Evocando a Caín (1)

Colgamos a los ladrones de poca monta, pero a los grandes ladrones los elegimos para cargos públicos.

Esopo (500 a.C.)

 En el Oeste cuando los hechos se convierten en leyenda no conviene escribirlos.

(‹‹El hombre que mató a Liberty Valance››)

 

 

PRÓLOGO

 

Diciembre, 1880

 

El periodista observaba con atención al muchacho. Le costaba creer, por su aspecto, que fuera el criminal más buscado de Nuevo México. Su apariencia no era muy varonil, porque parecía y actuaba como un simple adolescente. Medía entre 1,73 y 1,75 metros con un peso de unos 63 kilos, delgado, esbelto, con un semblante franco, abierto, de maneras agradables y encantadoras. El chaquetón desabrochado dejaba ver un suéter de colores, algo que debía gustarle, porque no era la primera vez que lo llevaba, y colgando del cuello una bufanda de pelo de cabra, con la que, de vez en cuando, lo veía juguetear con los dedos. El chico parecía pensativo.

Koogler intentaba retener en su memoria el aspecto del reo para plasmarlo después en ‹‹Las Vegas Gazette››. Por algún motivo le parecía importante que el público supiera que el preso tenía aspecto de un escolar, con el tradicional bozo en el labio superior; aquella pelusa indicaba que ni siquiera tenía edad para afeitarse. Su rostro imberbe estaba ligeramente amoratado por el gris que entraba por la ventana del vagón. Los ojos eran entre grises y azules con diminutas manchas marrones sólo perceptibles si uno se fijaba con atención. En ocasiones, según como les daba la luz, parecían albinos por el predominio de los colores primarios. El cutis era claro; el cabello tenía una tonalidad de arena, que posiblemente se tornaría más oscura si le daban la oportunidad de envejecer, cosa improbable puesto que tenía todos los números para ser ahorcado.

En general el joven era bastante bien parecido, guapo, excepto por los incisivos, dos palas prominentes que sobresalían ligeramente como los dientes de una ardilla cuando tenía la boca entreabierta.

-¿Cuántos años tienes, Billy?

El muchacho salió de su ensoñación. Exhibió media sonrisa.

-¿Por qué lo pregunta?

-Al público le interesará saberlo. Todo lo tuyo es noticia.

La sonrisa se tornó un ceño desdeñoso.

-Han escrito ustedes tantas mentiras sobre mí que nadie me creerá si digo la verdad, aunque tampoco le culpo, supongo que se trata de vender periódicos.

Calló un instante mientras miraba por la ventanilla del tren que lo conducía a Santa Fe; hasta allí llegaba parte de la carbonilla del humo de la locomotora. Sus cabellos ondearon por una brusca ráfaga de viento. Posó la vista en sus muñecas, grandes en comparación con sus manos, y dado que las esposas no eran regulables Kid sabía muy bien como liberarse de ellas aprovechando la desproporción de tamaños. Pero no era tiempo ni lugar, pensó antes de centrarse en el reportero consciente de que los alguaciles no le perdían de vista, mientras acariciaba sin percatarse la punta de la bufanda, un regalo de Deluvina Maxwell; él había correspondido entregándole un daguerrotipo en el que aparecía con sus armas y un sombrero de copa alta.

-Dicen que has nacido en Nueva York, ¿es cierto?

Los ojos de Billy brillaron pícaros cuando los posó en los de Koogler.

-Sí – respondió chuzón.

El brillo de sus pupilas se acentuó, como un crío que planea una travesura.

Koogler desconfió.

-Nos lo dijo Pat Garrett; según él se lo habías dicho tú.

-Pues si se lo he dicho, verdad será.

Pero la sonrisa maliciosa que exhibía escamó aún más al periodista.

-¿Seguro que es cierto?

-Claro que es cierto – cloqueó -. Es lo que dicen los periódicos. ¿No han escrito ustedes mi vida en ellos?

-Pero dices que todo son mentiras.

-¿Y quién me va a creer?

El periodista no respondió. Ambos sostuvieron la mirada. La recelosa del reportero contra la tuna del muchacho.

-De acuerdo – suspiró Koogler -, según tú, ¿dónde hemos mentido?

