Las joyas de una vida: capítulo 3

Beatrice era joven y castaña. Eran dos cualidades que a nadie le pasaban desapercibidas. Era joven por su forma de hablar, de desenvolverse, por su dulzura y su encanto natural. Sus cabellos caían como térreas cascadas por sus hombros, mostrando al mundo dos perfectos cuencos repletos de miel. Pero sus labios eran lo más llamativo, pues suponían una poderosa contradicción: permanecían siempre serios.

Habían muchas personas en Villabaldía, pero nadie había visto nunca a Beatrice sonreír. Quizá por eso se burlaba de ella mucha gente, le desviaban la mirada o ignoraban todo aquello que decía. Era una criatura más en el mundo, sola y sin nadie que la cuidara. Vivía de lo que podía y de lo que se le dejaba. Era la más pobre en un mundo de pobreza. Para ella, la vida pasaba sin ánimo ni sentido. Estaba abandonada, sin sus padres y sin nadie que le ayudara. Habiendo alcanzado los diez y nueve años de edad no tenía nada en esta vida. Lo único que poseía era un mal recuerdo.

Pero esta villa había sido próspera en el pasado. Comenzó siendo un lugar propicio para multitudes de campesinos ávidos de poseer tierras propias y vivir una vida mejor. De esta manera, la villa creció, Señor de Ranstings le concedió muchos privilegios y, asimismo, derivó en una auténtica urbe donde el anonimato era algo natural. No importaba la condición o el lugar. La diferencia, en Villabaldía, se había convertido en un sinónimo de tolerancia a la altura del año 1216 de Nuestro Señor.

Vagaba entre calle y calle, durmiendo en rincones, viviendo de limosnas y acciones ilegales. No había pasado ni futuro para ella.

–¡Quién va! –preguntó el centinela desde su muralla, como era su cometido.

–¡Soy William de Sutter, abre la puerta!

El centinela quedó un momento pensativo, entre confuso e incrédulo. Ante ello, el heredero de Ranstings desenvainó su espada y la mostró al centinela. Aunque no lo pudiera ver bien, nadie que no fuera de la nobleza podría adquirir un arma así, a no ser que fuera un ladrón vulgar y solitario. Pero era Villabaldía, y había más ladrones que ratas. Ese centinela no perdería su sueldo por dejar pasar a uno más.

Los portones se abrieron y pasó raudo hacia el interior de la villa, dejando a ambos lados a prostitutas, magos, y otros engañabobos que cautivaban muchas veces a los viajeros lejanos en su llegada. Su objetivo era la gran plaza central. Era el día del mercado.

A lo largo de una arenisca calle, los colores y la música atrapaban a los habitantes de Villabaldía. Muchos productos no volverían a verse nunca más por allí, por lo que la concentración de gente era enorme.

La plaza era el cruce de las dos grandes vías que conformaban aquella villa hecha en piedra gris. Los puestos se abarrotaban con las ofertas, los regateos y los escándalos propiciados por los ladrones. De estos últimos, eran de lo que más había.

–¡Me has robado, malnacida! ¿Quién te has creído que eres, sinvergüenza?

Beatrice había utilizado sus manos pequeñas y exentas de inocencia para llenarse las faltriqueras de su ato de pasas de un puesto. El tendero la había agarrado fuertemente, y no parecía haber forma de escapar.

–Tengo hambre… –murmuró entre sollozos.

–¿De veras? –preguntó enfurecido aquel hombre, gordo, calvo y de un genio espantoso–. ¿Te gustaría probar esto? –le dijo mostrando un enorme cuchillo oxidado.

La joven dio un buen tirón y salió corriendo, deslizándose entre persona y persona, esquivando obstáculo y obstáculo. Dio un tropezón y toda su comida cayó al suelo, viendo unas cosas que no había visto nunca. El hombre sobre el cual había tirado todas las pasas poseía calzado, brillante y elegante. Nunca había visto nada así. El joven le ayudó a levantarse.

–Ve con cuidado, mujer.

Beatrice miró a los ojos al señor. Era más alto que ella, y su cara estaba limpia. Su rostro le resultó extraño, como si no pudiera existir alguien así, con aquellos insultantes ojos azules claros. Su ropa era extraña, pero había visto cosas más raras en la villa. Por una razón o por otra Beatrice, por primera vez en su vida, sonrió.

El extraño señor acabó de efectuar su compra, pero se paró a mirar mejor a la muchacha. Él era bastante mayor que ella. Su mirada era triste, aunque su sonrisa estaba latente. Algo en ella le entusiasmó. Quizá sus labios finos o sus ojos color miel. A lo mejor le pareció que aquella chica era como él, alguien solitario y sometido a las asperezas del vivir.

–¿Te gusta? –preguntó el joven, mostrando lo que acababa de comprar.

–No sé leer –dijo Beatrice, sin dejar de sonreír.

William no sabía por qué actuaba como actuaba. No estaba mal hablar con los de la villa o mezclarse con ellos, pero no era lo habitual, y menos con una muchacha de tal guisa.

–Es El Ajedrez, escrito por el Rey Alfonso.

Beatrice no dejó nunca de sonreír.

–No sé quién es –dijo la jovencita mirando el manuscrito, tan ancho y largo que el señor lo sostenía con fuerza con ambos brazos.

No había nada qué decir. No sabían de qué hablar, pero no paraban de sonreír.

–Mi nombre es William.

–El mío Beatrice.

En ese momento llegó hecho una furia un hombre corpulento, calvo y dispuesto a todo.

–¡Ella me ha robado! ¡Ha sido esa mala pécora!

Muchos se conglomeraron para ver qué ocurría. El tendero apuntó con su puñal a la joven y se fue acercando lanzando mil insultos a ella y toda su ascendencia. William se puso delante de ella sin vacilar, protegiéndola con su cuerpo. Era un hombre de ideas firmes y claras. Siempre sabía qué hacer en cada momento. Pocas veces sonreía siquiera si no era necesario. Su calma y determinación eran sus mejores armas.

–Señor, esto no va con vos –aclaró el tendero, nervioso y alterado–. ¡Por Dios, no me obliguéis a hacer una estupidez!

William sacó su sable, dejando caer al suelo el manuscrito. Aquel sonido era nuevo para muchos. Al desenfundar el arma, a Beatrice le llegaron a la mente recuerdos atroces de una noche que nunca dejaría de ser parte de su pasado, pero en esta ocasión el arma estaba de su parte. El tendero se apartó, junto con todos los expectantes. Envainó el sable, recogió el libro y, manteniendo una sonrisa firme, se despidió de Beatrice con un <hasta pronto>.

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Hageg

 

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