Evocando a Caín (13)
- publicado el 10/06/2022
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Evocando a Caín (11)
CAPÍTULO 9
Se firma la paz
Contra todo pronóstico Billy y Folliard regresaron cinco días después a Lincoln, esta vez iban acompañados de Doc Scurlock. La decisión la había tomado Billy en las horas que estuvo en la cárcel y había estado madurándola aquellas jornadas. Era bien simple: se había convencido de que la persecución de la que era objeto, era más debida a rencillas o como consecuencia de la guerra y no por la muerte de Brady en sí; ésta sólo era la excusa para tener cobertura legal. Llegó a la conclusión de que si hablaba con Dolan y conseguía convencerle para firmar la paz, quizá el Círculo anulase la orden de arresto, con lo cual podría beneficiarse del indulto del Gobernador. Este fue el motivo de su regreso, aunque su mejor amigo y Doc lo acompañaron, porque era meterse en la boca del lobo. Yginio Salazar, que aún estaba en casa de su hermano a pocas millas, se presentó también al oír que Kid estaba en la ciudad.
Sus enemigos habían vertido tantos embustes sobre su ferocidad, salvajismo e inhumanidad, que habían terminado creyendo sus propias mentiras, con lo cual su presencia en Lincoln ocasionó no pocos acontecimientos.
James Dolan y Bill Mathews huyeron para salvar sus vidas refugiándose en Fort Stanton al enterarse que Billy había tomado la ciudad, al tiempo que éste, comprobando que su adversario se había marchado, decidió esperar a que regresara.
El coronel Dudley acogió a los fugitivos a regañadientes y se negó a ayudarles esta vez, puesto que estaba siendo investigado por los acontecimientos del verano.
El sheriff Peppin al verse sin la ayuda militar, pensando que tendría que enfrentarse solo al peligrosísimo forajido, dimitió y se puso a trabajar en la carnicería del fuerte. Su ayudante George Kimbrell fue elegido sheriff para sustituirle, quien prefirió no cruzarse con Billy mientras éste estuviera en Lincoln y rezó para que sólo fueran unos días.
Dos meses.
Sesenta días aguardando a que Dolan apareciese por Lincoln, Billy estaba cansado de esperar. Se había mantenido durante aquel tiempo con lo que ganaba del juego, pero no podía seguir así eternamente, aunque para matar el tiempo se había comprado un sombrero con el que sustituir el de copa, uno de fieltro de ala ancha y color claro, con una banda artísticamente trenzada alrededor de la corona.
Su estancia en Lincoln no podía ser más tranquila. Los ciudadanos comprobaron que toda su infamia, grosería y bestialidad en sus hábitos, conversación o comportamiento, era falsa; que a pesar de lo que se había convertido seguía siendo el muchacho alegre, atento y generoso que habían conocido cuando trabajaba para John Tunstall. Los ancianos, los pobres, los enfermos, los desafortunados, los indefensos, acudían a él sabiendo que les ayudaría en la medida de sus posibilidades.
Sólo en una ocasión tuvo un altercado y Kimbrell, avisado por un vecino, tuvo que acudir a regañadientes obligado por el cargo a la cantina, pero no se atrevió a entrar. Por la puerta veía a Billy de espaldas; enfrente de él, un hombre mucho más alto y poderoso. Había habido un malentendido y las frases habían subido de tono, pero el adversario temía su habilidad con las armas y no se movía.
Kimbrell vio como Billy se desabrochaba el cinturón, dejándolo caer al suelo, al tiempo que decía:
-Vamos, old man, ahora no tengo ninguna ventaja. Aclaremos esto a puñetazos.
Con un suspiro el sheriff volvió a su despacho sin querer saber nada más. Luego oyó decir que Billy, ligero y elegante como una pantera, había ganado la pelea. Otros decían que no, que la había perdido y que, en lugar de guardar rencor, el muchacho había invitado al vencedor a un trago.
Convencido finalmente de que Dolan no haría acto de presencia, el chico se decidió por la vía indirecta. Escribió a Jesse Evans informándole que estaba cansado de luchas y expresando su deseo de entrevistarse con Dolan para firmar la paz. El bandolero le entregó la carta a su patrón quien al leerla se alegró, porque así cerraba uno de los frentes, dado que Susan McSween había abierto otro bastante más grave.