-Por lo pronto en el nombre. Nunca nadie me ha llamado Billy el Niño, eso es cosa de ustedes.

De hecho no hacía ni un mes que ‹‹Las Vegas Gazette›› le había bautizado con semejante alias, pero había tenido tanto éxito que ahora todos lo conocían así y con él pasaría a la historia.

-¿Y cómo te llamaban?

Chavito, decían cariñosamente los mexicanos, pero no fue eso lo que respondió.

-Kid Antrim. Después solo Billy o Kid.

Algunos, chivato, se dijo recordando cuando delató a los asesinos del abogado Chapman a cambio de conseguir el perdón prometido por el Gobernador de Nuevo México, Lew Wallace. Perdón que el autor de ‹‹Ben-Hur›› no le concedió rompiendo su palabra.

-Tampoco he sido el líder de ninguna banda de forajidos – prosiguió amargamente -. Nunca he robado bancos ni asaltado diligencias. Ni he matado a… ¿cuántos, quince, veinte?

-Veintiuno, uno por cada año de tu vida, sin contar los mexicanos ni pieles rojas, porque dicen que no los consideras hombres. Pero ni siquiera tienes esa edad, ¿verdad?

De hecho, el periodista no le daba más de diecisiete. Quizá tenía el crecimiento atrasado, quizá mentía sobre su edad.

-Lo importante – respondió Billy con voz metálica -, es que solo he matado a dos y en defensa propia.

Acaso alguno más, recapacitó, porque había estado en numerosos tiroteos multitudinarios; pero era imposible saber si había matado él o alguno de sus compañeros.

-Y nunca he matado a un mexicano ni a un indio – añadió.

-Eso no es cierto y lo sabes.

-¡Vaya! – no pudo evitar una sonrisa.

-Tú y Jesse Evans, cuando todavía erais amigos, estuvisteis con un grupo de emigrantes que os alimentaron y trataron bien. Unos días después, cuando fueron asaltados por una banda de apaches, acudisteis los dos a la carga…

-A la carga.

-Sí, los dos.

-Contra una bandada de apaches.

-Exacto.

-Y yo sin enterarme – murmuró.

-¿Decías?

-Nada, siga usted.

-Con vuestros winchesters y colts salvasteis la vida de los caravaneros, matasteis no menos de una veintena de indios.

-¡Toda una hazaña! – sonrió orgulloso.

-¡Algo grandioso! ¡Dos críos abalanzándose valientemente contra la horda apache…!

-¿De cuántas balas eran los seis tiros? – interrumpió.

Koogler volvió a la Tierra. La expresión de Billy no podía ser más socarrona.

-¿Me estás diciendo que no es cierto?

-Solo digo que utilice el sentido común. Además, no puedo haber matado a tantos indios, alguno habré dejado a la Caballería; para eso les pagan.

El periodista carraspeó, el tono de cachondeo de Kid era insultante.

-Pero – insistió -, la muerte del sheriff Brady no fue en defensa propia.

Billy inspiró hondo antes de suspirar levantando los ojos al techo. ¡Qué harto estaba de aquel tema!

-Ellos eran cinco y nosotros cuatro – su voz tenía tonalidad de cansancio -. Participé en el tiroteo, pero no lo maté. Yo no disparé contra él.

-¿Quién fue?

-No lo sé. No estaba pendiente contra quien disparaban mis compañeros.

-Eso no te exime. Participaste en su muerte.

-¡Pero ha eximido a los otros tres! O los cuatro somos culpables o no lo somos ninguno.

De hecho, al único que perseguían por aquella muerte era a él.

-¿Y Carlyle?

-Lo mataron sus propios hombres.

-No es lo que dicen ellos.

-¿Es que cree que lo admitirían?

Calló en un gesto desesperado que no pudo evitar. Lo tenía todo en contra, solo podía confiar en que, en el último momento, el Gobernador cumpliese su promesa del perdón.

El paisaje pasaba raudo por la ventanilla ante su vista mientras el traqueteo del tren invadía su cerebro como un mantra.

