Recuerdo que cuando era pequeña, cada viernes por la tarde mis padres se arreglaban para salir. Yo me quedaba con mi madre viendo como elegía la ropa que se que se iba a poner y el maquillaje que iba a utilizar. Cuando terminaba le pedía que me maquillase, se acercaba me ponía un poco de colorete y me besaba en la frente dejando la huella de sus labios. Mi padre como de costumbre, entraba enfadado porque no le salía el nudo de la corbata y ella con su infinita paciencia se lo explicaba las veces que fueran necesarias.

Al terminar de arreglarse la entrada de la casa se convertía en un improvisado salón de baile, mi padre encendía la radio y cada viernes por la noche a la misma hora sonaba su canción preferida. Entonces le pedía a mi madre que bailara con él. Yo los observaba desde la barandilla de la escalera. Recuerdo la melodía, cada paso, cada gesto, sus miradas y sus sonrisas, que se quedaron grabadas en mi memoria. Luego me llamaban y mi padre me subía a sus pies para bailar todos juntos. Recuerdo el olor y el color de aquellos viernes antes de que salieran a disfrutar de un día que convirtieron en inolvidable para mí.

Ahora caminan por la calle cogidos de la mano, mirándose como siempre. Mi madre sigue siendo esa mujer dulce, elegante, discreta y simpática de la que se enamoró mi padre. Y mi padre sigue siendo ese hombre bromista, fuerte, seguro y hablador del que se enamoró mi madre.

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