Evocando a Caín (9)

TERCERA PARTE

 

FORAJIDO

CAPÍTULO 1

 

Infame

 

Se había dormido con el ruido de fiesta de la ciudad como fondo, pero no fue el silencio que siguió después quien lo despertó sino el frío del sereno hacia el amanecer. Estaba encogido en un intento inconsciente para preservar el calor cuando abrió los ojos. Parpadeó. Los primeros rayos solares aparecían por el oriente en un tono amarillento. Se incorporó. Todos menos Folliard seguían durmiendo.

Tom se dio cuenta que Billy le observaba y lo saludó con la mano. Estaba sentado en una roca montando guardia.

-¿Has estado despierto toda la noche? –preguntó Billy caminando hacia él.

-No, nos quedamos dormidos todos. Una imprudencia, supongo que estábamos demasiado agotados.

-Y ellos demasiado alegres –respondió Billy recordando el bullicio -. ¿Alguna novedad?

Miraba hacia la ciudad.

-Durmiendo la mona, por el silencio que hay.

Billy se agachó, bebió agua del río. Luego se lavó la cara para despejarse. Deseó bañarse, no sólo tenía la cara tiznada sino toda la ropa olía a humo.

-¿Qué hacemos ahora? –preguntó Tom.

 

 

Mientras los soldados abandonaban Lincoln con la satisfacción del deber cumplido, una cuadrilla de Dolan acudía a la parte posterior de las ruinas de la casa de McSween para recoger a los muertos descubriendo que alguien había sobrevivido.

Tres hombres siguieron el rastro de sangre de Yginio Salazar encontrándolo en casa de su cuñada. Lo estaba curando un teniente médico de la tropa de Dudley, quien les dijo que les acusaría de asesinato si osaban hacerle algún mal al muchacho.

Dudaron, estaban envalentonados por la victoria del día anterior. Si aquel médico hubiera sido un civil habrían rematado a Yginio allí mismo, pero era un teniente del Ejército y no creían que Dolan quisiera enemistarse con el coronel Dudley.

A regañadientes se fueron de la vivienda.

-Sería conveniente que avisaran al juez de paz –aconsejó el teniente -, para que quede constancia del estado del boy. No me fío de esa gente y podrían volver.

El hermano asintió y un par de horas después regresaba con el juez Wilson, quien decidió aprovechar para tomar declaración a Yginio Salazar sobre lo ocurrido en las últimas horas de la batalla, cuando estuviera en condiciones de hablar.

 

 

El grupo se había roto. Mientras Jim French y Charlie Bowdre regresaban a la ciudad para buscar a Susan McSween y protegerla, el resto asaltaba el rancho Casey, uno de los partidarios de James Dolan, porque necesitaban caballos para huir. Al llegar a San Patricio les dijeron que Doc Scurlock había dispuesto que se reunieran todos los reguladores supervivientes en el rancho de Frank Coe.

Por su parte Billy, acompañado de Tom Folliard, había regresado a Lincoln para recuperar su potro aprovechando que aún estaban todos con resaca.

Aquello era una locura, protestó Tom, y todo por un caballo que en realidad era del sheriff Brady.

-Ahora es mío, él se quedó con mi revólver.

Un hermoso alazán árabe al que había cambiado el nombre bautizándolo como Dandy Dick.

No se lo iban a quitar así por las buenas.

Tom miró el cielo sin responder.

No tuvieron problemas. Como había esperado Billy seguían descansando de los abusos de la noche y nadie vigilaba las caballerizas. Luego se encaminaron a San Patricio.

Billy quería comenzar de cero ahora que la guerra había terminado. Su intención era buscar trabajo en alguno de los ranchos que habían sido amigos de Tunstall. Así que, aunque le informaron como al resto de las instrucciones de Doc Scurlock, no hizo ningún caso y se encaminó a su vivienda. Tom, tras pensarlo, le acompañó.

