Evocando a Caín (10)

CAPÍTULO 5

 

Los reguladores se disuelven

 

En Puerto Luna vendieron algunos caballos, asistieron al baile local y prosiguieron camino a Antón Chico donde vendieron el resto a buen precio.

Entraron en la cantina a celebrarlo. Billy, para no romper la costumbre, pidió agua.

Mientras les servían apareció el sheriff con ocho hombres. Se había corrido la voz de que Kid y su banda estaban en el pueblo y pensó que era una buena oportunidad para detenerlo.

-Tranquilos – dijo a media voz Billy cuando vio que uno de los suyos hacía un ademán hacia el arma.

Avanzó hasta ponerse a la altura del sheriff Romero.

-¿Tiene usted alguna orden de arresto? –preguntó afablemente sabiendo que no, puesto que estaban en otra jurisdicción.

El sheriff se sintió descolocado. Había esperado alguna amenaza o incluso alguna reacción violenta. En cambio aquel boy le hacía una simple pregunta.

-Eso no tiene nada que ver –rezongó.

Sentía sudores en la espalda.

La expresión amable de Kid no se alteró.

-Mire –analizó educadamente -, sin duda nosotros tenemos mucha más experiencia que ustedes en tiroteos. Aunque nos maten a todos, que es lo más probable, ¿cuántos de ustedes no morirán también? ¿No le parece sheriff que es un precio demasiado caro, para no tener ninguna orden de arresto?

Romero no respondió, pero Billy detectó incertidumbre en sus ojos y temor en sus acompañantes, gentes del lugar, tenderos, comerciantes, sastres, cerrajeros… oficios sin ninguna destreza en las armas, que habían sido reclutados como ayudantes del sheriff hacía pocos minutos.

-Le ofrezco una cosa –continuó el muchacho aprovechando el silencio -. Le doy mi palabra que no armaremos camorra ni crearemos problemas el tiempo que estemos aquí.

-¿Cuánto tiempo será?

-Un par de días. Hemos visto que están en fiestas y queremos divertirnos. Diversión sana, por supuesto.

Romero no sabía muy bien qué hacer, pero el forajido tenía razón, aunque los mataran a todos, ellos también tendrían muertos y ninguno de sus hombres, tampoco él, querían aquel final; la fama de aquel joven era despiadada.

Además, no estaban buscados en su condado. No incumplía la Ley si no los detenía puesto que allí no habían delinquido.

Decidió confiar en la palabra de Billy y rezó para que fuera el tipo de persona que la cumplía.

-De acuerdo, me parece bien –aceptó.

Kid asintió con la cabeza sonriendo amistoso.

-Me agrada su sensatez. Venga, les invitamos a todos a una ronda.

Compartieron fraternalmente las bebidas, rieron con algún comentario de Billy y nadie habría dicho al verlos que había estado a punto de armarse la de San Quintín.

Cuando Romero abandonó la taberna no sabía cómo catalogar a Billy Bonney. Nunca hubiera esperado aquella forma de ser en un hombre de su infamia.

Tres días después los reguladores pasaron cuentas del dinero que les quedaba de la venta de los caballos habiendo descontado del mismo la estancia en Antón Chico.

Terminada la guerra y la manada vendida nada les unía ya. El grupo se deshizo. Los primos George y Frank Coe, con sus haciendas saqueadas y perseguidos como proscritos, se fueron a Colorado; José Chávez se quedó en Texas; otros emigraron a Arizona. Se dieron la mano cuando se despidieron.

Anteriormente Billy siempre había huido del peligro, lo hizo cuando se fugó en Silver City y cuando mató a Cahill en Arizona, incluso cambiado de nombre, pero esta vez, aunque su sentido común le decía que permaneciera en Texas, donde nadie lo perseguía y podía comenzar de cero, el corazón le empujaba a regresar a Fort Sumner.

No podía quitarse de la cabeza a Celsa Gutiérrez, sus bonitos ojos negros, su tierna sonrisa, su olor a adelfa, aquella rosa roja que parecía susurrarle amor y hermosura. Nunca había sentido por ninguna muchacha lo que sentía por ella. Necesitaba volver a verla. No sabía si estaba enamorado o no, pero sí era algo especial; quería estar con ella.

