempre supuso que lo tenía. Sin embargo, los acontecimientos de los últimos meses le habían convencido que era un cobarde, porque no había hecho más que esconderse dejando que otros lucharan por él. No podía evitar el sentimiento de vergüenza cada vez que hablaba con alguien, sobre todo si era muy joven, como aquel mexicanito que había visto con Billy la última vez que estuvieron en el rancho, Yginio, creía que se llamaba. Aquel crío tenía más valor en un meñique que él en todo el cuerpo.
Sus conversaciones con Doc Scurlock no mejoraban su estado de ánimo ni la sensación de estar en un círculo vicioso del que no podía salir.
Parecía imposible que, con todo en contra, llevaran resistiendo cinco meses, que incluso se les estuviera uniendo gente.
Aquello no podía prolongarse eternamente.
Estaba harto de la guerra, de sentir asco cada vez que se miraba al espejo; del eres abogado, no pistolero, que sentenciaba su esposa cada vez que tocaba el tema. ¿Es que lo eran los vaqueros de Tunstall, que en paz descansara; lo eran quienes se les unían, aquel niño, Yginio?
Además, quería volver a su casa en Lincoln, no seguir viviendo en la de otros por muy amigos que fueran y exponerlos a que los atacaran los secuaces de Murphy. Alguno, como George Coe, se había visto obligado a unirse a los reguladores para poder defenderse.
De nada valieron las súplicas de su esposa ni la afirmación de Doc Scurlock de que Lincoln era el feudo de Dolan con el sheriff Peppin a la cabeza. Quería ir y punto. Estaba hastiado, quería terminar de una vez.
Era una maniobra pésima, sin contar que no disponían de suficientes hombres para conquistar la ciudad. Doc no las tenía todas consigo, por lo que de camino a Lincoln se detuvieron en Picacho para hablar con Martín Chaves, un miembro muy influyente y respetado de la comunidad hispana, que también guardaba rencor a Dolan. Como esperaba Doc, Martín Chaves se les unió arrastrando consigo bastantes mexicanos.
Entre todos sumaban alrededor de cincuenta hombres cuando entraron, la madrugada del 15 de julio, en la ciudad de Lincoln, silenciosos para no llamar la atención y perfectamente visibles bajo la luna llena.
McSween se dirigió a su domicilio. Estaba habitado en aquel tiempo por su cuñada Elizabeth Shield, sus cinco sobrinos de corta edad y un estudiante de Derecho, Harvey Morris, a modo de realquilado, el cual había emigrado a Nuevo México para curarse de la tuberculosis gracias al clima.
Doc distribuyó a los reguladores en lugares estratégicos. A la derecha de la casa del abogado, según se miraba de frente y con un gran espacio entre ambas estaba la tienda de Tunstall; allí instaló a George Coe con unos cuantos. En el lado opuesto de la calle, en la tienda de Montano, estaba Billy con su amigo Tom y una treintena de hispanos. Hacia el este, en el edificio más alejado, se quedó Doc Scurlock con los más veteranos. Estaba convencido de que la ciudad iba a convertirse en una encerrona, por eso se había reservado para sí a los más fogueados. Le habría gustado retener a Billy, pero dado que estaba en el grupo de mexicanos no tuvo más remedio que sacrificarlo.
Tampoco éste veía muy claras las intenciones de McSween. Si se trataba de apoderarse de la ciudad no tenía sentido atrincherarse a verlas venir, porque eso era lo que estaban haciendo al apilar sacos de arena contra las puertas y ventanas, tallando buhederas para sus armas en las paredes de adobe.
Al amanecer el sheriff Peppin descubrió que los reguladores habían tomado la ciudad aprovechando que las huestes de Dolan, tres cuadrillas de forajidos, concretamente las de Kinney, Powell y Turner, estaban buscándolos por otras comarcas y de paso robando ganado por todo el condado para aprovechar el tiempo. Peppin envió un jinete a buscarlos mientras él y los hombres que le quedaban se hacían fuertes en el Hotel Wortley y en un torreón al otro lado de la tienda de Montano.
Las horas fueron pasando lentamente sin que nadie hiciera un movimiento salvo de lengua. Corrían rumores de que McSween había instado a los del torreón a que se rindieran so pena de pegarle fuego. Otros decían que habían venido militares del fuerte Stanton a mediar en el conflicto. Este, que McSween había ordenado a Saturnino Baca que echara a los del torreón, que era propiedad suya y que él, como inquilino, no debía haber permitido su ocupación; que los echara o tomaría medidas legales contra Baca. Aquel, que habían venido observadores extranjeros.
El tedio se terminó cuando aparecieron las tres bandas de atracadores por el oeste y comenzaron a disparar contra la casa de McSween.
-Mal lo tienen –dijo José Chávez -. Creo que sólo hay seis de los nuestros.
-Mal del todo –respondió Billy saliendo a la calle corriendo hacia el domicilio del abogado disparando al mismo tiempo. Tras él fueron Tom, Yginio, Chávez y tres más.
Consiguieron los siete refugiarse sin bajas en la casa de McSween, que se reforzaba así con un total de trece reguladores.
-Nos has metido en una ratonera –refunfuñó Tom Folliard al ver que los bandoleros se olvidaban de los demás concentrándose en el domicilio de McSween.
-Tonto tú, por seguirme –cloqueó Billy.
-Mejor no te respondo… ¡mira quien llega!