 

 

La noticia de que habían asaltado el rancho de Casey robando una manada llegó pronto a Lincoln. Dolan, que en un principio estaba dispuesto a olvidarse de todo una vez fallecido McSween, entró en cólera.

-¡Si quieren guerra, la tendrán! –rugió -. ¿Quién es el cabecilla ahora que McSween ha muerto? ¿Lo sabéis alguno?

-Billy Bonney –respondió Peppin.

-¿Kid? No puede ser, es un crío.

-Lo sé con seguridad –se reafirmó el sheriff.

Explicó a Dolan todos los pormenores de la fuga.

El financiero no respondió recordando que Kid había matado a Brady, según los testigos; que fue quien facilitó la huida de Tunstall provocando a los ayudantes del sheriff; que estaba en el grupo que mató a Morton y Baker; que según algunos fue quien en realidad mató a Buckshot Roberts en el molino de Blazer…

-¿Sabes dónde puede estar? –preguntó.

-En San Patricio, vive allí.

Aquello terminó de convencer a Dolan: aquel pueblo siempre había sido un bastión de los reguladores. Además, era perfectamente lógico que McSween se refugiara en su casa de Lincoln con el líder.

-Traedme su cabeza.

 

 

Siempre que las circunstancias se lo permitían le gustaba ir escrupulosamente limpio. Estaba llenando una tina para quitarse todo el hollín que llevaba encima cuando un chicuelo le avisó de que se aproximaba un grupo de jinetes.

Estaba visto que Dolan no daba por finalizada la guerra.

Tom y él salieron a galope hacia el rancho de Frank Coe al tiempo que los vecinos borraban sus huellas para dificultar la persecución.

 

 

Dispuesto a terminar de una vez por todas, Dolan puso en marcha nuevamente toda la maquinaria de propaganda. Y así los periódicos hablaban de la sangrienta guerra que había asolado el Territorio de Nuevo México en los últimos meses, no menos de 200 fallecidos, que no tenía visos de terminar, aún habiendo muerto el cabecilla de uno de los bandos. Hablaban de la última y cruel batalla y de cómo contra todo pronóstico, los facciosos habían conseguido escapar capitaneados por el asesino del sheriff Brady, William Bonney, alias Kid, que en la huida había asesinado también al alguacil Bob Beckwith.

De esta forma comenzó el atribuirle a Billy muertes en las que ni siquiera había estado presente, porque quien mató a Beckwith fue alguien del segundo grupo; él estaba en el primero.

Los papeles hablaban y no paraban. Entrevistaban a quienes decían conocerle, pero que ni siquiera sabían el aspecto que tenía. Sí, claro que lo conocían, cómo olvidar su mirada fría, brillante como un relámpago en la oscuridad cuando disparaba; su sonrisa siniestra y sarcástica, o su risa. Comió y rió, bebió y rió, montó y rió, habló y rió, luchó y rió, y mató y rió, escribirá años más tarde Pat Garrett en su falsa biografía. Alguien comentó sus incisivos prominentes y pronto los periodistas los convirtieron en unos colmillos que le daban una expresión cruel y asesina.

 

 

Yginio Salazar informaba al juez Wilson de lo acaecido en la casa mientras se enteraba él mismo que Billy estaba siendo perseguido por la justicia como forajido. Los antiguos reguladores eran ahora su banda. Habían asaltado diversos ranchos robando el ganado, habían asaltado la Agencia de la reserva apache de los mescaleros llevándose todos los caballos que encontraron. Billy había asesinado al funcionario durante el robo; es más, el chico se había cepillado no menos de una docena de personas desde que huyó de Lincoln.

Yginio escuchaba con la boca abierta; ni pestañeaba.

-Eso no puede ser cierto y usted lo sabe –dijo al final.

-No importa lo que yo crea o sepa –respondió Wilson -, ni lo que sepas tú o cualquier otro. Dolan se la tiene jurada a Billy. Creyó que muerto Tunstall todo terminaría y se equivocó, fue a peor. Creyó que muerto McSween terminaría y se ha vuelto a equivocar.