La viuda había contratado al abogado Huston Chapman, quien en poco tiempo había conseguido grandes avances: que la señora McSween fuera asignada como administradora de los bienes de su difunto esposo, de John Tunstall y Dick Brewer; una orden contra el coronel Dudley por el incendio provocado y complicidad en el asesinato de Alexander McSween; el apoyo del Gobernador actual a pesar de las reticencias de Lew Wallace, más por quitarse de encima al pesado de Chapman que por interés; la recuperación legal del ganado de Tunstall, que seguía en poder de James Dolan…
Se había propuesto matar al dichoso abogado, incluso había permitido que le llegaran rumores, pero Chapman no se había achantado. Sin embargo, no podía quitarlo de en medio teniendo detrás a Billy haciendo de las suyas. Tanto había abusado de la propaganda que no se daba cuenta que, en realidad, el chico no hacía nada salvo escabullirse de la persecución a la que era sometido para poder seguir vivo.
La propuesta de Billy no podía llegar en mejor momento. Necesitaba cerrar aquel frente para dedicarse a Chapman. Escribió la respuesta aceptando esa reunión para la noche del 18 de febrero en Lincoln, porque según sus espías el abogado estaría en dicha fecha en la ciudad. Con un poco de suerte podía matar dos pájaros de un tiro.
18 de febrero. El aniversario del asesinato de Tunstall. Billy se preguntó si Dolan había escogido aquella fecha con alguna intención.
Poco después del anochecer del día acordado Billy con Tom Folliard, Doc Scurlock, George Bowens e Ygino Salazar se apostaban detrás de una pared de adobe en una de las calles de Lincoln. Al otro lado del mismo muro estaba James Dolan con Jesse Evans, Bill Campbell, Bill Mathews y Edgar Walz.
Ninguno de los diez se fiaba, ninguno se atrevía a salir por miedo a que le dispararan.
-¡Haces bien en no salir, Billy! –gritó Jesse Evans con una risita -. ¡Porque ahora que estás aquí, mi gente y yo aprovecharemos para matarte!
-Mal empezamos –bisbisó Yginio Salazar.
-Fantochadas –quitó importancia Billy -, pero a fanfarrón no me gana –y alzando la voz gritó a su vez -: ¡Preferiría iniciar las conversaciones sin pelear, pero si ese es tu gusto, Jess, venid de tres en tres, tengo balas para todos!
Jessie hizo tanto caso de la baladronada de Kid como éste de la suya.
Quien sí se asustó y temió una carnicería fue Edgar Walz, que salió al exterior con los brazos en alto e intercediendo para calmar los ánimos. Se asombró de su éxito, pues apenas había terminado de hablar cuando Billy y Jesse Evans, como si se hubieran puesto de acuerdo telepáticamente, salían los dos al mismo tiempo y con ellos sus hombres.
Ninguno bajaba la guardia mientras Jessie y Kid se contemplaban adustos guardando las apariencias, aunque ambos leían en los ojos del otro que no se habían creído sus bravatas.
Billy extendió la mano, Jessie se la estrechó; todos se las dieron y eligieron uno de los saloons para discutir los términos del acuerdo.
La presencia de James Dolan con sus secuaces y de Billy con los suyos hizo temer lo peor al sheriff Kimbrell, que se desplazó a Fort Stanton a solicitar ayuda militar al coronel Dudley para detener a Kid, pensando que si podía encerrarlo evitaría una batalla campal en la ciudad.
Chapman terminó de informar a Susan McSween sobre sus últimas conversaciones con Lew Wallace. El Gobernador estaba firmemente de su lado en el conflicto, aseguró.
-Gracias a Dios –murmuró Susan.
Había tenido mucha suerte de conocer a aquel hombre. A pesar de tener un sólo brazo era intrépido, enérgico y gran conocedor de las leyes. Tampoco tenía miedo de correr la suerte de su difunto esposo, pues se había presentado en Lincoln aún con las amenazas.
Chapman miró el reloj de bolsillo.
-Pasan de las once –dijo -. Me voy al hotel. La veré por la mañana.
-Tenga usted cuidado. He oído que Dolan está en la ciudad.
-Sí. También Billy, por lo que dicen.
-Billy es un buen muchacho. Le acusan de todos los asesinatos del condado, pero no se crea ninguno. Es un chico extraordinario, muy por encima del promedio de los jóvenes de su edad.
-Sólo sé lo que dicen los periódicos y lo que dice usted, Mistress McSween; es algo contradictorio. La creeré a usted porque dice que defendió a su marido, pero también ha jurado matar a todos los que asesinaron a su patrón; y Dolan está en Lincoln, como usted asegura. Espero que el muchacho no organice un tiroteo que nos perjudique.
Las negociaciones habían sido rápidas, poco más de dos horas en las que acordaron nueve puntos a respetar, pero que básicamente se reducían a no tomar represalias por lo ocurrido en la guerra, no declarar contra ninguno del otro bando en caso de ser juzgado y apoyarse mutuamente en caso de que les quisieran detener. Si alguno incumpliera estas normas podía ser asesinado.