Apuntó con el winchester. Billy le bajó el cañón con la mano.
-¿Qué haces? –protestó -. ¡Es Jesse Evans!
-Ya lo sé. Déjalo en paz, si alguien le dispara seré yo.
-No tienes intención, no me mientas.
-No tengo intención, ¿contento?
Tom se encogió de hombros.
-Como quieras. Dices que es tu amigo, pero si yo fuera Billy no me fiaría mucho de su amistad.
-Tampoco yo, si fuera Tom.
Folliard soltó un exabrupto y no le prestó más atención vigilando por la ventana.
Ahora son cuatro bandas, se dijo Kid, más los hombres de Peppin. Se preguntó cuántos serían en número. Tampoco tenía importancia, Tom llevaba razón al asegurar que estaban en una ratonera. Dolan iba a concentrar todas sus fuerzas contra aquella casa, porque muerto el perro, vamos McSween, se acabó la rabia.
-¡Escuchen! –gritó una voz, la del ayudante del sheriff Jack Long, que avanzaba por la calle. Se detuvo a una prudente distancia -. ¿Me oye, McSween?
-¿Qué quieres?
-Tengo órdenes de arresto para usted y otros de la casa.
No le hacía gracia estar expuesto, pero Peppin le había ordenado aquella conversación. Jack Long llevaba consigo órdenes federales del gran jurado promovido por el juez Bristol, para Frank y George Coe, Doc Scurlock, Charlie Bowdre, Henry Brow y Billy Bonney, acusados de asesinato; tenía además una orden de arresto territorial para McSween.
-También nosotros tenemos órdenes para ti –respondió McSween.
Pudiera ser, pensó Jack, las del juez Wilson, pero habían quedado anuladas al convertir el Gobernador a los reguladores en proscritos. Jack sonrió burlón.
-Muéstrame tus órdenes –gritó -, ¿dónde están?
-¡En nuestras pistolas, malditos hijos de puta! –aulló Jim French.
-¿Le disparo? –preguntó Yginio.
-Por encima de su cabeza, sí –contestó Billy.
Al disparo de Yginio siguieron otros. Jack se refugió corriendo en el Hotel Wortley asombrado y dando gracias a Dios de salir ileso.
Tras un intercambio de disparos con la banda de Kinney, en donde los únicos fallecidos fueron un caballo y una mula, reinó la paz.
Billy aprovechó el descanso para mirar alrededor. En un rincón, asustados, estaban los sobrinos de McSween. Frunció el ceño. ¡Eran niños! La mayor sólo tenía diez años. ¿Cómo podía aquel hombre haberlos involucrado en la pelea?
Durante el tiempo que llevaba peleando por él, McSween no se había ganado el respeto del chico, mucho menos su estima. En realidad, si no hubiera sido por Tunstall a quien todos apreciaban, el abogado posiblemente se hubiera visto solo. Billy no le reprochaba su aparente cobardía; lo normal, si uno no sabía disparar un arma, es que no se expusiera. No. Lo que no aceptaba eran actos como aquel: poner a su familia en peligro pudiendo evitarlo. Si McSween hubiera hecho lo mismo, pero colocando en lugar seguro a su cuñada, a los niños e incluso al realquilado, que nada tenía que ver con aquello, Billy se habría descubierto ante él. Así sólo sintió desprecio. La esposa era otro cantar, estaría con su marido hasta el final.
Kid se preguntó, en caso de salir de ésta, si continuaría al lado del abogado o abandonaría la lucha.
Sacudió la cabeza; aquello aún estaba lejos. Mejor no pensar y concentrarse en el ahora.
Hizo un comentario jocoso a los niños guiñando un ojo. Uno le sonrió. Se sintió más reconfortado.
La inactividad se prolongó a lo largo de la tarde sólo rota por algún disparo suelto. Para entretenerse Yginio estuvo fisgoneando por la casa. Era enorme, en forma de herradura, con una valla de madera que la circundaba completamente. La parte plana de la U daba al sur, a la calle, estando en ella la puerta principal. Las puntas estaban dirigidas al río Bonito, en el norte. Allí adosada estaba la cocina en el lateral izquierdo, mientras que en el derecho se encontraba la pila de leña. Entre la casa y el río, Yginio descubrió un corral al lado del establo, un gallinero y el retrete. Al oeste podía ver el arroyo que desembocaba en el Bonito. Al este, la tienda de Tunstall; vio a George Coe observando por una ventana. Una hilera de árboles seguía el curso del río.
Registraba ahora las habitaciones con curiosidad infantil. Era el edificio particular más grande que había conocido en su corta vida, nada que ver con la chabola donde había nacido, excepto que ambas eran de adobe.
Estaba oscureciendo cuando encontró un violín.
-Mirad lo que he descubierto –comentó risueño entrando en la sala principal.
-¿Sabes tocarlo? –preguntó Folliard.
-Claro que sí.
-Entonces, tócanos algo –terció Billy.
-¿Te parece el momento…? –comenzó Yginio. Se interrumpió al ver el movimiento de cejas de Billy. Lo siguió con los ojos.
Los niños.
Seguían asustados, no habiendo salido de su rincón como si de una madriguera se tratase.
Nadie disparaba ya, parecía que iban a tener tregua durante la noche.
-Que sea alegre.
-Por supuesto –sonrió el quinceañero.
Entonó una melodía animada.
-¡Esa está bien! –exclamó Billy marcándose unos pasos de baile -. Eh, niños, ¿sabéis bailar?