-Pero Billy no es el jefe de los reguladores, es Doc.

-Él cree que lo es. El chico mató a Brady y ha capitaneado una fuga increíble. No le perdonará que no se haya dejado asar como un lechón en ese incendio.

-No mató a Brady –defendió Yginio -. Eran cuatro, nadie sabe quién lo mató.

-Pero al único que vieron la cara fue a él. Luego lo ocurrido en la casa de McSween… los enemigos de Dolan, que son muchos aunque no se atrevan a hacer nada, lo consideran una hazaña, así que tiene que hundir al muchacho, convertirlo en un maleante, para que sea rechazado por todos. Está obligado a hacerlo.

-Me está diciendo que le tiene miedo.

-Creo que tiene miedo a lo que pueda llegar a hacer si lo deja suelto. Si pudiera lo compraría, pero me temo que Billy no es de los que se venden. No lo dejará en paz nunca, hasta que no esté muerto.

 

 

CAPÍTULO 2

 

Fort Sumner

 

El rancho de Frank Coe estaba lleno de reguladores, todos en la misma situación que Billy. Algunos habían llegado a pie, pero los más robando caballos y, con el asalto a la reserva india, había más monturas que reguladores.

Cuando Billy llegó al rancho se encontró con la desagradable sorpresa de que le acusaban del asesinato del agente indio.

-¡Pero si ni siquiera he estado allí! –protestó.

-Ya lo sé –dijo Scurlock -, pero es lo que se corre. Para tu desgracia te has hecho demasiado popular.

-¡Si eso es popularidad!

Aventó el sombrero a una silla con rabia. Era uno de copa alta que se había comprado cuando trabajaba con George Coe, para la muda de los domingos. No tenía otro para sustituir el mexicano perdido ni dinero para comprarse más.

-Has llamado en exceso la atención en esta guerra.

-Sólo he sido uno de tantos.

-Cierto. Nosotros lo sabemos, pero para Dolan y compañía tú has destacado siempre, para ellos eres el cabecilla.

Kid no contestó, mohíno.

-Billy –dijo Scurlock afectuosamente -, te van a perseguir. Tom me ha comentado que quieres dejarlo ahora que McSween ha muerto; es algo que deseamos todos, pero a ti te perseguirán. Les has herido en su orgullo y eso, en gente con tanta soberbia, es peor que cualquier cosa que pudiera haber hecho Tunstall.

Los ojos de Kid eran sombríos cuando los puso en Scurlock.

-¿Qué me aconsejas?

-No soy quien ni sé qué decirte. Mi intención, hablo de mí, es desaparecer.

En los siguientes días no llegó ningún rezagado más y Doc aprovechó, ya que estaban todos reunidos, para hablarles. Les dijo que muerto McSween la guerra había terminado, pero eso no quería decir que hubiera paz, porque todos eran proscritos, con lo cual serían perseguidos y tiroteados.

-Por suerte, no os conocen a todos. Mi consejo es que regre-séis a vuestras casas, no tenéis que seguir nuestro destino. Vivid en paz los que podáis.

Los más recientes se fueron casi todos, sólo quedaron los reguladores originales. Tom Folliard también se quedó diciendo que no tenía dónde ir.

A los que permanecieron Doc les dijo de vender los caballos sobrantes, pero no allí sino en otro condado, donde legalmente el sheriff Peppin no pudiera hacerles nada, si es que podía encontrarlos, porque desde la batalla de Lincoln los reguladores aparecían y desaparecían sin dejar rastro.

Camino de Texas, donde pensaban vender los caballos se encontraron con Chisum, que también se dirigía allí con su ganado.

Billy sonrió al ver a Sallie. Se acercó descubriéndose la cabeza al saludarla.

-Nunca creí que te convirtieras en un infame.

El tono seco y metálico de la muchacha hirió a Kid.

-¿No creerás lo que dicen de mí?

-Dicen muchas cosas y ninguna buena.

-Todas mentiras –cortó.