Satisfecho por el resultado y por lo razonable que había resultado Billy, Dolan invitó a todos a una copa para celebrar el acuerdo de paz. Como eran diez se terminó bebiendo más de una ronda. De aquella taberna acudieron a otras a seguir la fiesta, entre ellas la que habían construido en las ruinas de lo que había sido la casa de McSween.
Siendo abstemio Billy sólo había bebido agua y ya no le apetecía más. Sus hombres se habían mantenido en un consumo moderado, principalmente porque no se fiaban de los de Dolan a pesar del tratado, dado que éstos no estaban tan borrachos como aparentaban. Así que no se opusieron cuando Kid dijo que ya era muy tarde y todavía tenían que regresar a San Patricio.
Se despidieron amistosamente. Billy vio alejarse a sus antiguos adversarios, un tanto perplejo; Dolan tenía tantas ganas de la paz como él. Después de la persecución a la que lo habían sometido, era extraño. Se preguntó qué llevaría el financiero entre manos.
Eran cerca de los once y media de la noche, la calle estaba en penumbra por la mala iluminación y alguien, a quien no distinguía bien, caminaba hacia ellos. En el juego de luz y oscuridad pudo distinguir que le faltaba un brazo. ¿Chapman? Había oído que era manco.
A la altura de la iglesia, Dolan y su gente se unieron al abogado.
El chico oyó que decían algo que no entendió por la distancia. Campbell sacó el revólver, chilló: ¡baila!
Folliard cogió del brazo a Billy.
-Vámonos, no es asunto nuestro.
Jesse Evans se fue no queriendo inmiscuirse.
Dolan insultaba a gritos a Chapman, que permanecía impasible. Tampoco podía hacer otra cosa, desarmado y encañonado, que conservar la dignidad. Su flema enfureció a Dolan, que recordó la de Tunstall en La Mesilla. Sacó la pistola y disparó al aire. Chapman se mantuvo firme. Ahora lo hizo Bill Mathews. La bala pasó rozando la oreja del abogado y el silbido le hizo pestañear; su único movimiento.
Mathews sólo había querido asustarlo, comprendió Billy; tenía mejor puntería.
Campbell también disparó, al pecho y a quemarropa. Chapman se tambaleó unos pasos antes de caer muerto al suelo.
-Billy –insistió Folliard -, vámonos.
-Sólo tenía un brazo y estaba desarmado.
-Billy…
-¡Miserables! –murmuró.
-¡No es asunto nuestro!
Kid miró a su amigo. Sus ojos reflejaban la oscuridad.
-No, no lo es –reconoció.
Pero caminó hacia el cadáver en lugar de irse. Había visto cómo Dolan le daba algo a Walz antes de desaparecer con los otros dos.
Con un suspiro resignado Tom siguió a Billy. El resto estaba con los caballos preguntándose por su tardanza.
-Walz, ¿qué haces con ese seis tiros en la mano?
-Me lo ha dado Dolan –dijo incómodo -, quiere que lo ponga en la mano de Chapman.
Querían hacer creer en la defensa propia como con Tunstall. Las pupilas de Billy brillaron irritadas.
-Diría que no te gusta –sonrisa de conejo -. Dámelo, lo haré yo.
Walz entregó la pistola sin dudar.
-Gracias –dijo supersticioso -, no está bien hacerle esto a los muertos.
Billy miró alrededor en cuanto lo perdió de vista.
Nadie.
Con Tunstall consiguieron que creyeran en la defensa propia, pero no ocurriría lo mismo con Chapman.
Se guardó el arma en el cinturón del pantalón.
-Vámonos –dijo a Folliard.
Regresaron a San Patricio.
Una hora más tarde llegaba a Lincoln el sheriff Kimbrell con una veintena de soldados para detener a Billy, pero en lugar del forajido lo que se encontró fue el cadáver desarmado del abogado.
No había testigos
Era un crimen tan similar al de Tunstall que no dudó un segundo de que el asesino era Dolan o alguno de sus hombres.
Chapman defendía los intereses de la viuda de McSween y, por la experiencia vivida, temió que su asesinato desencadenara una nueva guerra, por lo que Kimbrell solicitó al coronel Dudley que los veinte soldados se quedaran en Lincoln.
CAPÍTULO 10
Una carta a Lew Wallace
Susan McSween contrató al abogado Ira Leonard para reemplazar a Chapman. Leonard no perdió el tiempo. Acusó al teniente coronel Dudley de haber ayudado e incitado en el asesinato de Alexander McSween, el incendio de la casa y el saqueo de la tienda de Tunstall, así como el haber amenazado al juez Wilson y calumniado a la señora McSween, enviando todos los cargos al Secretario de la Guerra.