El corazón adolescente le pudo a la cabeza; aquello lo sentenciaba a seguir luchando contra Dolan y la Ley en el Territorio de Nuevo México.

No fue solo, lo acompañaron Tom Folliard y cuatro compañeros más.

En Fort Sumner se reunió con Doc Scurlock y Charlie Bowdre, que había conseguido trabajo con Pete Maxwell gracias a Doc.

Charlie informó que había decidido abandonar a la señora McSween al comprobar que ya no corría peligro.

-De todas formas, Jim French sigue con ella, no se fía porque Susan quiere continuar la lucha de su esposo. Ha contratado a un abogado, un tal Chapman.

Pero él ya no quería saber nada de aquello, así que decidió ir a Fort Sumner a ver a su novia.

-¿Tienes novia aquí? No lo sabía.

-Sí, íbamos a casarnos cuando mataron a Tunstall y comenzó todo este lío.

Habían tenido que posponerlo, pero ahora seguirían adelante. Además, tenía un empleo allí mismo, con lo cual la futura señora Bowdre estaba encantada al no tener que separarse de su familia.

En aquellos momentos Charlie tenía intención de regresar con Doc a Río Ruidoso, para hacer la mudanza. Billy se ofreció para ayudarles.

Ni Doc ni Charlie intentaron vender sus ranchos, simplemente los abandonaron.

Mientras Billy aprovechaba el viaje para pasar por San Patricio a recoger ropa limpia y de mudar, los periódicos daban a conocer sus continuos y horribles atracos al mando de su aterradora banda.

A Pete Maxwell no le hizo ninguna gracia que regresara Billy, pero consideró conveniente llevarse bien con él, por lo que le permitió obtener viviendas, para sus compañeros y él mismo, en el antiguo hospital indio situado en los aledaños de la población. No es que Billy le cayera mal, sino que, como a Saval Gutiérrez con su hermana Celsa, le preocupaba que Paulita se enredara con un forajido.

Luz Maxwell, en cambio, apreciaba sinceramente a Billy. Después de conocerlo no creía ninguna de las habladurías que habían corrido entre él y Sally Chisum, y la forma como había salvado la vida de su futuro yerno no la olvidó en la vida. De hecho permitió que Kid entrara en su vivienda como una amistad más, para alegría de Paulita que estaba encantada; el joven le gustaba muchísimo. Y aunque a Pete esto le quitaba el sueño, Luz estaba muy tranquila confiando en el buen juicio de Billy. Además, se había percatado de las miraditas del chico a Celsa, con lo que estaba segura que Paulita, como mucho, sólo llegaría  a ser una buena amiga.

 

 

CAPÍTULO 6

 

Tascosa

 

Billy guardó el daguerrotipo en las alforjas; no era una buena foto. Celsa había tenido razón al asegurar que estaba horrible, que no era él.

Se la había hecho un día al salir de casa en Fort Sumner. Lo mostraba con el sombrero de copa alta, una chaqueta de lana gris, una camisa roja con dibujos blancos, el chaleco desabrochado, el pañuelo color hueso anudado al cuello, las botas por el exterior del pantalón, la pistola al cinto y el rifle apoyado en el suelo sujetándolo con su mano. El cabello largo le cubría la parte superior de las orejas; los párpados ligeramente cerrados, poco, dándole aspecto soñador; la boca entreabierta mostrando los incisivos. La copa del sombrero estaba parcialmente aplastada y, aunque en la foto no se apreciaba, comenzaba a descolorarse en algunos puntos por el uso. Había resultado de peor calidad que los mexicanos.

El fotógrafo, al verlo con las armas, le había pedido que pusiera expresión de facineroso y a Billy no se le ocurrió nada mejor que entornar los párpados y mostrar los dientes.

Era un daguerrotipo que no le hacía justicia. A ninguno de sus amigos le gustó y al ser una imagen invertida daba la sensación que Billy era zurdo.

A él no le desagradaba tanto, en cierto modo representaba su vida, toda del revés y una peligrosidad ficticia, porque le atribuían fechorías que realizaban otras bandas de forajidos, y que le cerraban las puertas a una vida honrada obligándole a robar ganado para poder subsistir; el único delito del que sí era culpable mas al que sólo recurría cuando los naipes eran insuficientes para mantenerlo.

