La última función

Era un hombre muy alto y bastante enjuto. Sus nudosas articulaciones le hacían parecer una rama seca de abedul de aspecto quebradizo. También era el hombre más viejo que yo había visto. Sus manos huesudas estaban recubiertas de venas azules, pero cuando se movían lo hacían a una velocidad endiablada.

El pasillo del viejo teatro olía a humedad y moho, y las grietas hacían evidente la verdadera edad del recinto, que acogía hoy su última función. Quizá sí fuera el escenario ideal para la última actuación del anciano prestidigitador, tal como él me había dicho. Éste había sido el escenario de su debut en el mundo de la ilusión y por aquel entonces, las viejas butacas ya habían asistido a muchas representaciones de todo tipo.

Mientras yo cepillaba cuidadosamente la oscura levita de terciopelo, el mago se abotonaba concienzudamente su chaleco de seda plateada. Después de ayudarle a colocarse la levita, tomé con ambas manos la chistera negra mientras el anciano sacaba de su baraja de la suerte la dama de corazones, su carta favorita, que colocó de forma cariñosa en la cinta del sombrero, para encajárselo acto seguido sobre su plateada melena. Con el pulgar y el índice de ambas manos prensando las solapas de la levita, elevó una ceja hacia donde yo estaba, buscando mi aprobación. Yo siempre pensaba que ese debía ser el aspecto que tendría cualquier tahúr del viejo oeste, así que sonreía e inclinaba la cabeza en un gesto de aprobación.

El murmullo del gentío fue decreciendo a medida que subía el telón y la figura del viejo mago se adelantaba con paso firme hasta doblarse en una teatral reverencia. Al incorporarse se llevó disimuladamente las manos a los riñones, pues el reuma se había cebado con él en los últimos años. No obstante, sus movimientos era aún elegantes, y su fina voz de actor de teatro encandilaba a los espectadores que miraban embobados los viejos trucos que habían visto cientos de veces, pero que siempre maravillaban al niño que todos tienen dentro. No había nada nuevo en una bola de cristal que levita sobre un pañuelo de seda, ni en un conejo que sale de una vieja chistera, y todos sabían que el que anciano prestidigitador adivinaría la carta elegida al azar.

Lo que jamás sabría ninguno de los espectadores es que estaban asistiendo a una verdadera representación de magia, pues la bola de cristal levitaba sin ayuda de ningún artilugio oculto tras el pañuelo de seda y la carta seleccionada acudía por propia voluntad a la mano de anciano mago. Y el señor Robertson, el conejo de la chistera, llevaba apareciendo en el fondo de la misma desde hacía más de doscientos cincuenta años, y ambos, sobrero y animal habían sido un regalo del maestro de mi mentor.

Un día le pregunté a mi viejo maestro si había pensado en alguna ocasión revelar todas esas maravillas, pues creía que si fuese así, se convertiría en el prestidigitador más famoso de todo el planeta. Pero él me contestó de forma condescendiente que si la gente supiera que la magia existe, ¿qué sentido tendría su trabajo? Y en ese momento no comprendí lo que quería decirme, pero al verlo allí de pie, embelesando a la sala con su teatral palabrería, me di cuenta que la magia consistía en hacer creer a los asistentes que existía lo inexplicable, aunque yo supiera de cierto que hay cosas que existen sin tener explicación.

En numerosas ocasiones, sobre todo en los últimos años en los que el deterioro físico del mago se hacía palpable, imaginaba que llegado el momento el anciano desaparecería de forma teatral, envuelto en una nube de humo. Y sólo un puñado de polvo dorado permanecería en el lugar en el que se encontraría. Pero la realidad es que la noche siguiente a la representación se fue a dormir y no volvió a despertar. No me dejó otra cosa más que sus pertrechos mágicos, un pellizco en la mejilla y una sonrisa cansada antes de desaparecer tras la puerta de la habitación de un motel de carretera.

No fue el único que desapareció aquella noche. El señor Robertson, que últimamente sólo salía de su chistera la noche de la función, arrastró pesadamente las patas traseras para desaparecer por última vez en el interior del sombrero. Y en la baraja de la suerte del viejo, una carta, el rey de corazones, brillaba reluciente como jamás lo había hecho.

Dani San
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