Por su parte, el Gobernador, convencido que iba desencadenarse una nueva guerra tras el asesinato de Chapman, escribió una carta a Washington pidiendo permiso para aplicar la Ley Marcial en el Territorio de Nuevo México. Mas se encontró que el Presidente no quería disputas por culpa del Ejército con los civiles. Bastantes problemas había ocasionado Dudley, y dado que ante el vicio de pedir está la virtud de no dar, la petición de Wallace fue denegada.
Dolan y Billy estaban a un paso de liarse a tiros, ya había ocurrido cuando Tunstall. Tenía que evitarlo a toda costa y estaba solo, el Gobierno de la Nación se lavaba las manos.
Wallace, con el documento del general Hatch, que destituía a Dudley, se desplazó rápidamente a Fort Stanton y dio orden al nuevo comandante en jefe, de detener cuanto antes a Dolan, Billy y su gente. Para más seguridad y hacerlo lo más legal posible redactó una lista de treinta y siete hombres, que supuestamente habían cometido crímenes en el condado de Lincoln, para ser arrestados. Con ella envió a los militares de Fort Stanton a detenerlos; no se fiaba del sheriff ni de ningún civil. De los 37, sólo nueve eran reguladores, el resto pertenecían a la cuadrilla de Dolan.
En Fort Sumner Billy se enteró que los militares lo habían estado buscando por San Patricio. No había conseguido nada firmando la paz, se dijo. Sí, se había quitado de encima a Dolan, pero ahora estaba Wallace dando por c…
-¿Has dicho algo? –preguntó Tom Folliard.
-Nada, hablo solo.
No podía quedarse en Fort Sumner, por descontado que acudirían también. No queriendo crear problemas a sus amigos, lo abandonó en solitario a pesar de la oposición de Folliard, Yginio y los demás. Sería más fácil escabullirse yendo solo que en grupo, arguyó. Se encontrarían en Las Tablas.
No podía haberse ido más a tiempo. A unas 15 millas de distancia vio una columna de jinetes que se dirigían hacia Fort Sumner. Confiando en que no lo habían visto se desvió de la ruta primitiva. Durante las horas siguientes giraba la cabeza sin ver ningún polvo en la lejanía. Al anochecer montó un campamento en un antiguo rancho en ruinas.
Entró en la casa con el caballo y encendió un pequeño fuego sin humo, que apagó tan pronto cenó. Poco después estaba durmiendo.
Sin embargo, de la misma manera que Billy había descubierto a los jinetes, éstos lo habían visto a él. Sospechando quién era al percibir que cambiaba de ruta, para no cruzarse, siguieron sus huellas a distancia para no ser descubiertos.
Fue su caballo quien lo alertó. Billy se despertó bruscamente. Veinticinco soldados estaban rodeando la casa cortando todas las vías de escape.
-¡Billy! –gritó el capitán.
-¿Quién me llama?
-Estás rodeado. Entrégate y salvarás la cabeza.
-Cuida la tuya, que yo cuidaré la mía.
Se acercó sigilosamente a su potro.
-Ríndete –insistió el militar – o llevaremos tu cadáver a Lincoln atado al lomo de una mula.
-¡También son ganas!-respondió irónico.
Una cabeza asomó por la ventana fisgando. Disparó. La cabeza desapareció, hubo gritos de que lo había matado y cierta confusión que aprovechó saliendo a galope con el cuerpo colgando de un flanco del caballo, como le habían enseñado los indios los días en que estuvo en las Colinas Negras.
Atravesó fácilmente la línea. En la oscuridad sólo vieron un caballo sin jinete y convencidos de que seguía en la casa no se movieron. De vez en cuando disparaban contra ella sin obtener respuesta. Sin duda Kid esperaba tener seguro el tiro antes de disparar. El capitán se recobraba lentamente. La bala le había rozado la sien y tenía un fuerte dolor de cabeza.
No fue hasta el amanecer que comprobaron que había huido.
Nuevamente siguieron sus huellas. Conducían a unas colinas de rocas rotas y escarpadas que ofrecían mucha protección natural contra las balas. En lo alto, cerca de unos riscos inaccesibles, vieron atado su caballo. El canalla los estaba esperando.
El capitán no se sentía tan audaz. Había tenido una suerte que posiblemente no se repetiría. La cabeza aún le palpitaba a ratos debajo del vendaje.
-Tú –señaló con el dedo al explorador indio que iba en el grupo -. Sube y róbale el caballo. Sin él será presa fácil.
La presa sería él, pensó el apache, pero no se atrevió a replicar. Por precaución dejó sus armas.
Billy lo vio ascender y no hizo ningún movimiento hasta que llegó lo suficientemente cerca para hablarle sin gritar.