Todo aquel verano no había hecho más que ir de bardanza. Las poblaciones se alarmaban cuando oían que había entrado la cuadrilla de Kid Bonney y se tranquilizaban cuando daba palabra de no crear problemas. Confiaban en ella porque sabían que nunca la rompía, pero Billy se estaba cansando, no le gustaba ver cómo acudían ante él con el temor en los ojos. Sin embargo, lo respetaban. Como muy bien le dijo Whitehill hacía tres años…

¿Sólo tres?

Parecía una eternidad.

… la palabra dada era lo que definía a un hombre.

En otoño estaban en Tascosa, ahora eran cinco contándole a él: Tom Folliard, Henry Brown, Fred Wayte y John Middleton. Salvo Folliard era el grupo de trabajadores que había acompañado a John Tunstall el día de su muerte.

Acamparon cerca de la población. Era una villa pequeña con solo dos tiendas, una herrería y una casa de adobe, que era el centro de suministros para las grandes extensiones ganaderas de la región texana de Panhandle.

La noticia de que había llegado a Tascosa se extendió como la pólvora por la aldea. Su reputación de malhechor había empeorado, se ofrecía una gran recompensa por su captura vivo o muerto, preferiblemente muerto.

A pesar de ser sólo cinco le tenían demasiado miedo para enfrentársele y por otro lado, saber que cumplía su palabra de no crear problemas equilibraba un tanto la balanza.

 

 

Billy vio acercarse la comisión y no pudo evitar un mohín.

-Vienen bien armados –comentó Tom Folliard a su lado.

-¿Cuándo no nos han venido armados?

Ninguno se movió, se habían acostumbrado ya a aquellas situaciones. Aún así, Billy estudió cada uno de los rostros y ademanes de quienes se acercaban. La población era tan pequeña que ni siquiera tenían sheriff. No detectó agresividad.

Cuando estuvieron lo suficientemente próximos se adelantó pacíficamente.

Saludó con educación y añadió en qué les podía servir. Su voz suave, su sonrisa amistosa, su aplomo, sus ojos que con la iluminación de aquellas horas parecían de azul claro… no había nada de la agresividad que le atribuían.

Los panhandlers se desconcertaron, olvidaron el discurso preparado y comenzaron una charla informal con aquel joven. Sa-bían todo de él, le dijeron, preguntándole qué hacía allí, que no querían conflictos.

-Tampoco nosotros –respondió -. Estamos aquí porque oí que necesitaban monturas y hemos traído una buena remesa.

Sin duda todos mangados, pero no preguntaron lo que era obvio y dado que sí era cierto que los necesitaban se volvieron ciegos, mudos y sordos no importándoles que los jamelgos fueran robados si el precio era razonable.

Lo fue, Billy no era avaricioso, nunca buscó lucrarse con el latrocinio de ganado, tan sólo ganar lo suficiente para vivir.

A diferencia de otras bandas sus hombres estaban de acuerdo con esto, porque ninguno se veía a sí mismo un profesional de la delincuencia.

Cerrado el trato, el estúpido de turno, que siempre los hay, tensó la cuerda al ver a Kid tan apocado.

-Pueden quedarse los días que quieran. No habrá problemas siempre y cuando se comporten. De lo contrario –advirtió enfáticamente -, si transgreden…

-Nos comportaremos –repitió Billy atravesando los ojos de quien había hablado cuya voz se extinguió -, si nos dejan ustedes en paz.

Seguía pacífico, pero el brillo de sus pupilas cuando miró al bocazas, el ligero cambio apenas perceptible en su tono de voz… todos entendieron que no eran tan inofensivo como sus modales agradables daban a entender.

Una hora más tarde pagaron los caballos y se los llevaron bajo la atenta mirada de los forajidos.

Billy repartió el dinero y seleccionó parte del suyo para comprar balas.

-¿Vienes a la cantina? –preguntó Tom.

-Después de pasar por la tienda.

Estaban más que bebidos cuando se reunió con ellos.

-¡Hola, Billy! –farfulló Tom.

-¿Ya estás borracho?

-Como me haces beber por los dos… aquí tienes tu agüita, recién sacada del pozo.

