Pompas de sueño

Un anciano sabio estaba en su casa soplando pompas de jabón. Cada vez que formaba una, la sostenía cuidadosamente con ambas manos y la encerraba en una caja de cristal hecha a medida.

En las pompas del sabio, había un detalle que las diferenciaba de las demás: guardaban los sueños de la gente, para que no se desvaneciesen y llegaran a hacerse realidad.

Las paredes y pasillos estaban plagados de vitrinas que contenían cajas de cristal, de tamaño acorde a las burbujas que protegían. Pero el momento de soplarlas no dependía de la decisión del longevo. No obstante, debía estar pendiente de una campana que pendía del techo. Ésta se agitaba por sí sola cuando se formaba una ilusión en la mente de alguien.

El anciano tenía un aprendiz, quien le servía de gran ayuda. No le encomendaba tareas complejas, ya que era un niño y, lógicamente, tenía mucho que aprender.

Un día, el aprendiz se encontraba solo. Vigilaba la campana, según le ordenó el sabio, mientras éste dormitaba un rato. Sentado en un taburete, el chaval contemplaba la campana muerto de aburrimiento. No soportaba tanta tranquilidad.

De repente, la campana se agitó con brío. Una interjección de felicidad escapó de la boca del niño. Su maestro le ordenó que le diera aviso cuando sonase la campana. Aún no estaba preparado para soplar las pompas que recogían sueños, pero él se dispuso a ello.

El muchacho, muy deseoso, sopló hasta formar una burbuja colosal. Satisfecho por su trabajo, comenzó a jugar con ella. La sostenía y la soltaba una y otra vez, sin preocuparse de que podía perderla. Continuó así hasta que reventó de tal manera que el sonido despertó al anciano.

El aprendiz se preocupó. Enseguida pensó en consultar con su maestro, a la espera de una solución. Pero éste último se le acercó y dijo:

– ¿Qué ha pasado? ¿No te dije que no hicieras pompas?

–Lo siento, señor. No pude resistir la tentación.

– ¿Había sonado la campana?

El chico afirmó con la cabeza.

– ¡Oh, no! –Exclamó el sabio, llevándose ambas manos a la cara– ¡Un sueño echado a perder!

– ¿Podría usted arreglarlo soplando otra burbuja?

– ¡Imposible! Cuando un sueño está perdido, no hay nada que hacer.

Al chaval se le puso una cara muy seria. Sintiéndose culpable de su acción, comenzó a sollozar. El longevo se compadeció.

–No te preocupes. Aún nos quedan muchos sueños que custodiar. Si haces bien tus recados, te enseñaré cómo hacerlo.

El aprendiz aceptó y prometió no desobedecer ni dejarse llevar por situaciones tentadoras.

Ursula M. A.
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