-No des un paso más –dijo en español. Viendo que estaba desarmado añadió –: Supongo que me quieres quitar el caballo.
-Así es, Bilito, me lo ha ordenado el gringo –como muchos apaches conocía el idioma a la perfección.
Estaba pálido. Entre los indios e hispanos se decía que Billy nunca había matado a ningún nativo de Nuevo México ni a nadie desarmado y temía ser el primero.
-Bueno, pues vuelve y les dices a esos valientes, que he dicho yo que suban ellos a buscarlo.
No subieron y lo malo es que estaba en una posición desde la que podía alcanzarles fácilmente si hacían el menor movimiento.
-¿Qué hacemos? –preguntó el sargento.
-Esperaremos a la noche.
-Es peligroso subir por esos peñascos a oscuras.
-¿Prefieres hacerlo ahora?
No contestó.
Al anochecer, mientras ascendían por la ladera con precaución de no hacer ruido, Billy bajaba por la otra tan fuino como ellos.
El capitán juró nuevamente engañado. Tenía que capturarlo vivo o muerto. Era ya cuestión de amor propio.
Esta vez las huellas conducían a una pequeña casa de adobe en las cercanías de Río Peñasco. El caballo no se veía por ningún sitio.
-Es otra treta –dijo el capitán -, tiene que estar en esa casa.
-Si no le importa, señor –dijo el explorador indio -, buscaré a ver si encuentro el caballo. Quizá la treta sea a la inversa, que nos quiera hacer creer que está en la casa y continúe huido.
-¿Es que crees que es Aníbal o Napoleón?
-¿Quiénes? –el apache no conocía a aquellas personas.
-Da lo mismo. Busca si quieres. Está en esa casa, si lo sabré yo.
Era diminuta, pobre en apariencia, de una planta y una única habitación. Un mexicano y su esposa dormían en un colchón de lana recién vareada en una esquina mientras Billy lo hacía sobre una manta en la otra.
El sonido de un chotacabras lo despertó. Lo volvió a oír. No era natural. Alguien lo avisaba.
El indio no insistió más confiando que hubiera sido suficiente. Billy le había perdonado la vida. Ahora estaban en paz.
Billy se arrastró a la cama donde dormía el matrimonio mientras los soldados rodeaban la casa. Estaba hablándoles en susurros cuando golpearon la puerta para que la abrieran. Rápidamente Billy se escondió en el lecho, debajo del colchón. El matrimonio lo cubrió con las ropas de cama y se acostaron encima.
Llamaron a la puerta más insistentemente. La mujer se levantó.
-¿Quién es? –preguntó sin abrir.
-¡El Ejército! ¡Abran!
Apenas soltó el pestillo la puerta se abrió de un empujón que estuvo a punto de derribarla. Gritó asustada al ver las armas. El pequeño cuarto se quedó más diminuto con los soldados amontonados. La mujer se sentó en la cama.
-¿Dónde está? –aulló el capitán.
-¿Quién? –preguntó el marido.
-¡Billy, ese mal nacido! ¿Dónde está?
-No lo sé.
-No mientas, ¿dónde esta escondido?
-La casa sólo tiene esta habitación –dijo la esposa metiéndose en el lecho -, y ustedes la atiborran, ¿dónde quiere que esté?
Billy se ahogaba medio sofocado. Tenía encima suyo el colchón, las mantas, las sábanas, el matrimonio…
Los soldados no encontraron a nadie en el cuartucho. El explorador apache había tenido razón, la treta había sido a la inversa. El capitán se rindió, vencido. Montaron a caballo y continuaron la persecución, aunque ya no encontraron ninguna pista. El chico les había burlado.
Cuando los jinetes se alejaron Billy salió del escondite, sudando y con síntomas de hipoxia. No pudo evitar un comentario jocoso. Rieron los tres.
Cuatro días más tarde llegaba sin problemas a Las Tablas, una diminuta aldea de mexicanos, a 29 millas del Viejo Sendero Español, que había conectado comercialmente Abiquiú con Santa Fe, Los Ángeles y San Diego. Se encontraba en el condado de Río Arriba al norte de Nuevo México, cerca de Colorado. Un sitio tranquilo, porque todos lo buscaban al sur creyendo que cruzaría el Río Grande.
Yginio Salazar y Tom Folliard estaban esperándole.
En la habitación de la venta Yginio le informó que los soldados habían estaba buscándole en casa de sus padres y que se rumoreaba que quería pasar al Viejo México.
-Wallace te la tiene jurada –dijo Folliard.
-Sí, y no le he hecho nada.
-Tiene miedo de otra guerra –conjeturó Yginio que, a sus dieciséis años recién cumplidos, era un muchacho avispado como pocos -. He oído que ofrece una recompensa de mil dólares por tu cabeza y otra a quien testifique sobre el asesinato de Chapman. Parece ser que nadie vio nada.
