Espero que comprendas.

Mi preciosa Emma.

Tú no me conoces. Aunque sí que me has visto, pues nos hemos cruzado varias veces. Desde la primera vez que te vi, no he podido evitar no estar a tu lado. Protegiéndote, sin que tú lo supieras. Vigilándote, observando cómo te levantabas despeinada, con tu pijama de raso, siempre a las siete de la mañana, con tus ojeras y tus gafas. Veía siempre como te estirabas mientras calentabas tu café. Después desaparecías, estabas ausente quince minutos. Sabía que ibas a la ducha, pues volvías siempre ya arreglada, tan guapa…

Y salías, a las ocho menos cuarto. Entrabas en tu Ford Fiesta y yo te seguía hacia tu lugar de trabajo. Allí, aparcado justo enfrente del hotel en el que trabajabas como recepcionista, esperaba a las once, hora a la que salías a tomar el café con tu compañera, una chica esbelta y rubia que no te tenía nada que envidiar. A esa hora salía yo también, me sentaba siempre en la misma mesa, fingiendo leer el periódico cuando en realidad trataba de descifrar tus palabras, de leer tu rostro, el por qué de tu risa.

A la media hora tú y tu compañera volvíais, hasta las dos. Veía como os despedíais y tú volvías a tu casa. Siempre me preguntaba por qué nadie te esperaba, como nadie podría ver lo que en ti veía yo… Hubiera querido en más de una ocasión presentarme, tener el suficiente coraje para llamar a tu timbre y decirte lo mucho que te amaba. Y dejaba los días correr, uno tras otro.

Hasta que un día, algo cambió. Te despediste de tu compañera y en lugar de ir hacia el coche te quedaste en la puerta del hotel, aguardando algo, o a alguien. Y del hotel salió un caballero, traía una flor. Te la ofreció y colocándote el cabello tras la oreja vi como le cogías del brazo y os dirigíais hacia un restaurante cerca de allí. Los celos se apoderaron de mí. ¿Quién era ese tipo que era dueño ahora de tu sonrisa? No podía permitirlo. Aunque tú no lo supieras, me pertenecías. Y tenía que seguir así.

Decidí ir tras sus pasos. Encontrar una manera de alejarle de ti.

Sólo había una.

Mi amor, espero que lo entiendas. Nadie te conocerá jamás tan bien como lo hago yo. Si no podías ser mía, no serías de nadie más.

Y aquel jueves, 13 de marzo, esperé paciente a que saliera de tu casa. Le maldije, te había tomado entre sus brazos y eso era algo que me mataba. Era de madrugada, sobre las seis de la mañana, hora en la que, supuse, él marchaba a trabajar. No llegó a su destino.

Cuchillo en mano, le coarté en una calle sin demasiada luz. “Es mía”, le susurré, “sólo mía”.  Y el filo profundizó en su piel, pudiendo grabar en mi cerebro su último “¿Por qué?”, su último suspiro.

No siento culpa.

Ahora huiré, durante un tiempo. Y después, volveré.

Por ti.

E.

Clara Carrasco
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