-No –respondió la mayor.
Billy se puso en jarras.
-¿No? Venid, os enseñaré.
Le tendía la mano con la más alegre de sus sonrisas.
No tardó en tener a todos los críos alborotados. McSween se sentía incómodo ante la frivolidad de Billy, pero su cuñada estaba encantada; sus hijos habían perdido el brillo de terror, no dudó en unirse a la fiesta.
CAPÍTULO 6
Sitiados
El martes 16 de julio amaneció como terminó la víspera: disparos esporádicos. Dolan no se atrevía a ordenar el asalto directo, porque habría sido un suicidio, pues el día anterior los sitiados habían demostrado ser certeros con los rifles. Necesitaba nuevamente la ayuda del Ejército.
El sheriff Peppin, que tenía buena caligrafía, escribió al dictado lo siguiente, dirigido al teniente coronel Nathan Augustus Monroe Dudley en Fort Stanton, como si fuera cosecha suya:
Si está en su poder prestarme uno de sus cañones, soy de la opinión de que los hombres para los que tengo órdenes de arresto se rendirán sin disparar un tiro. Si pudiese hacer esto por el bien de la Ley, haría un gran favor a la mayoría de las personas de este condado, que están siendo víctimas de estos bandoleros.
Y si no se rendían, pensó Dolan, al menos el bombazo los mataría, que sería lo mejor y más barato.
Al coronel le habría agradado darle gusto, pero no sólo era contrario a las ordenanzas prestar cañones sino que además algún chismoso se había ido de la lengua, pues le había llegado una misiva recordándole que, desde hacía un mes, el Ejército no podía inmiscuirse en conflictos civiles, algo que él estaba haciendo continuamente.
Dudley sabía que si volvía a las andadas podía enfrentarse a la expulsión, a una multa de 10.000 dólares y a dos años de cárcel.
Envió un soldado a Lincoln con la negativa, aunque mis simpatías están muy sinceramente con usted en el lado de la Ley, etc., etc.
Dolan paró cuenta que era preciso proporcionar a Dudley una excusa que le cubriera las espaldas. Ordenó disparar contra el soldado cuando se marchaba. ¡Qué mejor que un soldado muerto!
Sólo consiguieron matarle el caballo.
Dolan maldijo a todos los santos.
Ante los gritos de protesta del militar Dolan reaccionó rápido. ¡No habían sido ellos, qué caray! ¡Habían sido los reguladores!
Tan convincente fue que el soldado terminó creyendo la patraña. Debía ser así, se autoconvenció, puesto que según los periódicos los forajidos eran los reguladores, ¿cómo iban a dispararle quienes defendían la Ley?
A su regreso al fuerte informó al coronel lo que le había ocurrido entregándole otra cartita de Dolan.
Dudley tenía la excusa perfecta para intervenir, no podía tolerar que hicieran puntería con sus hombres. Sin embargo, para guardar las formas envió a tres oficiales a investigar lo ocurrido. Éstos hallaron toda la ciudad en pie de guerra y las balas volando por todas partes.
Interrogaron a Dolan y varios de sus rufianes y luego pasaron a casa de McSween, que tenía todas las ventanas con los cristales rotos por los disparos y las paredes acribilladas. El abogado negó que los tiros al soldado hubieran salido de su casa. Dicen que no le creyeron, pero es posible que sí dado que Dudley no se atrevió a intervenir.
Para el 18 los sitiados llevaban tres días resistiendo, Dolan estaba negro; encima corrían rumores de que Chisum se acercaba con refuerzos para McSween, y aunque él sabía que no era cierto por lo falso que resultaba el ganadero, sus hombres no cesaban de cuchichearlo nerviosamente.
Y así, mientras dentro de la casa seguían con la moral alta sus partidarios la perdían ante la tenaz resistencia. Le sacaba de quicio oír por la noche, tras el cese de disparos, lo que parecían risas infantiles. Aún se habría sentido peor de haber visto a Billy haciendo comedia para quitar el miedo a los pequeños. Yginio le acompañaba al violín, los sobrinos de McSween se partían de risa y hasta los mayores se sentían más animados.
En el resto de la ciudad las cosas no iban mucho mejor. Iba a perder, estaba claro, aún teniendo la sartén por el mango. Necesitaba la ayuda militar urgentemente.
Aquella tarde se acercó en persona a Fort Stanton para entrevistarse con Dudley, pero no necesitó camelárselo como creía, puesto que el coronel se moría por participar, convencido de que su ejército inclinaría la balanza a favor de Dolan. Lo detenía el miedo de que se enteraran sus superiores.
La excusa del tiroteo al soldado había fracasado, se precisaba inventar otra. Durante horas ambos maquinaron distintas alternativas. Finalmente al caer la noche el coronel Dudley informó a sus oficiales que al día siguiente marcharían sobre Lincoln, para proteger a féminas e infantes de la barbarie de la guerra.
El viernes 19 de julio de 1878 el teniente coronel Dudley, con todos sus oficiales, condujo una columna compuesta por una compañía de soldados negros del Noveno de Caballería y otra de Infantería, un total de 40 soldados. Llevaba consigo el cañón que se había negado a entregar en un principio, 2000 cartuchos, raciones para tres días y una ametralladora Gatling, capaz de producir auténticas masacres y que necesitaba de un soldado que accionara manualmente una manivela, para hacer girar los seis cañones alrededor de un eje central. Cada cañón disparaba una vez en cada giro.