-Una recompensa, ¿eh? –rezongó Billy pensando.
-¿Qué te propones? –preguntó Folliard.
-Yo seré el testigo. El dinero de la recompensa que se lo quede. Le pediré otra cosa.
Solicitó papel y material de escritura.
-¿Qué día es hoy?
– Trece de marzo.
-No hace ni un mes que mataron a Chapman y me ha causado más problemas que Dolan en todos los anteriores.
Mojó la pluma en el tintero. Pensó unos segundos y comenzó a escribir:
13 de marzo de 1879
A su Excelencia el Gobernador, General Lew Wallace.
Estimado señor:
He oído que ofrece mil dólares por mi persona, pero valgo más como testigo. Sé que busca uno contra los que asesinaron a Mr. Chapman. Si pudiera comparecer ante la Corte podría dar la información que desea, pero tengo acusaciones en mi contra por las cosas que ocurrieron en la última Guerra del Condado de Lincoln y temo entregarme, porque mis enemigos me matarían.
El día en que Mr. Chapman fue asesinado estaba en Lincoln, a petición de unos buenos ciudadanos, para reunirme amistosamente con Mr. J. J. Dolan y poder dejar a un lado nuestras diferencias. Estuve presente cuando Mr. Chapman fue asesinado y sé quién lo hizo y si no fuera por esas acusaciones que tengo, lo habría dejado claro ya. Si está en su poder anular dichas acusaciones, espero que lo haga, para darme la oportunidad de hablar.
Por favor, envíeme su respuesta diciéndome lo que puede hacer usted. Puede enviarla con el mismo mensajero.
No tengo ningún deseo de luchar más. De hecho no he levantado una mano desde su proclamación. Puede pedir referencias mías a cualquier ciudadano, porque la mayoría de ellos son mis amigos y me han estado ayudando todo lo que han podido. Me llaman Kid Antrim, pero Antrim es el nombre de mi padrastro.
Esperando su respuesta, sigo siendo su obediente servidor.
- H. Bonney
-Yo llevaré la carta –se ofreció Yginio.
-Ten cuidado –Billy no las tenía todas consigo -, a veces matan al mensajero.
Dos días más tarde, Lew Wallace releía por segunda vez aquellas líneas sin salir de su asombro. Nunca había conocido a nadie con tanta cara dura.
Era un hombre de 52 años, cabello lacio con raya lateral, rostro alargado, pómulos acusados, nariz larga, mentón puntiagudo, chupado de carnes, barba de a palmo con los carrillos afeitados y mostacho prominente, de forma que algún aprensivo juraría que se metía los pelos a la boca cuando comía.
Huérfano de madre, su padre se había vuelto a casar siendo niño con una de las primeras mujeres sufragistas y defensoras de la abstinencia del alcohol. Estudiante de Derecho lo abandonó para ir voluntario a la guerra contra México. Posteriormente reanudó sus estudios, fue elegido para el Senado y volvió al Ejército al estallar la Guerra de Secesión. Había luchado en el Ejército de la Unión durante la misma alcanzando el grado de general. Su actuación durante la contienda fue contradictoria, porque si bien había conseguido grandes éxitos, su labor en la batalla de Shiloh fue denostada. Wallace sufrió mucho por la pérdida de su reputación tras aquellos hechos y luchó toda su vida para cambiar la opinión pública sobre su papel en la batalla, llegando incluso a suplicar al Presidente Grant tanto por carta como en persona que intercediera por él. Grant rehusó hacerlo.
Su actuación como Gobernador de Nuevo México entraba dentro de su guerra particular para recobrar el beneplácito del público y del Gobierno, aunque su mayor preocupación en aquellos momentos, no era instaurar la paz en el Territorio sino ultimar la publicación de lo que consideraba su obra cumbre: «Ben-Hur: una historia de Cristo». Incluso se veía a sí mismo en uno de sus personajes: Poncio Pilatos. Como el procurador romano también él debía lidiar en una tierra salvaje y levantisca, que poseía su propio celote moderno: William Bonney.
Sin embargo, la carta del forajido le brindaba una oportunidad única: terminar con todo aquello de una forma bastante menos agresiva a como lo había calculado.
Leyó por tercera vez la carta. También sería interesante conocer en persona a aquel granuja que les llevaba a todos de cabeza. Conocía sus desmanes, porque no cesaba de leer todo lo que se escribía sobre él, e incluso alguna de sus aventuras le había inspirado en su novela.
Miró al muchacho mexicano, que contemplaba ensimismado la lujosa habitación del hotel. A pesar de su juventud se veía curtido. Sin duda era uno de sus hombres y no alguien que hubiera contratado como correo.