Pudiera ser verdad. Sí, seguro que lo era, Billy nunca la había mentido, pero la joven se dio cuenta que estaba marcado, que nunca podría llevar una vida normal y aunque lo amaba supo que no quería esa vida para ella.

Nunca llegó a haber nada entre ellos, como había pronosticado acertadamente Billy a Dick Brewer, quedando una sincera amistad que guardaba las distancias y que se fue enfriando lentamente. La última vez que llegaron a coincidir ni siquiera se saludaron fingiendo no conocerse.

Entre tanto Doc había acordado acompañar a Chisum, ya que ambos grupos iban en la misma dirección.

 

 

Fort Sumner estaba al norte del río Pecos, en las lindes de Llano Estacado y al oeste de Bosque Redondo en el condado de De Baca. Había sido un fuerte militar hasta 1868, veinte años antes. Su misión había sido controlar las poblaciones apaches de navajos y mescaleros por un lado y a los comanches por otro. Tras el cierre, al quedar éstos reducidos en reservas, el Gobierno Federal lo puso en venta. Fue comprado por Lucien Bonaparte Maxwell, un vividor mezcla de irlandés y francés canadiense, que había hecho su fortuna alquilando sus tierras, en donde se había descubierto oro, a los mineros que acudían a explotarlas. También les vendía los materiales, las herramientas, los víveres y toda clase de suministros, con lo que el oro que obtenían en un duro trabajo terminaba en los bolsillos de Lucien.

En 1870 vendió la mayor parte de su tierra a una compañía británica por más de un millón de dólares y se mudó al recién adquirido Fort Sumner. Convirtió los antiguos alojamientos de oficiales en una hermosa casa colonial española de una planta rodeada por un gran patio interior. El resto de viviendas las dejó para sus empleados, casi todos mexicanos, y compró unas cuantas miles de cabezas de ganado.

De esta forma el antiguo fuerte se había convertido en una especie de cortijo al estilo de la vieja España, pero Lucien Maxwell no se conformaba con ser un gran terrateniente o importante ganadero y estimuló para que fueran acudiendo inmigrantes ante sus ofertas de trabajo. Fort Sumner se transformó en una pequeña y próspera aldea que no cesaba de crecer. A Lucien se le empezó a conocer como el Emperador de Nuevo México, aunque lo disfrutó poco, pues murió cinco años después, en 1875.

En 1878 Fort Sumner seguía creciendo bajo una población mayoritariamente hispana. Se podía considerar ya un municipio cuyo dueño, por así decirlo, era la familia Maxwell, compuesto por la matriarca Luz (viuda de Lucien) y sus hijos. Para estas fechas la localidad poseía diversas casas, una herrería, una carpinte-ría, ambas propiedad de los Maxwell, y una nevera, también de ellos, según algunos estudiosos que basan la existencia de este edificio en los antiguos planos del fuerte. Otros en cambio niegan o ignoran que hubiese nevera. Había también un juzgado de paz, un templo, una cantina y un salón de baile donde solían acudir los jóvenes para alternar y divertirse.

Fort Sumner estaba en la zona de paso de los ganaderos en la ruta de Nuevo México a Texas con lo que nadie se extrañó cuando llegaron el grupo de Chisum y los reguladores.

La intención era hacer noche y continuar al día siguiente, pero el ambiente festivo que se respiraba hizo que los últimos decidieran quedarse un par de días más. Llevaban bastantes meses de guerra, de tiroteos incesantes y de tensión; necesitaban relajarse.

Doc les advirtió: se quedaban para divertirse, así que no quería conflictos con los lugareños, ya tenían bastantes problemas como para añadir otros. Eso significaba beber con moderación. Hubo voces de protesta, pero Doc se mantuvo firme, había quienes tenían mal beber y no pensaba tolerarlo. Algunos miraron a Billy, que asintió con la cabeza pensando que Doc tenía toda la razón.

