«Las desventuras de un octogenario»

Quiero puntualizar, antes de nada, que yo no soy  octogenario. Solo tengo setenta y nueve primaveras, mejor dicho veranos, porque yo nací en el Mediterráneo, bello mar, y en junio, maldito calor.

Para que no se avengan a error, les aviso, porque ya saben eso tan conocido del que avisa… que por mi proverbial naturaleza vetusta a veces, me suelo enrollar y más que enrollar, irme por las playas de “La Malvarrosa”, ya que los “Cerros de Úbeda” me pillan muy lejos.

Las desventuras que les voy a mencionar, de cuya autenticidad pongo por testigo al mismísimo Felipe González, si, ese menda que mandó mucho pero que no sabía nada de los “GAL”, no me ocurrieron a mí, pero yo estaba de testigo de primera fila en los hechos acaecidos.

Todas las tardes me suelo acercar a un parque, de esos dónde todos los ancianos acuden a enfriar sus posaderas porque la jubilación y su decrépito deterioro les han pillado sin saber qué hacer, ya que toda su vida han trabajado como negros para sacar adelante a sus familias. Vamos a obviar, por aquello de mi evanescencia mental, que a esos viejecitos ahora les toca sacar adelante a sus hijos y cuidar de los nietos porque a la “Seguridad Social” no les llegan los “dineros” para atender a tantos parados.

Pues bien,  en esas primeras horas del atardecer, cuando la cadencia de los rayos de Sol, pocos ya, de oro fino, tamizaban las ramas, dando a la hojarasca un aspecto de alfombra. Ocre, marrón, tapiz amarillo, fulgor dorado que envolvía los sentidos con  tonalidades que sabían a barro y verde. Este párrafo me ha salido del tirón, porque no les dije que suelo escribir en mis pocos ratos libres. Entre escribir y mostrar mi donosura a las damas maduras que pululan buscando pareja para calmar sus comezones, cosa que yo hago muy gustoso sin demasiados remilgos, no me queda mucho asueto.

En esa tesitura de avezado cazador esperando su presa estaba, cuando irrumpieron sobre la hojarasca dos bulliciosos niños, jugueteando con su balón.

Más retrasado por sus andares pausados, un anciano enjuto, gayata y boina, esculpido en  su rostro la resignación de una dura vida, este sí que era un octogenario al uso. Su faz la coronaba una esplendida nariz, como una  “Estatua de la Libertad”, dominando sobre su cara. Su apéndice nasal era ganchudo, grande, señorial, adjetivos  apropiados para trompa tan florida. A su lado caminaba el hijo, joven treintañero, cariñoso con su padre, ya que  su aditamento nasal delataba  el parentesco entre ellos.

─Hijos,  cuidado con el balón, hay muchas cacas de perro por aquí─. Sentenció con sabiduría  paternal.

Uno de los niños, relacionado por la nariz con su clan familiar, gambeteaba con el balón sin demasiada habilidad. Los presagios del padre, como buen  conocedor del futuro de sus vástagos, se cumplieron. Era de ley, un padre lo sabe todo.

El niño con su  zapato y el balón, pasaron por una cagarruta perruna. Más que canina debiera ser de vacuno el trasero creador, por su irredenta grandeza. ¿Qué vaca monstruosa permitió el Ayuntamiento que pasara  por allí?

─Te lo dije Carlitos ─, sentenció el visionario páter─, has pisado la madre de todas las mierdas, tu zapato y el balón no pueden estar más  pringados de caca, verás tu madre cuando se enteré.

El niño pensando en la zapatilla de su madre, color marrón mierda el zapato y su balón, y más aun en su amor propio pringado, le propinó un tremendo zapatazo a la pelota con  enrabietada fuerza. El esférico, como  proyectil recubierto de mierda, dibujó una perfecta parábola en el aire, para en su regreso a la tierra, dar de lleno al abuelo en plena cara, allí donde la nariz imperaba.

Quedé estupefacto, hasta a mí me dolió el balonazo, por la intensidad de la hostia recibida por el  vejete en plena nariz, de aquel balón marrón mierda. Como si de un muñeco de resorte se tratara, el anciano cayó de espaldas. Aquello se convirtió en “Troya”, los  nietecitos gritaban, “¡abuelito, abuelito!”, el hijo, ¡ay pobre hijo!, a su querido padre sin la nariz veía, “¡papá, papá!” El abuelito, no atendía a razones porque estaba  en la inopia, por la contundencia del balonazo recibido.

Aquello no dejaba de ser un acontecimiento insólito, por lo que me aproximé para ofrecer  serenidad entre tanta barahúnda que se organizó. El octogenario, con la cara teñida de mierda y sangre, como una máscara veneciana del horror. De la nariz le  brotaba un manantial viscoso y sangriento, sus ojos orbitaban en círculos por el parque pugnando por escapar de sus cuencas sanguinolentas. Les  grité que cesara el baile de aquellos malditos y que imperara la razón, en medio de aquella sinrazón.  Ya tardábamos en llamar a emergencias, en vez de dar saltos lastimeros alrededor del abuelo.

Mientras lo hice, porque el hijo no salía de su dolor, les indiqué que no se les ocurriese mover al anciano, aunque para mucho baile no estaba. Como mucho ladearlo un poco,  no se ahogase en su  sangre.

En  cinco minutos, las urgencias aparecieron.

Dejaron la ambulancia a unos metros de la hojarasca donde se  gestó la tragedia y  corrieron prestos con su maletín a socorrer al necesitado. Los inquietos nietecitos a la vista del nuevo jolgorio, se acercaron curiosos a recibir a los sanitarios.

─ ¡Niños! ─Gritó el padre ─, “quitarse” de en medio que vais a molestar a los…

Seguía el buen padre, con su don profético. Dicho y hecho, el rubito angelical, no el zafio pelotero, tropezó con un orondo sanitario, que perdió el equilibrio y salió en grácil pirueta digna del mejor ballet volando junto a su maletín, él, cayó de bruces sobre la hojarasca pintada en mierda, otro que se pringa de cagarrutas, y el maletín, ¡oh, pobre anciano!, esta vez directo sin bella parábola, sin escatimar fuerzas, aprovechando todo el músculo del sanitario lanzador, otra vez da con su maltrecha nariz. El pobre vejete intentaba levantar cabeza, nunca mejor dicho, y volvió a reventarle la nariz, si tal cosa fuera posible, porque su nariz  parecía una higa espachurrada. Ni que decir tiene que volvió a su posición yacente.

Poco a poco, el atribulado padre consiguió reducir, en posición de firmes,  a sus hijos. El orondo sanitario se limpiaba, sin disimular su asco,  la mierda y el médico, después de la correspondiente chirigota con su sanitario y compadecerse de la nariz del octogenario, empezó a reanimar al anciano, a traerlo otra vez a la dulce Tierra, desde el paraíso, al que sus nietecitos le enviaron. La nariz por fin  cesó en su emulo de sangrienta “Fuente del Averno”, eso sí,  sin poder evitar estar  más grande y deforme.

Yo, que todo parece estoy próximo a ser pariente del hijo de mi hijo, porque con mi extremada donosura, me niego a que me definan como abuelo, sufrí pensando si al neonato le gustaría jugar al balón, tiemblo con solo imaginarlo.

Francisco Juan Barata Bausach
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