Sus ojos brillaban como si fuera a llorar de desesperación. Aún no tenía los 21 años y ya era, según los periodistas, más famoso que Jerónimo, el jefe apache. Soltó una carcajada cuando se lo dijeron; era para reírse, reírse por no llorar de lo amargo. Él no era el forajido sediento de sangre que describían los papeles.

William Henry Bonney no había cometido ni el 95 % de los crímenes que se le imputaban.

Los periódicos habían escrito que había robado caballos, pero hablar era muy fácil. El ganado que robó durante la Guerra del condado de Lincoln no fue más que otra forma de guerrear: dañar la economía del enemigo. Los robos actuales tampoco lo eran. John Chisum les había prometido un dinero si luchaban por él en aquella contienda, a Billy concretamente le debía 500 dólares que no quería pagar.

¿Qué harás, matarme?, alardeó el ganadero cuando Kid le reclamó la deuda. El muchacho torció el gesto. Pese a su mala fama no se tomaba la muerte a la ligera. Decidió que si no quería pagar en metálico, lo haría en especies. Así que desde su punto de vista no estaba robando, solo se cobraba lo que era suyo. Claro que igual se había pasado; robarle ganado valorado en más de nueve mil dólares era cobrarle un tantico caro los intereses de los quinientos que le debía.

Chisum reaccionó como un energúmeno acusándole de cuatrero y se puso del lado del Círculo de Santa Fe, del que había sido hasta entonces acérrimo enemigo. A éste le faltó tiempo para buscar un sheriff afín a sus intereses, Garrett, para que pusiera coto y terminara con aquel grano en el culo en que se había convertido William H. Bonney.

Kid sabía demasiado sobre ellos y se había ofrecido al Gobernador del Territorio para declarar. Era preciso silenciarlo de alguna manera y habían comenzado con quitarle valor a su declaración. ¿Quién creería al mayor maleante de Nuevo México?

Y así fue como un insignificante vaquero, que había destacado en un par de acciones en la guerra entre ganaderos del condado de Lincoln, se convirtió, lo convirtieron, en un forajido sanguinario  que había asesinado a tantas personas como años tenía.

Pero la difamación y las mentiras vertidas en los periódicos tuvieron el efecto secundario de convertirlo en famoso. Hasta en el último rincón de Nuevo México sabían de sus correrías y algunos escritores del Este habían comenzado a incluirlo como héroe en sus novelas baratas. Allí donde faltaban datos sobraba imaginación. No tardaron en aparecer hazañas, asaltos, tiroteos y muertes. Se había escrito incluso que asesinaba a todo cowboy que trabajase para Chisum mientras éste no le pagase.

Era cierto que había matado, pero ¿quién no lo había hecho en aquel país? Era una tierra salvaje y sin ley donde el valor de un hombre residía en el cañón de su pistola. Allí la vida tenía poco valor y había habido una guerra, pequeña en comparación con la civil, pero guerra al fin y al cabo. ¿Quién no había matado? O matabas o te mataban. Pero fuera de eso sólo había disparado en defensa propia.

El Oeste no era como el civilizado Este. Era una tierra de hombres rudos, violentos, pistoleros, que tan pronto actuaban dentro de la Ley como fuera de ella, porque los límites no estaban definidos, eran difusos, turbios, difíciles de distinguir. Pat Garrett, el sheriff que lo había detenido, sin ir más lejos había sido ladrón de caballos y había matado al menos a un hombre antes de defender la Ley. Incluso él la había defendido hasta que un Gobernador corrupto lo convirtió en proscrito.

¿Pero importaba esto a alguien?

La nación entera solo sabía lo que el Círculo de Santa Fe había hecho plasmar en los periódicos.

Enfrente Koogler estaba escribiendo algo en su libreta. Era un hombre de cara cuadrangular, ojos de pitiminí, sonrisa presuntuosa y un grano en el pómulo izquierdo. Llevaba el sombrero ladeado hacia atrás mostrando un cabello espeso mal cortado con raya en medio, que le caía sobre los ojos.

Billy se preguntó si estaría escribiendo alguna noticia o tan sólo la verdad.

Cerró los ojos en un intento de aislarse. Apoyó la cabeza en la pared del tren y osciló con el movimiento de éste. El traqueteo se fue haciendo más amorfo a medida que su mente retrocedía en su azarosa y corta vida.

 

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