Billy no respondió. Se sentó en la silla y contempló a sus amigos. Hablaban ya otro idioma comiéndose las palabras y conversando de las necedades de siempre cuando estaban ebrios. Paseó la vista por el local. Se detuvo en un parroquiano que lo observaba. Era el único que como él bebía agua, el único con quien se podría llevar una conversación que tuviera sentido.

Cogió el vaso y se acercó.

-¿Me permite que me siente en su mesa?

-Por favor –señaló una silla vacía con la mano abierta.

-Gracias. Me llamo Billy Bonney.

-Lo sé. Yo soy Henry Hoyt, médico.

Muchos años más tarde, el doctor Henry Hoyt escribió sus recuerdos y aventuras como médico en la frontera, dando a conocer su relación con Billy el Niño. Lo primero que le llamó la atención fue que Kid era abstemio cuando ya, en aquel tiempo, se había escrito largo y tendido de las hazañas de Billy en competiciones de bebidas. Sin embargo, él nunca lo vio tomar una gota de alcohol.

Este detalle ayudó para que tuvieran una buena relación inicial, puesto que Hoyt, criado en estrictos principios cristianos, también era abstemio.

Mientras escuchaba a Billy, Hoyt lo estudiaba. Le calculó unos 18 años, de facciones suaves, imberbe, cuerpo atlético y simétrico. En realidad cumplía los 17 aquel año y ya había alcanzado toda su estatura, no crecería más.

La conversación se interrumpió por un altercado. Ambos giraron la cabeza hacia el barullo.

John Middleton estaba vociferando con la mano apoyada en su arma.

Kid se levantó murmurando algo que Hoyt no entendió. Caminó hacia el borracho que parecía esperar la mínima excusa para liarse a tiros.

-John Middleton –dijo suavemente, pero con un ligero tono de desafío y mando -, maldito idiota, vuelve al campamento y quédate allí hasta que yo llegue.

Middleton se giró hacia Kid al oír su voz. Tenía los ojos brillantes.

-No me hablarías así si estuviéramos solos. No presumas tanto.

-Si es lo que crees, vamos los dos detrás de la tienda. Allí estaremos solos.

Tenía también la mano apoyada en la pistola. Su tono era más metálico, sus ojos parecían haberse oscurecido.

Middleton palideció. El labio inferior le temblaba cuando intentó una sonrisa enfermiza.

-Venga, Billy –rezongó en un tartamudeo -, no sabes aguantar una broma.

-Quizá, pero yo no bromeo. Ya me has oído. Vuelve al campamento. Ahora.

Middleton tragó saliva y sin atreverse a mirar a ver si lo respaldaban sus compañeros salió por la puerta arrastrando los pies. A Hoyt se le antojó un perro apaleado.

Años más tarde, cuando Pat Garrett ya había intentado sin éxito explotar el hecho de haber asesinado a Billy el Niño y publicado su fraudulenta biografía, fanfarroneó a Hoyt de que Billy tenía más fama que destreza real con las armas y que John Middleton le superaba en todos los sentidos con el revólver. Hoyt no creyó ni una palabra, porque había visto el miedo de Middleton en Tascosa.

 

 

CAPÍTULO 7

 

Henry Hoyt

 

A diferencia de Doc Scurlock en Fort Sumner Billy no prohi-bía a sus hombres beber, pero sí esperaba que se comportaran. Era la única ocasión en que actuaba de líder, porque seguía viéndose como uno más. Sabía muy bien lo que conllevaba el exceso de bebida y no estaba dispuesto que sus compañeros le metieran en un berenjenal y menos si había dado su palabra.

En este aspecto no se libraba ni su mejor amigo cuando vio a Tom Folliard, pistola en mano, amenazar de muerte a un mexicano con el que había estado jugando al monte. La voz de Billy lo detuvo y al girarse vio a su amigo con el ceño fruncido, a su lado estaba Henry Hoyt. Sin abrir la boca Folliard se serenó y guardó el arma.

A Hoyt le llamó la atención aquella disciplina y la plasmaría después en sus memorias. Lo cierto es que, cuanto más sabía de Kid, más le fascinaba como persona a pesar de su juventud. Tenía muchas cualidades naturales superiores, escribiría en sus recuerdos. Hablaba español como un nativo y aunque sólo era un muchacho sin barba era, sin embargo, un líder natural.