A Scurlock no se le pasó por alto las miradas. Desde el episodio del sitio en Lincoln había dos jefes en los reguladores, porque los que estuvieron allí y algunos más habían ascendido a Billy a la categoría de líder, no sólo Dolan. Si el muchacho hubiera sido ambicioso estarían ya en guerra por el poder. Pero el chico no había cambiado, se comportaba como siempre y aceptaba sin discutir el liderazgo de Doc. Era una de las cualidades que le gustaba de Billy, su falta de ambición y de codicia. No tenía más posesiones que su caballo, su ropa y sus armas, de hecho no tendría nada más en toda su vida, y era feliz con ello. Se preguntó si sería por eso que se le veía siempre despreocupado o sonriente, porque se contentaba con lo que tenía y no deseaba nada más. Vivía el presente sin pensar en el futuro, sin tener ningún proyecto para el porvenir. Quizá fuera producto de la guerra en que vivían, porque en cualquier momento podían estar muertos, pero acaso fuera más bien porque la inocencia de la infancia se resistía a abandonarle dada su juventud.

 

 

CAPÍTULO 3

 

Baile en Fort Sumner

 

Billy había cepillado su ropa casi hasta desgastarla para hacerla lo más presentable posible. En cuanto pudiera tenía que comprarse algo más decente; le gustaba vestir con elegancia y habían tenido que huir de San Patricio tan deprisa que sólo poseía la puesta. Una levita negra y pantalones oscuros habrían sido perfectos aquel día, pensó mientras se dirigía al baile.

Paseó la mirada por el salón. Quizá los bailes de Fort Sumner no fueran los mejores del mundo, pero sin duda eran divertidos. Las chicas llevaban vestidos sencillos, cosidos por ellas mismas. Billy se preguntó si habría algún motivo especial para que unas llevaran una rosa roja en el cabello y otras un ramo de flores en la cintura. Tampoco importaba; se veían seductoras, con una gracia sutil en sus embaucadores ojos negros.

Observaba a las parejas oscilar al ritmo de violines, guitarras, clarinetes y un tambor indio.

Desvió la vista hacia las paredes, allí sentadas se encontraban las amas, madres y abuelas velando por las jovencitas.

Sonrió atrayente al tiempo que solicitó con cortesía un baile a una joven en un perfecto español.

Sorprendió a todos sus compañeros con sus dotes de bailarín; tenía intención de danzar con todas las muchachas disponibles que encontrara.

 

 

-¿Quiénes son todos estos cowboys? –preguntó Paulita Maxwell a su hermano Pete.

Estaba recién llegada. Había vuelto a casa de vacaciones de la escuela del convento de Santa María en Trinidad.

-Es la banda de Billy Bonney –informó Pete.

Iban junto con su madre camino del baile.

Paulita se santiguó ¿Es que no llegaban los periódicos a Fort Sumner? Aquel hombre había matado a quienes asesinaron a su patrón. Se decía que en el entierro de John Tunstall, delante de todos, juró que mataría a quienes tuvieron o hubieran tenido que ver con la muerte del ranchero.

Aparecía todo en los diarios, insistía Paulita. Kid Bonney había sido un forajido de poca monta que John Tunstall intentó reformar tratándolo como a un hijo. Al ser asesinado, Billy enloqueció convirtiéndose en un sanguinario que no dejaba títere con cabeza, pues pocos quedaban vivos a su paso.

Pete no pudo menos que reírse. Su hermana se enfadó.

-¿Tienes a Kid y su gente en el pueblo y te da risa?

-Trabajó unos días para mí el año pasado, cuando tú estabas en el internado, no es nada de lo que cuentas.

-Habrá cambiado, ya te digo que enloqueció…

Se interrumpió. Enfrente el prometido de su hermana discutía borracho con un mexicano, quien de improviso desenfundó el revólver.

-¿Qué ocurre? –detuvo Pete.

-Este pendejo –contestó el mexicano -. Es Telesforo Jaramillo, ¿no es cierto?

-Así es.