-Si te esperas un poco, te daré la respuesta.
Yginio asintió con la cabeza.
Lincoln, 15 de marzo de 1879
- H. Bonney
Venga a la casa de Squire Wilson (no el abogado) a las nueve de la noche del lunes siguiente solo. No me refiero a su oficina, sino a su residencia. Siga a lo largo del pie de la montaña al sur de la ciudad, entre por ese lado y llame a la puerta este. Tengo autoridad para eximirle del enjuiciamiento si testifica lo que dice que sabe.
El objetivo de la reunión en Squire Wilson es arreglar el asunto de alguna forma para hacer su vida segura. Para ello se debe utilizar el mayor secreto. Así que acuda. No le diga a nadie, ni a un alma viviente, a dónde va ni el objeto de la reunión. Si puede confiar en Jesse Evans, puede confiar en mí.
Lew Wallace
CAPÍTULO 11
Gobernador, escritor, zaino
-No hay nadie –confirmó Yginio tras terminar de explorar la oscura calle, tan negra que era ideal para una emboscada al entrar en ella.
-Parece que cumple su palabra –dijo Billy.
-Aún con todo, no deberías entrar solo –aconsejó Tom Folliard -, quizá te esperen dentro. El que no haya nadie fuera puede ser una artimaña para que te confíes, porque un tonto sabe que comprobarías el callejón antes de entrar en él.
-No entraré solo –respondió cogiendo el rifle del caballo -. Vosotros vigilad. Si viene alguien sospechoso, disparad; me servirá de aviso.
La puerta no estaba cerrada con llave. Abrió con lentitud. Caminó a pasos lentos por un pasillo sin luz hasta llegar al estudio. Sólo había una única lámpara en la mesa del despacho. Gruesos cortinajes evitaban que la iluminación llegara al exterior de la casa.
Había dos hombres sentados. Al uno lo conocía: el juez Wilson. Se sintió más seguro, aquel hombre siempre se había comportado como un amigo y confiaba en él. El otro por lógica, debía ser el Gobernador.
Wallace vio a la entrada, todavía en penumbra, una sombra delgada de estatura algo más de la media. Llevaba un rifle en la mano derecha y un revólver en la izquierda. Se levantó para recibirlo al tiempo que Billy entraba en la estancia. Cuando la lámpara le iluminó, Wallace se sorprendió de la extrema juventud del forajido. Sabía que era joven, pero era un adolescente imberbe apenas mayor que el mensajero mexicano. El Gobernador se presentó.
-Pasa sin miedo –añadió tuteando -. Como ves, estoy desarmado y quitando el juez Wilson no hay nadie más. No corres ningún peligro.
Billy inspeccionó desconfiado con los ojos, sin moverse ni responder, buscando algún rincón escondido; tampoco se veía ningún pie asomando por debajo de las cortinas.
Guardó la pistola y bajó el winchester; lo apoyó en el reposabrazos cuando Wallace le invitó a sentarse, pero no en la butaca que le ofrecía sino en otra, que detrás sólo tenía la pared y dominaba con la vista la entrada del despacho.
El detalle irritó a Lew Wallace, pero ocultó su mal humor con una sonrisa hipócrita.
Durante la conversación Billy descubrió que Wallace tenía una vasta cultura, que le recordó a Tunstall e inconscientemente, por similitud, confió en él. Pero Wallace no era Tunstall, era un artero político para quien el fin justificaba los medios. No tenía la menor intención de indultar a un sanguinario criminal como Billy, por mucho que Wilson hubiera hablado en su favor (se veía claro que Kid tenía embaucado al juez), pero sí podía utilizarlo para encarcelar a los asesinos de Chapman, y no porque lo hubieran matado sino porque Chapman contaba con su beneplácito, con lo cual el crimen era un ataque indirecto a su persona, el Gobernador de Nuevo México. Aquel bandolero adolescente sería la herramienta que emplearía para poder ajusticiarlos, pero como utensilio, cumplida su tarea, lo arrojaría a un lado.
Mas Billy tampoco era un bisoño ignorante de la vida.
Desde que era pequeño, en el Oeste, todos lo que conoció hacían honor a la palabra dada, incluso la cumplían forajidos como Jesse Evans, John Kinney o el propio Dolan. Podría no sospechar que hubiera personas que hicieran del engaño, el embeleco, la falsedad o mudar de bisiesto, llámese política, su razón de ser y menos si tenían cultura, pero eso no significaba que no supiera leer los silogismos, ardides y tortuosidades de la retórica. Así que no tardó en oler a chamusquina bajo la fragancia floral de la verbosidad de Wallace, y su confianza inicial a caer en el olvido.