También le asombró su destreza con las armas. La parte tra-sera de una de las dos tiendas era un cementerio de botellas de cerveza vacías y los cowboys se entretenían disparando contra ellas. Ponían seis en línea y desde una distancia de cincuenta yardas vaciaban el cargador.

Billy lo hacía en la mitad de tiempo sin errar un tiro.

-Es imposible –aseguró incrédulo Hoyt -, tienes el revolver amañado.

Billy exhibió media sonrisa divertida.

-Déjame el tuyo y cronometra.

Repitió la exhibición; apenas varió unos segundos. El médico se convenció que lo del muchacho era habilidad, no truco, ni siquiera parecía que apuntase.

Terminaron creando entre ellos una buena amistad aquellos días, pasando muchas horas juntos, charlando, cabalgando y acer-cándose a los pequeños asentamientos mexicanos de las cerca-nías. En uno de ellos, en la casa de don Pedro Romero había baile semanal.

Hoyt escribió que aquella noche había luna llena y el baile estaba en pleno apogeo. Billy y él salieron un rato a estirar las piernas y estuvieron paseando unos cien metros. De pronto Hoyt desafió a Billy a una carrera hasta el baile. Se sorprendió que siendo más viejo fuera más rápido corriendo que Kid. Al acercarse a la puerta Hoyt se refrenó, pero Billy no para recuperar el terreno perdido.

La casa mexicana tenía un umbral de casi un pie de altura y el chico saltó para no tropezar, pero lo hizo el tacón de una de sus botas. Billy fue trastabillando intentando recuperar el equilibrio entrando de esta guisa en el baile y desplomándose contra el suelo en el centro de la sala.

En menos de un pestañeo sus cuatro amigos le habían rodeado, espalda contra espalda, con un revólver en cada mano amartillado y listo para hacer fuego; temerosos, por su forma de entrar, que lo estuvieran atacando.

-Guardad los seis tiros –rezongó Billy poniéndose en pie.

-Pero, ¿qué ha pasado? –quiso saber Folliard.

-Que iba corriendo y he tropezado, eso ha pasado.

-¿Te perseguían?

-No. Hacía una carrera y estaba perdiendo. Y guardad las armas, que nos van a gritar.

-Señor Bonney, ¿puedo hablar con usted? –dijo Pedro Romero.

-¿Lo veis?

Siguió al dueño de la casa quien le recordó que existía una costumbre, una ley no escrita, que prohibía entrar en los bailes con armas y él lo sabía.

-Naturalmente –reconoció Kid -, y voy sin armas.

-Pero sus hombres sí las llevan.

Ahí le daba la razón, el muchacho. Dónde y cómo las habían escondido era algo que todos se hacían cruces.

-Comprenderá –ahora la voz del señor Romero tenía algo de temor; después de todo hablaba a Kid, el infame forajido que disparaba a la mínima según decían los gringos -, que no podemos consentirlo. Si se les permitiera a ustedes, al final…

-Entiendo, no se preocupe –la sonrisa de Billy no podía ser más comprensiva -. Nos iremos en el acto y les diré que desde ahora tenemos prohibido asistir al baile de usted. No pase pena, cumpliremos.

Ni la expresión ni el tono eran de amenaza, ni había cinismo en los ojos. Sólo un chiquillo pillado en falta que aceptaba las consecuencias como un hombre.

Don Pedro Romero extendió la mano con respeto. Billy la estrechó.

-Se lo agradezco –dijo el mexicano -, es usted un caballero.

-No se merecen. Mis disculpas por el estropicio.

Sus hombres acataron la decisión aunque no se privaron de mostrar su disgusto por la prohibición.

Hoyt les oía protestar como adolescentes ante el castigo del maestro y se dijo que a pesar de ello y la disciplina de Billy, se dejarían matar por él. Existía entre ellos una camaradería que no era normal, y no se equivocaba, porque era la que se forja entre compañeros de armas en tiempos de guerra.

A finales de octubre Hoyt abandonaba Tascosa. El día de su partida apareció Billy, desde el campamento, para regalarle su caballo.

-¿Dandy Dick? –se asombró Hoyt.

-Claro, sé que te gusta.