En el preciso instante en que las tropas entraron en Lincoln el tiroteo cesó completamente.
Dudley se entrevistó con el sheriff Peppin y le dijo que iba a tratar a los hombres de Dolan y a los reguladores exactamente igual y que si alguien de los dos bandos disparaba contra sus hombres acabaría con todos.
Palabricas de mal pagador.
Cuando llegó a la casa de McSween, en lugar de hablarle ordenó a sus soldados rodearla, instaló la ametralladora apuntando a la puerta principal y el cañón a buen recaudo, por si las moscas, en la habitación de las hijas menores de una vecina, y de nada le valió a la madre suplicar a Dudley, temerosa de que los reguladores asaltaran su domicilio para apoderarse de la artillería.
-No tengo soldados suficientes para protegerla a usted y a sus hijas –respondió desganado el coronel, que había acudido a Lincoln para salvaguardar la vida de mujeres y niños.
Billy vio a tres soldados plantarse frente a la casa delante de las ventanas.
-No disparéis –suplicó McSween -. No se os ocurra disparar.
-Nos han rodeado completamente –informó Tom Folliard.
Con la ayuda de los militares los bastiones en poder de los reguladores se perdieron en menos de media hora cuando Peppin atacó, aunque consiguieron escapar.
Con todas las fuerzas de McSween expulsadas de la ciudad e imposibilitadas de ayudar a su jefe, el sheriff se presentó ante Dudley para recibir sus felicitaciones, pero sólo recibió espumarajos furiosos del coronel por haberles permitido huir.
Ya sólo quedaba la vivienda.
McSween se dio cuenta de que no sólo se enfrentaban a los secuaces de Dolan sino también al Ejército de los Estados Unidos. Los primeros podían dispararles todo lo que quisieran, pero ellos no podían devolver el fuego por riesgo de herir a los segundos; si tal ocurría Dudley dispararía el cañón contra la casa.
Eran quince hombres, dos mujeres y cinco niños contra cien (la mitad profesionales de la guerra), un cañón y una ametralladora.
Con todo a su favor Dolan hizo colgar a la vista de los sitiados una bandera negra: la antigua señal mexicana de sin cuartel.
McSween se mordió un dedo nerviosamente. De pronto tuvo la sensación de estar en el Álamo.
Perdió toda esperanza.
Iban a morir todos.
Su pesimismo contagió a los demás.
-Estamos derrotados, es cierto –dijo Billy, que fue el único que mantuvo la entereza -, pero eso no quiere decir que estemos muertos y mientras sigamos vivos no hemos dicho la última palabra.
No era buen momento para hacer una broma como había hecho en otras ocasiones durante el sitio, animando a los niños y mostrando siempre un optimismo que había mantenido la moral alta, pero sí les habló con una serenidad y una confianza en la voz que hizo que se sintieran avergonzados.
Wild James se habría sentido orgulloso de su hijo; había demostrado ser un alumno aventajado.
El coronel ni siquiera pidió que se rindieran; sólo quería su fin para contentar a Dolan. Pero seguían siendo civiles, necesitaba algo que le diera impunidad.
Hizo traer ante su presencia al juez Wilson y le exigió que extendiera órdenes de arresto contra McSween y todos los hombres que estaban en la casa por intento de asesinato de su soldado tres días antes. En un principio el juez se negó, pero cedió finalmente ante las amenazas.
Dudley estaba satisfecho, tenía ya las manos libres para actuar como quisiera.
CAPÍTULO 7
Un pan como unas hostias
Los hombres de Dolan apilaban leña contra las alas este y oeste del edificio. Iban a incendiar la casa comprendió Susan McSween que decidió actuar por su cuenta.
Salió de la mansión valientemente a rastras para evitar los tiros. En la calle se puso en pie y echó a correr hacia los militares pidiendo hablar con el coronel Dudley.
-¡Mrs. McSween! –se sorprendió el sheriff Peppin al verla.
Susan intentó razonar con él. El sheriff negó con la cabeza.
-Señora, si no quiere ver su casa en llamas haga salir a todos de ella…
Susan lo miró desesperada.
-…Quiero que entienda que ya no hay salida, que hoy los tendré vivos o muertos.
Sin responder, la mujer prosiguió su camino casi chocando con él.
Dudley estaba en su tienda bebiendo whisky con el líder de la banda de los Seven Rivers Warriors, John Kinney, en amigable y confidencial conversación de embriagados. Arrugó las cejas molesto cuando se la presentaron.
-¿En qué puedo servirla? –suspiró más que preguntó en un tono grosero en la frontera de lo educado.
Era un hombre de cabeza maciza, cúbica que no esférica, cabello gris cortado por las sienes, medio tupé en la frente, canoso, cejijunto en aquellos momentos y mostacho espeso con las puntas elevadas de donde colgaban unas gotitas de la bebida que terminaba de trasegar con gula.
Susan no se hizo ilusiones cuando aquellos ojos ramplones se clavaron en ella.
John Kinney hizo un comentario obsceno, que tenía la gracia en el trasero, pero que ambos borrachos encontraron tan jocoso que se rieron.
-¿Para qué están ustedes en la ciudad?
No pudo evitar el tono arisco, estaba demasiado alterada por las palabras de Peppin, el suspiro con el que la saludó Dudley y el vil lenguaje de Kinney. Su propia pregunta no ayudó precisamente.