-Yo soy José Chávez, así que no hay error. Le digo que somos primos y…

-Te lo repito: ningún ladrón es primo mío.

-¿Otra vez? ¡Ahora sí que te mato!

La señora Luz cogió a Telesforo del brazo interponiéndose entre ambos e intentó arrastrarlo lejos.

-No le dispare-dijo a Chávez-, está borracho. Espere a que se despeje y hablen entre ustedes.

-No me importa que esté borracho o sobrio. No puede insultarme.

Paulita contemplaba paralizada la escena sin saber cómo actuar, temiéndose lo peor mientras Chávez exigía a su madre que se apartara.

Pete había desaparecido.

Chávez amartilló el arma, perdida ya toda paciencia.

-¡Ahí viene Bilito! –murmuró una voz.

Paulita vio a un muchacho poco mayor que ella caminando raudo; detrás, intentando seguir su ritmo, Pete que había ido a pedir ayuda.

-Sí, es el chavito –confirmó otra voz del corrillo que se había ido formando.

¿Kid? Paulita se aterró. Estaban perdidos, ¡los iba a masacrar a todos!

-No dejes que este hombre le mate, Billy –suplicó Luz Maxwell cuando el chico llegó a su altura.

Kid se descubrió el sombrero a modo de saludo.

-No tenga miedo, señora –su voz suave sonaba tranquilizadora -. Voy a aclarar esto.

La muchacha le vio decirle algo en español a Chávez, que pareció dudar. El mexicano miró un momento a los ojos de Billy y guardó la pistola. Billy le tomó del brazo, se alejaron mientras le hablaba quedo ante una atónita Paulita.

Siguió a su madre y hermano que acompañaban a Telesforo a casa. Nunca hubiera esperado lo que acababa de contemplar, no coincidía con lo que decía la prensa.

Telesforo dio un traspié, cada vez más afectado por el alcohol.

-¿Sabías que ayudaría? –preguntó a Pete.

-Lo esperaba.

-¿Tú también, mamá?

-Sí, como ha dicho tu hermano trabajó para nosotros unos días. Tenía malas referencias.

-¿Ya era bandido?

-No –jadeó Pete, porque cada vez más Telesforo, con paso inseguro, se apoyaba en él cargando todo su peso -, Chisum lo sorprendió fornicando con su sobrina.

-¡Jesús! –Paulita se santiguó.

-Algo escabroso, por lo que se dice.

-Harías bien en alejarte de él –aconsejó Pete.

-Creí que era tu amigo.

-Me cae bien, pero no es mi amigo. Y aunque lo llegáramos a ser, no quiero que te relaciones con él. Mira… -explicó al ver un mohín de obstinación caprichosa en su hermana -. No creo nada de las muertes que le atribuyen, pero sí es un malhechor. Por muy bien que me caiga, hermanita, no lo quiero en la familia y menos si es cierto lo suyo con Sally Chisum.

 

 

Sólo llevaban unas horas en Fort Sumner y Billy estaba encantado con el lugar. Aunque ya lo conocía de cuando trabajó para los Maxwell apenas lo había visto, porque estuvo siempre con el ganado y terminado el trabajo, que no llegó ni a la semana, se fue tan rápido como vino.

La gente era agradable, amistosa y las chicas guapísimas, sobre todo tres con las que no se cansaba de bailar, Abrana García, Nasaria Yerby y Celsa Gutiérrez. La última tenía una belleza de morena andaluza, heredada de alguna antepasada española, que encandilaba al muchacho. Sus largas pestañas, su olor a adelfa, la rosa roja destacando coquetamente en su oscuro cabello, sus ojos azabaches en los que se sumergió Billy…

Deseó besarla. No lo hizo porque sentía en la nuca la áspera mirada de un joven con grandes bigotes.

-¿Tu marido? –preguntó señalándolo con un ladeo de cabeza.

-No. Mi hermano, Saval.

Pronto supo Billy que vivía con Saval, su hermana mayor Apolinaria y su madre viuda.