Billy le había permitido que lo montara alguna vez y se había percatado cuan prendado había quedado el médico de aquel pura sangre de origen árabe.

Era lo menos que podía hacer, se dijo el muchacho. Días atrás Hoyt le había regalado un reloj para damas, que había ganado hacía un tiempo en una partida. Billy le había pedido que se lo vendiera, porque quería dárselo a una media novia que tenía en Fort Sumner. El médico no quiso dinero y se lo obsequió.

Hoyt no salía de su asombro. Aquel hermoso caballo de carrera era el favorito de Billy y sabía cuánto lo quería el chaval.

-Sígueme –dijo Kid.

Entraron en la tienda Howard & McMasters. Billy caminó hasta el mostrador, cogió un papel y escribió un recibo formal de venta, como si fuera una compra, con el nombre del caballo y sus características. Lo firmó y luego lo hicieron como testigos los propietarios de la tienda.

Entregó el recibo a Hoyt.

-Toma, así no tendrás problemas.

-Yo… no sé qué decirte. Es tu mejor caballo.

-Cuídalo bien –miró cariñosamente a Dandy Dick por última vez cuando salieron a la calle -. Lo echaré de menos. Este caballo y yo tenemos nuestra historia –comentó sin especificar más.

En 1921 Hoyt envió una fotocopia del recibo a un viejo vaquero quien se lo enseñó a James Brady. Al leer la descripción, el señor Brady exclamó: ¡Dios mío, era el caballo que mi padre montaba cuando lo mató Kid!

Días más tarde fueron ellos quienes abandonaban Tascosa. Henry Brown, Fred Wayte y John Middleton dejaron el grupo. Brown quería quedarse en Tascosa y buscar trabajo en las haciendas locales. Middleton deseaba ir a Kansas y comenzar una nueva vida. Wayte prefería regresar a su casa familiar en Territorio Indio.

Billy en cambio decidió regresar a Nuevo México. No se dejó convencer por sus tres amigos de que emprendiera otra vida en otro sitio. Estaba enamorado de Celsa y deseaba permanecer en Fort Sumner.

En cuanto a Folliard, hacía tiempo que había decidido que iría donde fuera Kid.

 

 

CAPÍTULO 8

 

El perdón del Gobernador

 

La Guerra del Condado de Lincoln había creado inseguridad en todo el Territorio, no sólo habían acudido bandadas de forajidos de otras latitudes sino que también las ya asistentes, como la de John Kinney o Jesse Evans, se habían envalentonado y no se dejaban pisar el terreno por los nuevos, sin contar que todavía seguían la batuta de James Dolan, quien también tenía bajo sus pies al sheriff Peppin, a Barela y otros agentes de la Ley, los cuales se desentendieron de los recién llegados, porque su única obsesión (órdenes de Dolan) era acabar con William Bonney en una prolongación de la guerra entre ganaderos.

Y así, mientras el muchacho llevaba una vida más o menos pacífica en Fort Sumner, manteniéndose con el juego o trabajos esporádicos en alguno de los ranchos de ovejas de los alrededores, el sheriff Peppin solicitaba otra vez ayuda militar en Fort Stanton para detenerlo y los salteadores asolaban Nuevo México convirtiéndolo en un Territorio sin Ley.

La situación llegó a tal extremo que el Presidente de los Estados Unidos destituyó al Gobernador Samuel Axtell e impuso en su lugar al general Lew Wallace con órdenes estrictas de terminar, al coste que fuera, con la violencia en Nuevo México.

Tras estudiar la situación el nuevo Gobernador consideró que para que volviera la paz tenía que extender en primer lugar, un amplio y generoso perdón a todos los combatientes de la Guerra del Condado de Lincoln.

Billy jugaba una partida de cartas cuando llegó Tom Folliard con la noticia.

Estaba sentado en la misma mesa un individuo de unos treinta años, delgado, mostachudo, de casi dos metros de altura. Un antiguo cazador de búfalos, que había huido de Texas después de matar a su socio por una discusión en el reparto de las pieles.

Buen tirador, le gustaba beber en exceso y cuando se emborrachaba se volvía agresivo, pendenciero, bullicioso y ofensivo, acosando constantemente a hombres más débiles que él. Al menos es lo que se decía.