-Para proteger a las mujeres y niños –respondió el coronel cerrando los labios con obstinación fatua.
-Entonces, ¿por qué no me protege a mí, a mi hermana y mis sobrinos, que están en la casa? Van a incendiarla.
-¿Cómo voy a proteger nada si su propio marido ha dicho que la hará volar?
Susan palideció.
-Eso es mentira.
-¿Mentira, eh? –enseñó un papel -. Este escrito me lo hizo llegar su esposo cuando rodeábamos la casa. Lo trajo su sobrina de diez años. Lo dice claramente.
-No me lo creo. Déjeme verlo.
Extendió la mano para cogerlo, pero Dudley se apartó. Sostenía el escrito, con dos dedos, a distancia.
-Léalo desde ahí, señora ¡Sargento Baker!
-¿Señor?
-Dispare contra Mistress McSween si intenta quitarme la carta de la mano.
A aquella distancia no se distinguía bien lo que decía una letra garabateada con prisas. En realidad lo que ponía era:
¿Tendrá la amabilidad de decirme por qué los soldados rodean mi casa?
Susan se convenció que sólo querían terminar con su marido.
-¿Está diciéndome –se negaba a rendirse -, que va a dejar morir a los niños?
-Es una lástima –cínico -, pero en todas las guerras hay daños colaterales. De lo que ocurra, sólo su marido tendrá la culpa.
–Ma’am –dijo ahora Kinney jactancioso, no queriendo dejar el protagonismo al militar -, he matado a catorce hombres; con el marido de usted serán quince.
Y se echó a reír bulliciosamente.
Dudley la dejó regresar a la casa para que informara a McSween.
Rendición incondicional o muerte.
El abogado atisbó por una ventana, dubitativo. Los soldados se habían acercado más en la calle, sin protección. Dudley los exponía desafiando a los reguladores a que dispararan.
-Si te rindes te matarán igual –comentó su esposa -, lo leí en sus ojos. A todos. No querrán testigos.
McSween no respondió.
Dos hombres vertían aceite de lámparas sobre los troncos apilados contra la pared del ala este.
Las manos de Billy se crisparon en el winchester. No se atrevió a dispararles por temor a que en la réplica alguna bala alcanzara a la señora Shield, que estaba a su lado. Impotente vio como arrojaban ahora un saco de virutas y astillas ardiendo. El fuego prendió rápido.
Mientras los hombres de Dolan se retiraban, un golpe de suerte: tres reguladores que habían abandonado la tienda de Tunstall al llegar los soldados, aún estaban por la zona y comenzaron a dispararles. Billy y Elizabeth Shield aprovecharon para apagar el fuego con calderos de agua.
El primer intento había fracasado.
Pasaban dos horas del mediodía.
Los sitiadores no habían conseguido ningún avance.
Dudley estaba tentado de ordenar la carga a sus soldados ante la inutilidad de los hombres de Dolan. Hasta la fecha se había contentado con tener la casa rodeada exponiendo a la tropa, dejando el trabajo sucio a los bellacos de ¿su patrón? Pero el día pasaba y no habían conseguido nada. Incluso, para su sorpresa, alguna vez alguien disparaba desde la casa con la suficiente puntería como para no tocar a sus hombres, pero sí imposibilitar que los de Dolan hicieran su trabajo.
Ordenó a los soldados que se acercaran más; cuanto más próximos más fácil de que les dieran.
Demasiado cerca; no podía disparar más.
Billy masculló.
Prendieron fuego al ala oeste al cesar los tiros de los defensores y esta vez no pudieron apagarlo ante los disparos incesantes de los secuaces de Dolan.
El fuego se propagó, pronto fue demasiado grande para poder extinguirlo. La suerte que tenían es que la casa era de adobe y las llamas avanzaban con lentitud.
-Es el fin –comentó Dudley enseñando los dientes a un Peppin serio.
Sabía que las llamas pronto obligarían a los reguladores a salir al exterior donde serían fáciles de abatir.
El fuego aumentaba, se extendía consumiendo el edificio. Para enlentecerlo lo más posible los sitiados vaciaron las habitaciones de muebles.
Un barril de pólvora explotó sin bajas. Con la explosión las llamas alcanzaron el ala este.
-Esa mujer no sale –murmuró de pronto Dudley.
Empezó a preocuparse.
Si las dos mujeres y los cinco niños morían en el incendio quizá sus superiores investigaran el asunto. Después de todo la excusa para su intervención había sido protegerlos. Si morían… No había pensado en ello en lo álgido de la borrachera.
Paseaba incómodo visiblemente alterado.
-Dios mío, ¿por qué no sale esa mujer? –murmuraba temeroso ante la vista de sus subalternos.
La casa se había impregnado de humo pesado y espeso. Tosían, respiraban con dificultad, les escocía la garganta, les picaban los ojos, el rostro oscurecido de hollín. Uno vomitó.
McSween se vino abajo en un colapso mental completo. Se sentó en el suelo sosteniéndose la cabeza con las manos.
-¿Qué hacemos, Billy? –preguntó Yginio Salazar.
Éste le miró con extrañeza. El rojo de sus ojos irritados resaltando en su rostro tiznado.
-¿Me lo preguntas a mí?
El quinceañero señaló a un lloriqueante McSween con el dedo.
Billy apretó los labios hasta convertirlos en una línea ¡Hijo de la chingada! ¡Justo cuanto más falta hacía!
Todos estaban pendientes de él.
