El tesoro de Caronte

El Doctor y Profesor Morstan se hallaba sentado en su despacho mirando a los dos hombres enfrente a su escritorio de caoba. Afuera, la tormenta aullaba salvaje, y sacudía ferozmente aquella pequeña estación científica en el lejano Saturno.

-No han regresado Doctor- se disculpaba el primer hombre esquivando la férrea mirada del profesor.

Morstan se levantó suavemente de su silla y se encaminó hacia la única y reducida ventana de su despacho. El Profesor vestía una bata blanca, pues la estación era un micro-ambiente, que les permitía a las personas vivir en el inhóspito Saturno.

El Profesor Morstan miró hacia afuera. El cristal era grueso y la ventana pequeña, para evitar que se reventara. Afuera no se distinguía demasiado, solamente unas formas borrosas que pasaban fugazmente frente al cristal. La lluvia de Saturno.

La estación científica había estado mandando expediciones hacia una misteriosa mancha que aparecía en los radares. La gruesa atmósfera de Saturno, parecía imposibilitar la vida, y sin embargo allí estaba. Una mancha con movimiento.

Las expediciones se cubrían con gruesos trajes diseñados para soportar la densidad de Saturno y esta misma, imposibilitaba las comunicaciones. Y era así que más de una docena de expediciones jamás habían regresado a la base.

-Iré yo mismo- dijo de repente el Doctor Morstan tomando una súbita decisión.

Los hombres intentaron negar con la cabeza, pero una mirada del profesor los acalló.

-Preparen mi equipo- ordenó el Profesor y los hombres salieron a acatar sus órdenes.

Media hora después, ya estaba todo dispuesto. Morstan iba solamente con su amigo Ferrars, compañero de correrías en la adolescencia y colega en el trabajo.

Ambos científicos salieron rápidamente de la base, tan pronto como la escotilla se abrió. Afuera, la tormenta había amainado y ahora el gas de Saturno se arremolinaba en torno a ellos formando caprichosas formas y vórtices.

Donde ellos no se movían, el gas permanecía inerte como un impenetrable muro amarillento.

-¿Dónde está nuestro destino?- inquirió Ferrars. Su voz sonaba ahogada por el casco y sólo un pequeño micrófono en su boca permitía que Morsan oyera lo que decía.

-Hacia allá- el profesor señaló a la distancia y luego añadió- No está muy lejos.

Ferrars no dijo nada y ambos hombres siguieron caminando sintiendo el peso de la atmósfera de Saturno sobre ellos.

Entre la niebla se dibujo de repente una silueta gigantesca que los científicos no lograron identificar. Al acercarse pudieron comprobar que se trataba de un robot de proporciones gigantescas y que parecía inmóvil. Sin embargo, en cuanto se acercaron un poco más, los ojos del robot se iluminaron con un suave resplandor azul. Detrás del robot se hallaba la entrada a una cueva. La entrada era titánica, y hacia parecer pequeño al robot que montaba guardia a sus pies.

-Habla extraño y dime quien eres- tronó la voz del robot rompiendo el silencio que siempre reinaba sobre la superficie del planeta- Soy Hyperion y es mi deber guardar el tesoro de Caronte.

-No sabemos nada de Hyperion ni de ningún Caronte- respondió el Profesor Morstan- Pero queremos saber que ha pasado con las otras expediciones que han venido aquí.

-Nadie se aproxima al tesoro de Caronte y sale vivo para contarlo- respondió el robot- Si quieres obtener tu libertad, debes responder a lo que yo decida preguntarte. Si das una respuesta incorrecta tendré que matarte.

Morstan miró a Ferrars que asintió. No parecía haber otra salida. El robot podía seguramente, dar zancadas enormes y sería inútil todo intento de fuga.

-Empieza pues- dijo Morsan- Mi amigo Ferrars ayudará también.

El robot los miró pero no dijo nada.

-¿Cuál es el orden de los taxones?-

-Reino, rama, clase, orden, familia, género y especie- respondió Ferrars correctamente.

-Nombra los satélites de Saturno-

-Caronte, Náyade, Thalassa, Despina, Galatea, Larisa, Próteo, Tritón, Nereida- esta vez fue Morstan el que respondió de manera acertada.

El robot siguió así, lanzándoles preguntas una tras otra sin descanso. Parecía que su conocimiento era infinito y las preguntas que podía efectuar también.

Pasó mucho tiempo y al fin las preguntas cesaron. El robot observó a los dos agotados hombres.

-Ahora deben darme una pregunta que yo no pueda responder- dijo el robot.

Aquel no había sido el trato y era injusto, pero ninguno de los dos se atrevió a reclamar ante la visión de las manos del robot.

-¿Quién fue Escipión el Africano?- inquirió Morstan preguntándole por personas del lejano planeta Madre. Sin embargo, el robot respondió adecuadamente y así siguió con cada pregunta que le lanzaban.

Los dos científicos estaban a punto de desfallecer de agotamiento, pero el robot parecía conocer todo lo que los hombres saben y más aún.

-¿Quién te creó?- inquirió Morstan mirándolo férreamente con una absurda esperanza revoloteando en su cerebro.

El robot pareció adquirir de repente una rigidez en sus rasgos.

-No puedo responder eso- dijo el robot con su voz de piedra finalmente.

-¿Quién pudo construir un robot en la superficie de Saturno y dejar su tesoro a su cuidado?- lo atosigó Ferrars.

-No me está permitido responder-

-¿Quién es ese misterioso hombre con dinero e inteligencia suficiente?-  preguntó Morstan.

-La identidad de mi maestro es secreta-

-¿Será que no es de este mundo?-

-No puedo responder eso- dijo el robot.

-Estás vencido entonces- concluyó Morstan- Te hemos hecho una pregunta que no puedes responder.

Hyperion pareció quedarse atónito un momento; luego se oyó un ruido y se los circuitos de su cabeza de destruyeron. Con gran estruendo, aquella gigantesca mole se derrumbo haciendo temblar el suelo. Allí yació, a la entrada de la cueva, junto con los restos de los desdichados que ansiaron el tesoro de Caronte y los miembros de la expedición.

Los dos científicos descansaron un rato y después se internaron en la cueva. Lo que vieron allí, no lo había visto hombre alguno.

Cristales de la lejana Daht Kahal, que se yergue en un extremo de Andrómeda. Oro de las minas de la Nebulosa del Águila. Muchas maravillas vieron allí. Artefactos y escritos que ninguno de ellos comprendía, escritos en lengua que jamás habían visto ni oído. Contemplaron también tapices bordados con materiales luminosos y suaves al tacto. Tocaron el metal líquido que se retorcía entre sus manos como una serpiente.

Morsan y Ferrars se dieron cuenta entonces que el amo de Hyperion no era de este mundo. Se dieron cuenta de que había algo más allá de nuestros astros. Y algo en las estrellas, maravilloso y diferente.

Arturo Vallejo Toledo
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