Que le gustaba el alpiste era cierto por lo que pudo comprobar Billy el día que lo conoció.

Cuando llegó a Fort Sumner trabajó en primer lugar para Pete Maxwell, pero fue despedido cuando éste lo sorprendió robándole varias reses. El fulano tuvo suerte; de haber vivido Lucien, el padre de Pete, lo habría ahorcado, máxime cuando no fueron ellos las únicas víctimas de sus latrocinios. Ahora trabajaba como camarero en el salón de Smith. Su nombre: Pat Garrett.

La leyenda los convirtió, a él y a Billy, en compadres para alimentar la tragedia. En el siglo XX, con la liberación sexual, hasta hubo quien los convirtió en amantes. Un drama. He aquí un efebo muy malo, muy malo y un sheriff muy bueno, muy bueno, que se ve obligado a matar al amor de su vida por criminal, asesino y vil. Lloros.

En realidad tan sólo llegaron a ser grandes conocidos con una cierta amistad, puesto que coincidieron en muchas partidas de naipes a las que eran grandes aficionados. Los parroquianos, por ello, apodaron a Pat Garrett como Gran Casino y a Billy, por la diferencia de estatura, Pequeño Casino.

De quien sí era amigo y se conocían de Texas, era Tom Folliard. Por mediación de éste, Billy, Charlie Bowdre y otras amistades de Tom escotaron dinero, para que Garrett pudiera celebrar su boda con Juanita Martínez, puesto que él no podía permitírselo. Incluso le compraron un par de botas nuevas.

Pat Garrett se emocionó y juró a Folliard que nunca olvidaría el detalle que habían tenido con él.

 

 

-¿Podemos hablar? –preguntó Tom.

Billy miró a su amigo; parecía preocupado.

Garrett también le echó un vistazo antes de saludarlo. Folliard respondió al saludo pensando que Pat se había repuesto muy rápidamente de la pérdida de Juanita. La feliz novia, llena de encanto y alegría, había fallecido por causas desconocidas a las tres semanas de casarse. Todo Fort Sumner la lloró.

Kid acabó la partida y lo siguió. Receló cuando Folliard no se detuvo hasta llegar al barracón que había cedido Pete Maxwell en el hospital indio, porque al matrimonio Bowdre no les molestaba alojarlos en su casa.

-¿Tan grave es lo que vas a decirme?

-Wallace concede el perdón a todos los que lucharon en la Guerra de Lincoln.

Billy tardó unos segundos en asumir la grata noticia.

-Tú no estás indultado –continuó Folliard con voz seria.

La expresión de alegría que había comenzado a aparecer en el rostro de Billy se congeló.

-¿Cómo puede ser que el Gobernador indulte a todos menos a mí?

Tom le tendió una hoja. Era una lista de nombres en la que no estaba el suyo. La repasó estúpidamente varias veces, incrédulo.

-Es por el sheriff Brady –dijo Folliard -. Al ver que no estabas hice mis averiguaciones.

-¡Yo no lo maté!

-No te creen. Te acusan de asesinato y Dolan ha conseguido que incluyan también a Buckshot Roberts como otra de tus víctimas. Te persiguen por los dos.

Folliard se interrumpió. Le dolía ver a su amigo con el rostro pálido y desencajado.

Billy oprimió los labios.

-Hablaré con él.

-¿Con quién?

-Con el Gobernador.

-Billy, eso es una locura.

-No tengo otra. Me entregaré y hablaré con él.

-Y eso, una estupidez. Es el Gobernador, ¿cómo va a hablar contigo?

-Necesito ese indulto.

-Billy…

-Tú no lo entiendes porque lo tienes, tu nombre está en la lista.

-¿En serio crees eso? –interrumpió herido.

Billy desvió la vista, avergonzado.

-Perdona –murmuró -, no era ningún reproche. Entiéndeme, si no consigo el indulto voy a estar perseguido toda mi vida. Quiero a Celsa, Tom, quiero estar con ella, casarme… Necesito el indulto.

-Has hablado con su hermano.

-Sí, he hablado con Saval. No le gusta que su hermana una su vida con un forajido, y a mí tampoco.

-A Bowdre y su esposa no les importó.

-Yo no soy Charlie. Nunca le pediría eso. ¿Y qué consigo? Revolotear alrededor de ella como un moscardón. Se merece algo mejor y yo no puedo ofrecerle nada en estos momentos.