Paseó la vista por sus compañeros.
Quizá fuera su presencia de ánimo, quizá la sangre fría que mostraba siempre en los peores momentos, quizá la crisis nerviosa que anulaba a McSween… Ignoraba el motivo, pero todos lo consideraban el líder en aquel momento.
-De acuerdo –aceptó; no podían quedarse con los brazos cruzados -. No me pienso rendir, pero las mujeres y los niños han de salir de casa. Si alguno quiere acompañarlos, puede hacerlo.
-¿Por quién nos tomas? –preguntó Tom Folliard de mal humor.
-Acaso McSween…
-Lo matarán como a Tunstall –aseguró French -. Ha de seguir con nosotros.
-¿Señora? –preguntó Billy a Susan. Era una cuestión que debía decidir la esposa.
-Me gustaría que saliera conmigo, pero es cierto, lo matarán. Si tiene alguna posibilidad, por pequeña que sea, es quedándose.
Billy asintió con la cabeza. Se acercó a una ventana y asomó agitando parte de una sábana a modo de bandera blanca.
Dudley sonrió ufano, no había nada como el fuego para romper la resistencia. Mejor eso que no malgastar un obús, que iban muy caros.
Se sorprendió al comprobar que no se rendían.
-Conozco esa voz –dijo Peppin -. No es McSween, es Billy Bonney, ese que llaman Kid.
-Así que ese joven es el cabecilla de los reguladores –conjeturó Dudley.
-Al parecer. Yo creía que era Doc Scurlock, pero no, está claro que es Kid Bonney.
El malhechor sólo pedía que se permitiera salir de la casa a Susan, a su hermana y a los sobrinos.
Las mujeres y los niños.
Los daños colaterales que mancharían su brillante hoja de servicios.
Dudley suspiró aliviado.
Accedió.
-Estad alerta –dijo a sus hombres mientras veía salir a los evacuados -. Quizá intenten una salida desesperada aprovechando el momento. Si ocurre, disparad.
-Señor, alcanzaríamos a nuestros soldados.
-¡No me importa! ¡Descargad la ametralladora! Intentarán salir, lo sé, abusando de mi piedad, valiéndose de mis buenas intenciones. Es el único camino si no quieren arder con la casa ¡Fuego a discreción si asoman la nariz!
CAPÍTULO 8
A degüello
Al atardecer sólo un par de habitaciones seguían libres del fuego. Estaban refugiados en una de ellas.
Los soldados se habían tenido que retirar acuciados por el calor del incendio.
Susan McSween pidió clemencia por los sitiados al coronel Dudley.
-Yo no puedo hacer nada –se lamentó el militar -. Está fuera de mis competencias. ¿No sabe usted que hay una ley que prohíbe al Ejército inmiscuirse en conflictos civiles?
Habían vuelto los disparos desde que los soldados se apartaron de la casa. En la última hora se habían producido más de dos mil según algunos historiadores.
-Diría que estamos en una situación desesperada –bromeó Billy.
-¿Sólo lo dirías? –gruñó José Chávez.
Kid rio; una clara risa de tuno.
-¿Qué se te ha ocurrido? –preguntó Tom, que ya lo conocía muy bien.
-Tenemos tres opciones –analizó Billy -. Una, entregarnos; dos, morir entre las llamas, y tres, intentar escapar. Yo voto por la tercera.
French rio amargamente.
-Moriremos todos con tu elección ¡Pero qué diablos! Yo también la voto, la prefiero a las otras dos.
-No moriremos todos –adujo Billy.
-¿Crees que la ametralladora nos hará cosquillas?
-Y si no es ella, los bandidos de Dolan.
-Sin contar los soldados.
-¿Qué dices a eso, Billy?
-Que os olvidáis del cañón.
-¡Graciosillo, el chico!
-Cuando os canséis de decir tonterías, ya me dejaréis hablar –respondió.
-¡Tonterías! ¡Te…!
-Dejad que hable –terció José Chávez.
Silencio.
Todos miraban a Kid, que se mantenía en un mutismo desesperante.
-¿Puedo ya?
-¡Sí, maldita sea! ¿Qué ibas a decir?
-Están aguardando que nos rindamos o hagamos una salida, y puesto que el único punto sin fuego es este están convencidos que lo intentaremos por la puerta principal. Por eso están la ametralladora y los hombres de Dolan concentrados enfrente, esperándonos.
-Esperarán en vano –adivinó Yginio.
-Sí. Iremos por detrás.
-¿A través del fuego?
-Por donde no lo esperan –insistió Billy -. Iremos en dos grupos. El primero hará de señuelo, porque seguro que aún quedará gente vigilando la zona, pero bastantes menos que aquí delante. Este grupo irá hacia la tienda de Tunstall y mientras atrae el tiroteo hacia él, el segundo grupo irá al río a través del establo.
-¿Y quiénes serán los suicidas? –preguntó Tom -. Quiero decir, ¿quién formará el primer grupo?
-Yo seré uno –contestó Billy. Ignoraba si saldría bien el plan, pero era consciente de la necesidad del ejemplo si no querían fracasar.
-Yo saldré el primero –se ofreció Harvey Morris.
Kid miró al estudiante de Derecho.
-Tienes poca experiencia disparando, ¿no crees que sería mejor…?
-No, Billy. Tengo una enfermedad que me está matando. Si he de morir prefiero que sea rápido y no de consunción.
El chico no insistió recordando a su tía.
