M.G.
- publicado el 07/03/2014
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Te devolverán las olas a mí
Querida Virginia Woolf,
han pasado ya muchos años. Han pasado 76 años desde que decidiste terminar con tu voz. A veces, cuando me acerco al mar que hay cerca de casa, me parece escucharte entre el sonido de las olas, como si pequeños susurros se acercaran a la orilla a toda prisa, intentando decirme algo, intentando gritar, intentando pedirme ayuda.
Y entonces, pienso en ti. Pienso en tu cabello gris y viejo, en tus ojos claros y llorosos, en tus manos arrugadas dejadas caer sobre una máquina de escribir. Pero, ¿cómo es posible que me imagine todo eso? Solo te he podido ver en fotos, solo he podido leer tus cartas y tus libros.
Que no daría yo por haber podido estar a tu lado, por haber podido sentir de cerca el leve sonido de tus dedos sobre esas teclas, escribiendo sobre la señora Dalloway, sobre Orlando, sobre Lily… Que no hubiera dado yo por estar a tu lado, por contarte historias bellas y decirte lo grande que eras. Te hubiera puesto música de esa que tanto te gustaba, para que dejaras de escuchar esas voces que te atormentaban el alma. Yo misma te hubiera podido componer una canción, sin palabras, solo sonidos que te hubieran liberado por unos efímeros instantes. Hubiera dado todo por salvarte Virginia.
Hoy he terminado de leer tu maravillosa obra “Las olas”. El título ya me lo decía: este libro va a ser muy especial, muy triste. Las olas, Virginia, como esas olas que escucho ir y venir cuando me acerco al mar, las olas que observo detenidamente esperando que te traigan de vuelta a la vida, al mundo, a mí. Uno de los personajes del libro dice que se verá arrastrada por las olas, que será arrollada por ellas y casi muero de tristeza al imaginarme tus manos escribiendo esas líneas mientras te gritaban esas voces en tu cabeza. Ojala hubiera estado ahí, para leerte mientras escribías, para decirte que no pasaba nada, que no necesitabas de olas para salvarte, que yo lo haría. Ojala hubiera estado ahí para oír tu grito desesperado que se quedaba ahogado, sin voz, entre las palabras de tu libro. Las olas…
A veces te veo en sueños, mi querida Virginia: te veo caminar lentamente con un abrigo largo hasta el suelo. Caminas despacio, como si te pesaran mucho los pies. Miras detenidamente el cielo, los árboles, los pájaros que cantan de rama en rama. Tocas con dulzura las flores silvestres que crecen salvajemente por el sendero que te lleva hasta algún sitio que no puedo lograr ver. Entonces te persigo, me escondo entre la maleza y te sigo con cuidado para saber a donde vas. Pienso que a lo mejor estás entretenida con alguna nueva historia de tu próximo libro. Y entonces… escucho el sonido del río, el agua que cae y golpea las pequeñas rocas. Te detienes. Te agachas y observo como metes algo en tus bolsillos. Vuelves a mirar el cielo, los árboles, los pájaros. Pareces agotada: tus cabellos grises han perdido su brillo, tus ojos están apagados y tu piel más arrugada que nunca. Miras el río, y te diriges hacia él. Metes un pie, luego el otro, y el agua empieza a mojar tu largo abrigo, tus piernas, tus rodillas, tus muslos, tu cadera, tu cintura, tus pechos, tu cuello… Por un momento se me ocurre que puedo salir de mi escondite y correr hacia ti para preguntarte que te pasa, para decirte que no estás sola y que yo estoy aquí, quiero meterme en el agua contigo y cogerte de la mano para sacarte de ahí. Pero mis pies están congelados, fijos en el suelo y por más que intento gritar, tú no me escuchas. “¡Virginia, Virginia!” , te grito. Pero no me oyes. Mis gritos no se oyen. Suspiras, y te hundes del todo. Dejo de oír el agua del río, dejo de oír el canto de los pájaros, en la brisa silenciosa solo se ha quedado levitando tu último suspiro como una pesada carga. Como una insoportable carga. Y grito, grito mucho. Pero nadie me oye. Tú no me oyes. Ni siquiera yo puedo oírme. Y entonces, entre sudores, me despierto de mis sueños.
Por más que sueñe una y otra vez lo mismo, nunca puedo salvarte Virginia. Al final siempre terminas arrollada por una ola, que absorbe tus cabellos, tus ojos, tus dedos… Y yo me quedo sin nada de eso. Yo me quedo aquí, sola. Pero entonces soy consciente de que el mar no se ha podido llevar tu mejor legado: tus libros, tus cartas. Tus palabras danzantes entre la cordura y la locura, han quedado plasmadas para siempre sobre papeles. Y eso, ningún río se lo puede llevar, lo que tú has dejado ninguna ola lo podrá arrebatar. Y entre múltiples libros de una vieja estantería, te encontré, aunque tal vez, me encontraste tú a mi.
Dices en una de tus cartas que hay que hablar de lo que uno siente, que tenemos que expresarlo, contarlo, porque si no lo hacemos es como si nunca hubiera pasado. Por eso tú contabas todas esas historias, por eso tú contabas todo lo que se te pasaba por la cabeza. Sin ti, la Señora Dalloway, Lily, Orlando… estarían muertas, o lo que es peor: nunca hubieran nacido. Y yo no puedo imaginarme un mundo sin nada de lo que has escrito. Yo también quiero contar lo que siento. Por eso te escribo esta carta. Para decirte lo mucho que te quiero. La gente podrá pensar que estoy loca, ¿cómo es posible que ame a una persona muerta a la que ni siquiera he conocido? Pero que sabrá la gente lo que yo he sentido leyendo tus obras, lo que yo he sentido imaginándome tus dedos pulsando las viejas teclas de una máquina mientras escribías tus libros. Que sabrá la gente lo que es el amor. Que sabrá nadie, lo mucho que has hecho por mi. Por eso te doy las gracias,Virginia.
Gracias.
Yo no pude salvarte, pero tú me has salvado a mí.
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