-Cierto, tú no eres Charlie, pero ella tampoco es Sally Chisum, ¿crees que le importa…?

-Me importa a mí.

Tom no respondió. Como cualquier adolescente ligón Billy tonteaba con cualquier chica que le gustara, pero era para divertirse, sobre todo en los bailes; ninguna conseguía hacer sombra a Celsa, ni siquiera Paulita Maxwell. Él en cambio tenía que conformarse con Deluvina, porque le gustaban más granadas, pero tampoco la criada india escapaba del influjo de Billy. Mis niños, les llamaba a ambos.

-Quizá… -continuó Kid -, ¿cómo decirlo? Quizá si me entrego… el Gobernador vea voluntad por mi parte.

-Con esa acusación, te colgarán.

-He de intentarlo.

Tom suspiró en un gesto de resignación; un suspiro amargo.

-De acuerdo, que nos cuelguen juntos.

 

 

Lo que menos esperaba el ayudante de sheriff de Lincoln, George Kimbrell, aquel 22 de diciembre es que William Bonney, alias Kid, que estaba siendo acosado como un perro rabioso, abriera la puerta de la cárcel entrando como Pedro por su casa.

-Hola, George –saludó al atónito agente de la Ley.

A Kimbrell le costó reaccionar. Dolan y toda su camarilla estaban decididos a tener la sangre del chico, ofrecían recompensas por su captura vivo o muerto, le obligaban a llevar una vida de proscrito y su única posibilidad de seguir vivo era escondiéndose.

-Eres de lo que no hay –consiguió articular -. Peppin está como loco con los militares buscándote y tú te presentas aquí tan fresco.

-Será que no sé como joderle –rió Billy jocoso. George Kimbrell le coreó; Folliard no tenía ganas de risas.

-¿Por qué no le dices para qué hemos venido?

Billy se sentó con toda confianza. Conocía a Kimbrell de antes de las hostilidades por haber coincidido en algún rancho y siempre se había llevado bien con él.

El ayudante se puso serio cuando Billy le habló de entregarse para participar en la proclamación de amnistía emitida por el Gobernador Wallace.

-Estás cometiendo un error –dijo sinceramente -. No te va a indultar por el hecho de entregarte voluntariamente; tienes dos acusaciones de homicidio.

-Es lo que he intentado hacerle entender yo, pero parece que lleve anteojeras, no ve nada más.

-Hazlo de todas formas, George.

Folliard movió la cabeza bruscamente.

Se le ofrecía en bandeja. Como ayudante, Kimbrell también poseía la orden de arresto, y con lo notorio que era Billy se gana-ría una buena fama con su detención. Nadie tenía por qué saber que se había entregado voluntariamente.

Kid no tenía nada. Sus enemigos, aquella miserable pandilla que llamaban el Círculo de Santa Fe, lo tenían todo, dinero, poder… Billy sólo tenía amigos, muchos por todo el condado de Lincoln y en el De Baca, amigos de verdad, no de palabra, encantados de ayudarlo y mantenerlo informado de los movimientos de quienes buscaban su cabeza. Pero ninguno de ellos podía ayudarle ahora que lo tenía enfrente pidiendo que lo encerrara.

-Piénsatelo –aconsejó; él no era un rufián como Dolan, y aunque sin duda había matado a Brady, lo que hacían con el chaval no era de hombres -. Billy, te aprecio. Somos muchos en este lado lo que te apreciamos, y a ninguno nos gusta que indulten a todos menos a ti. Te encerraré si te empeñas, pero medítalo, porque una vez dentro no conseguirás hacerte oír, no te dejarán, y a Wallace sólo le importa que reine la paz, no quien viva o muera, aunque éste sea inocente. Hazme el favor y piénsatelo, no seas tonto. Si después de encerrarte, cambias de opinión dímelo y te soltaré.

Cumplió su palabra cuando, dos horas más tarde y tras pensarlo mejor, Billy se convenció que ambos, George y Tom, tenían razón.

Cuando salió de aquel agujero sombrío, no apto ni para perrera, que era el calabozo de la cárcel, Billy se juró que no volvería a entrar vivo en aquel pozo.

 

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