-Esperemos que no caiga nadie –dijo José Chávez tocando madera con dos dedos.
-No está bien mentar la soga en casa del ahorcado –añadió Yginio.
-¡Ya dejen de evocar a la comadre Sebastiana, pendejos supersticiosos! ¿Que no saben que trae mala suerte?
El que más y el que menos sonrió con la salida de Billy, luego rompieron a reír, porque la comadre Sebastiana era la Muerte en el folclore de Nuevo México.
-Estad preparados –dijo Dudley -. No podrán resistir mucho más.
McSween seguía como un pelele. Billy lo abofeteó para hacerle reaccionar. El abogado lo miró extraviadamente mientras el muchacho le informaba del plan de huida.
-Has perdido la cabeza –musitó McSween.
Lo que perdió Billy fue la paciencia. Lo jaló del cabello.
-¡Levántese si quiere vivir!
Las llamas ascendían altas haciendo juegos, culebreando, chisporroteando, creando figuras mientras que las purnas y pavesas flotaban en el aire antes de caer al suelo.
Susan contemplaba hipnótica lo que quedaba de su antiguo domicilio mientras era conducida, con su hermana y sobrinos, en carro al hogar de Juan Patrón. Iban con ella la dueña de la casa, donde el coronel había ubicado el cañón, con sus hijas.
Dudley paseaba ahora más pedante que orgulloso, olvidado el temor anterior, porque estaba cumpliendo con su afán de proteger a mujeres y niños.
El resto de componentes de los grupos lo habían echado a suertes.
Billy recomendó que todos llevaran las armas completamente cargadas.
McSween sólo cogió una Biblia. Billy le tendió una pistola.
-Coja este seis tiros y corra por su vida –aconsejó.
McSween le sostuvo la mirada. Apartó el revólver con la mano y se aferró firmemente a la Biblia.
-¿Veis algún movimiento? –preguntó Dudley.
-Ninguno, sir.
Dudley estaba asombrado; aquellos fanáticos preferían achicharrarse antes que rendirse. Ni siquiera intentaban una salida, que era lo decente y heroico. ¿Qué se podía esperar de rufianes sin temple ni honor?
Habían conseguido cruzar al ala este con alguna que otra quemadura sin importancia, con bolisas que les caían encima y que espolvoreaban de un manotazo. Los maderos, ahora brasas, y parte del techo estaban derruidos. La cocina, en cambio, se mantenía en pie en algunas secciones.
Billy estudió el escenario un momento. Había una ventana en el lado este de la cocina. La puerta trasera se abría en la esquina noreste. Entre la casa y el corral había una valla que corría de norte a sur con una puerta en la esquina noreste del patio. La tienda de Tunstall estaba al este del cercado, al otro lado del corral.
Debían ser las nueve de la noche, calculó, puesto que hacía poco que había oscurecido, aunque el fuego iluminaba el área que rodeaba el edificio como si fuera de día. Aún así, mientras no abandonaran la barda estarían protegidos.
Se volvió hacia sus compañeros con expresión animada. Dio las últimas órdenes como un veterano, con calma fría y sin señal de miedo.
Se quitó las botas.
-Haced lo mismo –aconsejó.
-Creí que íbamos a salir a lo bruto –comentó Tom.
-Y nos acribillarían. Hemos de llegar lo más lejos posible antes de que se den cuenta. Así que nada de ruido.
Con una pistola en cada mano Billy se asomó cautamente a través de la puerta de la cocina. Cuando estuvo seguro que nadie miraba hizo una seña a Morris, que salió el primero. Billy fue detrás de él seguido de José Chávez, McSween, Romero y Zamora.
Se deslizaron agachados y en silencio hasta la puerta de la valla. Se detuvieron un instante; cuando la cruzaran se terminó la cobertura. Morris respiró hondo y salió corriendo, pero enseguida caía con la cabeza atravesada de un balazo. Billy saltó por encima del cadáver disparando los dos revólveres. José Chávez estaba justo detrás de él. Ambos corrieron hacia la tienda de Tunstall a través de una lluvia de balas.
Corriendo en zigzag, cruzándose entre sí para dificultar la puntería del enemigo y disparando sin cesar consiguieron acercarse a la tienda, pero el edificio estaba ocupado por los hombres de Dolan. Billy, que iba el primero, lo supo al ver asomar el cañón de un rifle y una cabeza. Cambió de rumbo al tiempo que disparaba contra ella volándole el labio superior y el bigote.
Corrían ahora hacia el norte, al río, sin percatarse de que iban los dos solos, porque McSween, Zamora y Romero habían sido rechazados por las balas al llegar a la puerta y habían retrocedido dirigiéndose hacia el establo.
-Ahora nosotros –dijo Folliard encabezando el segundo grupo.
Salieron por detrás atravesando el cobertizo, encontrándose delante a los otros tres que llevaban la misma dirección.
-¿Qué ha podido pasar? –murmuró Yginio.
Tom se encogió de hombros, ignorante.
Las paredes arrojaban sus sombras sobre el espacio de tierra entre la puerta y la casa.
-¡Alto! –gritó una voz – ¡Tirad las armas y levantad los brazos!
McSween obedeció sintiendo que le dominaba el pánico.
-¡Me rindo! –chilló.
-¡Acércate! –la voz de antes, la del alguacil Beckwith – ¡Que te vea las manos!
Zamora aulló disparando contra el alguacil:
-¡Rendirse nunca!
