¡Haz qué se callen! 2º

-¡Dios santo! -dijo el joven que acompañaba a Daniel con total asombro.

La exclamación hizo detener la marcha al parking del supermercado. El joven salió corriendo hacía la multitud de personas que se agolpaban para obtener su trozo de cristal gratis para abrirse la cabeza. Desde que aquel coche se estrellara contra el escaparate del supermercado los «paranoicos llorones» habían aprendido a usar los pedazos de vidrio como abrelatas para sus cabezas. 

El joven vestía un polo ajustado de color azul pastel, combinado con unos pantalones vaqueros de marca y zapatos de vestir. Su media melena estaba bien cuidada y peinada hacia un lado. Toda la ecuación daba un único resultado evidente. En su corta conversación entre la caja donde fueron compañeros de cola hasta la entrada acristalada del establecimiento, Daniel creía haber oído su nombre: Roberto quizás.

Roberto agarró a un niño de unos seis años que estaba autolesionando con un trozo de escaparate roto cerca del accidente de coche. El crío no paraba de llorar y gritar «¡Qué se callen!», como si de una rabieta se tratara. Tras quitarle el cristal el niño empezó a retorcerse en los brazos del joven que corría hacía Daniel.

-¿Le conoces? -le preguntó Daniel con desconcierto. Nada de lo que estaba ocurriendo era normal y no sabía exactamente que hacer.

-No, pero me lo llevo -respondió Roberto con el niño pataleando en sus brazos intentando soltarse.

-Puede que a eso lo llamen secuestro -añadió Daniel con un cierto tono de frialdad.

Sabía que no era la mejor forma de reaccionar y comprendía que nada de aquello no era normal, que la mejor opción era llevarse al niño pues su madre estaría entre las otras personas «paranoicas» intentando abrirse la sesera entre gritos y lloros, pero no pudo evitar reaccionar con frialdad. La parte racional de su cerebro le hacía pensar que todo tenía una explicación lógica, sujetándolo a las leyes y normas de la sociedad actual.

-Si su madre o padre son capaces de denunciarme mañana, me alegrare -zanjó el tema el joven con un tono de miedo en la voz.

Roberto siguió a Daniel por el parking llevando al niño a cuestas como a un saco de patatas mientras castigaba su espalda entre golpes y arañazos. El joven no hacía más que intentar tranquilizarlo con palabras dulces mientras comenzaba a llorar de impotencia.

-Vamos Roberto, no te eches a llorar tú también -dijo Daniel poniéndose a la altura del joven.

-Me llamo Alberto… -corrigió con la voz quebrada entre lágrimas.

-¡Haz qué se callen! -interrumpió el niño.

-¿Quieres que te acerque a ti y al niño a algún sitio?

-Por favor, he venido en bus pero no tengo ganas de cogerlo de vuelta -respondió secándose los ojos con una mano y con la otra agarrando con más fuerza al niño que no paraba de gritar. 

Anduvieron dos filas más por el parking hasta llegar al coche de Daniel. Por todo el parking se oían gritos y lloros entre accidentes de coche y frenadas, pero nadie cerca. 

Al entrar al coche, Alberto ató al niño con el cinturón de seguridad del asiento trasero y se montó junto a él. A Daniel le empezaba a doler la cabeza demasiado. El niño taladraba su mente cada segundo y no lo dejaba pensar con claridad. Sacó su teléfono móvil y no pudo evitar decir:

-Dile al crío que deje de llorar un segundo.

-Eso intento desde hace un rato -dijo Alberto con un tono molesto pero más calmado. Aún tenía los ojos enrojecidos.

Daniel marcó el número de su mujer y esperó. Tenía la casi absoluta certeza de que nadie iba a responder a la llamada pero aún así la hizo. Demasiada televisión.

-Dime -dijo la voz de su mujer al otro lado del auricular.

-¡Ana! ¿Estas bien? -dijo Daniel en tono de sorpresa mientras se tapaba el oído libre para no oír los berridos del niño.

-Sí…, te estoy esperando ¿Vienes ya?

-Sí -contestó en un tono extraño, casi de incredibilidad -había una cola exagerada, ahora te cuento.

-¿Quién no para de llorar por ahí?

Alberto tapó la boca al niño, pero de poco sirvió.

-Un crío de una pareja de extranjeros que andan por aquí -mintió -. Voy a colgar, te veo en diez minutos.

Daniel colgó el teléfono aliviado. Sea lo que sea lo que está afectando a las mentes de las pobres personas del supermercado, no le había afectado ni a él ni a su mujer. 

Alberto aún seguía en el asiento trasero tratando de tranquilizar al niño. Tras dar su dirección y ponerse en marcha, el crío, había empeorado en sus gritos. De forma violenta comenzó a dar cabezazos contra el cristal de la ventanilla mientras se tensaba y respiraba con dificultad.

-¡Haz qué se callen, haz qué se callen! -repetía una y otra vez el niño entre golpe y golpe.

-¡Joder, me va a romper la ventanilla! -gritó Daniel.

-No puedo, no se está quieto -dijo Alberto entre lágrimas.

Todo aquello estaba afectando de forma terrible al joven. Aguantaba con todas sus fuerzas al niño para que desistiera de sus ataques agresivos, pero no había forma de tranquilizarlo. Cada vez que el crío gritaba, Alberto, se ponía más nervioso y se sentía más impotente. ¿Qué podía hacer él por el niño?

-Alberto o haces que pare o bajáis del coche -dijo Daniel en un tono serio.

-¡Qué no puedo! -exclamó Alberto sujetando al niño que se movía como una lagartija para liberarse.

-¡Haz qué se callen! -intervino el crío.

-Me pone nervioso Alberto.

-No puedo con él.

-Alberto, !Vamos a tener un accidente por culpa de que me pone nervioso! -Daniel estaba realmente exaltado.

-¡Haz qué se callen!

-¡Lo siento! -gritó el joven apunto de volver a llorar.

Las calles de la ciudad estaban tranquilas y no había indicios de «paranoicos» hasta que de pronto, cortando la discusión, un hombre obeso se cruzó en la calzada gritando entre lloros «¡Haz qué se callen!». Daniel intentó esquivarlo con un brusco giro de volante  que hizo que el coche impactara de lleno contra un poste de publicidad.

Víctor Manuel Sala.

3 Comentarios

  1. Lascivo dice:

    mola, pero me gustó más la primera parte, habrá k ver cómo es el siguiente capítulo

  2. vms8 dice:

    es un todo.

  3. Zilniya dice:

    Uf, más misterio, no le ha afectado a la mujer…

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