-Es aquella, la que habla con Juanita Martínez.

Billy la descubrió porque se parecía mucho a Celsa y no porque conociera a la tal Juanita.

 

 

No lo quiero en la familia. Pero, ¿qué se pensaba? ¿Qué se enamoraba del primer chico guapo que veía?

-¿No le parece encantador, amita? –interrumpió su pensamiento Deluvina Maxwell, la criada apache que había adoptado el apellido de la familia.

Paulita sabía a quién se refería. Habían estado hablando de él mientras regresaban al salón. Su madre se había quedado cuidando a Telesforo, por eso la acompañaba la fámula; no estaba bien que una adolescente de quince años fuera sola al baile.

Estaba aturdida. La imagen que se había forjado de él no se correspondía con lo que veía. Desde que había entrado en el local que lo estudiaba y en todo momento lo veía cortés, respetuoso y comportándose como un caballero.

Ahora estaba bailando otra vez con Celsa Gutiérrez y tuvo que reconocer que era un bailarín elegante.

Tampoco vestía como había leído. No recordaba qué periódico lo representaba mudado como una especie de charro mexicano lleno de encajes, florituras y bordados de oro. En cambio, allí estaba con ropa modesta y muy usada.

Terminó el baile.

Se acercó decidida.

-Quisiera agradecerle… -se interrumpió cuando Billy la miró.

Kid la reconoció. Era la jovencita que estaba con la señora Maxwell cuando solucionó el conflicto de José Chávez.

-¿Decía usted? –animó.

-Que fue muy amable… -volvió a callar. Se sentía estúpida, hasta le temblaba la voz. No entendía lo que le sucedía, porque no era miedo.

Billy sonrió. Era una sonrisa cálida, amistosa, pero para Paulita fue seductora y desvió los ojos encontrando los grises azulados de Kid que, con aquella iluminación, no eran albinos como otras veces sino el horizonte al nublarse. Se perdió en ellos como Billy en los moros de Celsa.

-Lamento lo ocurrido –le oyó decir lejanamente. Billy sospechaba a qué se refería -. Le prometo que no volverá a ocurrir, y tampoco tiene que agradecerme nada, señorita…

-Paula.

-Mucho gusto…

Comenzaba un nuevo baile.

-… ¿me concede el honor?

-Míralo, está en su salsa –oyó decir Deluvina a Tom Folliard, que no se había quedado atrás en las danzas.

Ambos contemplaron a la pareja dando vueltas.

El ambiente se había distendido desde que los locales se convencieron de que los reguladores se comportaban sin embriaguez ni alboroto y más desde que vieron a Billy calmar a Chávez.

La velada estaba resultando sumamente alegre.

-¿Me permite este baile? –preguntó Folliard a la criada.

Deluvina lo miró asombrada. Tenía 35 años, menuda, con una ligera obesidad que con los años iría a más. Rostro atractivo, redondo, de nariz corta y labios carnosos, con alguna arruga en su piel quemada por el sol y la vida dura.

-Ya soy mayor, niño –respondió a aquel joven, que tenía pocos años más que su hijo de doce.

-Insisto, mami.

 

 

CAPÍTULO 4

 

La mano del sino

 

-Pete Maxwell me ofrece un empleo –informó Doc a Billy.

-¿Vas a aceptarlo?

-Sí.

Hacía una mañana fría por la brisa que soplaba del norte aunque después haría bastante calor. Billy se había levantado antes del amanecer para echar un vistazo a la manada, mientras pensaba en Celsa, cuando se percató que Doc Scurlock caminaba hacia él. No había esperado aquel saludo.

-Entonces es el fin –concluyó.

-Para mí, sí. Escucha, chico, esto terminó el mismo día que murió McSween.

Debió haber terminado, pero nos están persiguiendo.

-Ha terminado de todos modos, ya no hay motivo de lucha.

-Nuestra supervivencia. Doc, yo pensaba como tú, pero no nos lo permiten.

-¿Y cómo piensas sobrevivir?