En el intercambio de balas cinco alcanzaron el pecho de McSween, que cayó muerto sobre el cadáver de Beckwith. Aún tenía la Biblia en la mano.
Zamora y Romero, gravemente heridos, intentaron refugiarse sin conseguirlo en el gallinero, que no tardó en ser pasto de las llamas al ser de madera.
Yginio Salazar cayó atravesado por tres balazos.
Kid perdió el sombrero y un revólver al cruzar el río, por lo demás estaba sin un rasguño, lo que no dejaba de asombrarle. José Chávez también estaba indemne.
-Esperemos que no seamos los únicos –comentó el mexicano.
-Esperemos –repitió el muchacho preocupado.
Los minutos que pasaron hasta que vieron al primer compañero se les hicieron eternos. Lentamente los supervivientes se fueron reuniendo en la otra orilla del río, allí podían hacerse fuertes si los perseguían; no ocurrió.
-¿Yginio? –preguntó Billy a Folliard cuando lo vio aparecer.
Tom negó con la cabeza.
Lástima, era demasiado joven, pero así es la vida, se resignó.
-¿Qué hacemos ahora? –oyó preguntar a su espalda.
No respondió nadie.
Kid miraba hacia el pueblo, se oían disparos.
-¿Billy?
Salió de su abstracción, se giró. Todos le miraban.
-¿Qué hacemos ahora? –volvió a preguntar el de antes.
Kid se sintió incómodo, parecía que le habían aceptado como su jefe a pesar de su extrema juventud. De acuerdo, había liderado la huida, pero sólo porque en aquel momento se habían conjuntado su instinto de supervivencia y su sangre fría. Había sido un momento puntual.
-Eso debería decirlo McSween –se salió por la tangente.
-McSween está muerto, lo vi caer –respondió Tom Folliard.
-En ese caso, la guerra ha terminado –sentenció Billy -. Quisimos llevar a los asesinos de Tunstall a la justicia, actuábamos a las órdenes de McSween, pero con él muerto no tenemos nada por lo que luchar.
-Está su viuda –dijo French -. Debemos protegerla.
-Eso es un caso aparte, algo derivado de la guerra, no la guerra en sí. Si quieres protegerla es asunto tuyo, no mío.
-Como quieras, ¿quién viene conmigo?
-Yo –dijo Charlie Bowdre.
No salió nadie más.
-¿Los demás qué hacemos?
-Cada cual a su casa –respondió Billy -. Como digo, la guerra ha terminado.
Ninguno habló más, no tenían ánimos y empezaban a sentirse exhaustos ahora que la tensión desaparecía y la adrenalina que les había mantenido alerta disminuía.
De la ciudad seguían llegando ruido de disparos.
Billy se recostó en el suelo. Le pesaban los párpados, apenas había descansado aquellos cinco días; ninguno lo había hecho.
Tenían todos una sensación agridulce. La alegría de haber salido con vida y el desaliento de perder a compañeros y amigos.
Escondidos en aquellas colinas se fueron dejando vencer por el sueño.
McSween estaba muerto, finalmente habían ganado. Los vencedores se emborrachaban para celebrarlo, disparaban sus armas al aire, obligaban a los vecinos a tocar sus violines, bailaban, saqueaban la tienda de Tunstall, atemorizaban a los habitantes de Lincoln mientras que los oficiales y soldados de Dudley acampados les dejaban hacer a sus anchas. Tenían derecho a divertirse, defendió el coronel, después de una semana de lucha; la ciudad tenía que comprenderlo. Así que ni un intento de protestar, de intervenir, de comprobar si alguien necesitaba asistencia médica, ninguna palabra de desaprobación.
El dolor fue lo primero de lo que tuvo consciencia, luego música, cantos, risas… comprendió que la lucha había terminado.
Tenía heridos la mano, el hombro y el costado izquierdo.
Debía irse, pero se sentía sin fuerzas.
Alguien se acercaba. Los pasos se detuvieron. Yginio oyó como bebía whisky ruidosamente. Un eructo. Un disparo.
¿Remataban a los heridos?
Se hizo el muerto.
El hombre se detuvo a su lado.
El quinceañero se mantuvo tan inmóvil como pudo.
El hombre le dio una patada para comprobar si estaba muerto. Las pesadas botas golpearon el costado herido de Yginio y la tortura fue tan terrible que no pudo evitar gemir de dolor.
Descubierto abrió los ojos, miró al hombre, lo conocía, ambos se conocían.
Andy Boyle apoyó el cañón de su rifle contra el corazón del muchacho, que cerró los párpados esperando el momento.
-¿Se puede saber qué haces? –preguntó una voz.
-¿Tú que crees?
-Ese chico morirá con esa herida. No malgastes una bala con él.
Yginio había abierto los ojos. También conocía a aquel hombre.
Boyle dudaba.
Yginio lo vio alejarse uniéndose a otros que tenían linternas encendidas y examinaban los cadáveres. Riendo señalaban los agujeros de bala, bebían whisky, cantaban canciones obscenas, bailaban alrededor de los cadáveres de McSween, Morris, Romero y Zamora.
El quinceañero se sumergió en una nueva inconsciencia.
Despertó poco después. Estaba solo. Seguían la bulla y las celebraciones, ahora en el pueblo. Débil por la pérdida de sangre comenzó a arrastrarse a lo largo de la orilla del río hacia la casa de su hermano a media milla de distancia.
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