-Como me dejen.

-Como un forajido.

Kid frunció los labios.

-Si no hay otra… –gruñó.

-Yo no quiero eso.

-¿Crees que yo sí?

-Supongo que no.

-¡Por supuesto que no!

Desvió la mirada hacia el rebaño. Los ojos brillantes luchando contra unas lágrimas que no sabía si eran de rabia, dolor o frustración, pero que no quería que las viera Doc.

-¿Crees que soy un traidor? –le oyó preguntar.

Negó con la cabeza.

-No. Te tengo envidia.

No entendía cómo le había caído aquel sambenito. No había hecho nada que no hubiera hecho cualquier compañero. ¿Por qué a él? Le estaban endiñando más fechorías que a Jesse Evans. ¿Por qué? Nunca podría ir tranquilo a ningún sitio.

-¿Quién será nuestro jefe ahora que nos dejas?

Doc rió. Una risa corta que tuvo poco de alegre.

-Eres tú, chico.

Las palas de los incisivos quedaron visibles.

La boca seca.

Los ojos chispeando desolados.

De pronto volvió a tener envidia de Doc. Si él pudiera dejarlo tan fácilmente, pero no podía, no en aquellos momentos, perseguido, sin más opción que continuar luchando.

Ningún ranchero, por muy amigo que fuera, se arriesgaría a contratarlo.

Sólo le quedaba el bandolerismo.

Le enfurecía tener que tomarlo simplemente porque le obligaban a ello.

Al día siguiente abandonaban Fort Sumner.

Un poco adelantado descargó su estado de ánimo con Tom.

Folliard guardó silencio meditando.

-Tenemos una manada entera de caballos para vender –dijo finalmente -. Creo que ese debería ser el primer paso y luego ya veremos los acontecimientos.

Billy sonrió reconociendo lo acertadas de sus palabras; cada cosa a su tiempo. Tom no sólo había demostrado ser un gran compañero sino también su mejor amigo.

Convertido en salteador a la fuerza Billy se dio cuenta que no debía descuidar su entrenamiento con las armas y cuando acampaban se dedicaba a practicar su puntería como antaño. Quitando las batallas en las que había intervenido sólo sabía que había matado a un hombre en defensa propia, pero no tenía ninguna duda que volvería a ocurrir aunque no quisiera. Cuanto más hábil fuera más posibilidades de sobrevivir.

Volvió a la vieja costumbre de cubrir los gastos de munición con las ganancias del juego. Nunca pidió prestado a sus compañeros ni pensaba vender ningún caballo, hasta que no llegasen a su destino.

El juego.

Parpadeó pensativo.

Era buen jugador, ganaba más que perdía. Si pudiera mantenerse con él no tendría necesidad de robar nada. De hecho, le funcionó en Arizona.

Sí, quizá el juego evitase que cayera por el precipicio al que le empujaban sus enemigos.

Le gustara o no, no podía cambiar las cosas ni conseguía nada dándole vueltas a la cabeza excepto amargarse, ponerse de mal humor, discutir y que lo pagara quien estuviera a su lado; incluso echar mano al seis tiros.

A la larga, por ese camino, terminaría confirmando los embustes de la prensa.

No les daría el gusto.

No conseguirían que se derrumbara ni que se desesperara. Nunca sería lo que decían que era. Aunque sólo fuera por darles en cabeza no alteraría su forma de ser.

Aceptó la situación como un mal que no podía evitar, de la misma manera que era impotente para evitar que lloviera, nevara o detener un eclipse. Y puesto que ante un problema, que no tenía solución, no ganaba nada amargándose volvió a ser el de siempre. Su buen humor se sobrepuso a todo, aunque en ocasiones, sin que él mismo lo advirtiera, ocultaba así un carácter cada vez más grave en su interior. Su naturaleza seguía genuinamente alegre, despreocupada, quitando importancia a todo lo que le estaba ocurriendo, pero perfectamente consciente de lo que aquella mala fama estaba acarreándole.

 

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