El Gobernador propuso que la mejor manera de protegerlo sería que Billy aceptara una falsa detención, antes de testificar ante el gran jurado sobre lo que vio la noche del asesinato de Chapman.
-¿Por qué?
-Me has hablado del acuerdo firmado con Dolan. De esta forma no sospecharán que testifiques voluntariamente.
-Entiendo –sonrió con socarronería cínica -, y aún sería mejor si me ven cargado de grilletes.
-Por supuesto –Wallace hizo un movimiento de cabeza afirmativo.
Las pupilas de Billy reflejaron la llama de la lámpara.
-¿Y después? –preguntó.
-Después saldrás libre con el perdón en tu bolsillo por todas tus malas acciones.
A Kid le gustó el sonido de aquellas palabras, pero no se dejó engatusar por el entusiasmo. No le gustaba que lo metieran en la cárcel, aunque tuviera su lógica.
-Me parece bien, pero si no le importa, lo pensaré primero. Le daré mi respuesta dentro de un par de días.
-Otra cosa –añadió Wallace -. Llevan a la justicia al teniente coronel Dudley por lo ocurrido el verano pasado cuando mataron a McSween. Tengo entendido que estuviste allí.
El muchacho asintió.
-Deberías declarar como testigo. ¿Estás de acuerdo?
-Desde luego.
Nunca podría olvidar lo que hizo el militar.
Terminada la reunión, se estrecharon la mano y Billy abandonó la casa. Si hubiera girado la cabeza habría visto cómo Wallace, con cara de asco, se limpiaba la mano que le había dado en la levita.
Dos días más tarde Billy escribió una carta al Gobernador aceptando el trato. Estaría en la cantina de San Patricio y se entregaría al sheriff Kimbrell.
-No me fío de ese hombre –dijo Yginio.
El mexicano era bueno juzgando a la gente, Billy no desdeñó su opinión. Tampoco él terminaba de fiarse; por desgracia no le quedaba otro camino que confiar en el Gobernador si quería que le concediera el indulto. Si se oponía a sus mandatos entonces sí que no se lo daría.
Era un chantaje: ¿Quieres mi indulto? Entonces haz esto.
Con otras palabras, pero eso es lo que había dicho. ¿Cómo confiar en alguien así? Pero no había otra manera. En aquellos momentos tenía la sensación de ser como ese transporte nuevo, tan extendido en el Este y que estaban construyendo ahora en Nuevo México, ferrocarril lo llamaban; se sentía como la locomotora, que no podía ir más que donde la llevaban las vías.
-Quiero que regreses a casa, Yginio –dijo.
-¿Por qué?
-Porque este camino tengo que recorrerlo yo, nadie más.
-Bi…
-Tus padres son mayores –interrumpió -, no tardarán mucho en depender de ti. Tienes obligaciones familiares…
-Me estás apartando con una mala excusa.
-Si así es como lo ves…
-¿Es que hay otra manera?
Yginio tenía los ojos vidriosos.
-Todo esto lo hago para llevar una vida normal, poder casarme con Celsa. Sólo te pido que tú hagas lo mismo.
Yginio no estaba de acuerdo. Finalmente al cabo de un rato, desistió. Cuando abandonó San Patricio tenía lágrimas en los ojos.
Aún coincidieron alguna vez y el muchacho siempre le prestó la ayuda que necesitaba, pero ya no cabalgarían juntos. Muchos años más tarde, entrado el siglo XX, cuando Yginio Salazar falleció de ancianidad sus hijos escribieron en la lápida el epitafio: Compañero de Billy el Niño.
-¿También me echas a mí? –preguntó Tom Folliard contemplando como el joven mexicano se alejaba.
-Perdería el tiempo; no me harías caso. Pero sí te necesito lejos.
-¿Qué quieres decir?
-Que si esto sale mal, necesitaré alguien de confianza que me ayude a escapar.
-Por fin dices algo con sentido. Cuenta conmigo.
Poco después abandonaba la población.
Billy entró en la taberna, se sentó en una mesa y pidió una baraja para entretenerse haciendo solitarios mientras esperaba a Kimbrell.
Se abrió la puerta. Tom.
-¿Puedo saber por qué has vuelto?
-Te acompañaré hasta que llegue el sheriff.
Billy movió la cabeza con una sonrisa que podía interpretarse de muchas maneras.
Puso la baraja en medio de la mesa.
-Tú cortas –cloqueó.
Estuvo jugando con la tranquilidad que crea la resignación, pero a Folliard no le engañaba. Tom sabía que en aquellos momentos Billy era como un griego ante el Destino y que sabedor que no puede oponerse al Hado alejaba a quienes más apreciaba para que no corrieran su negra suerte.
-Nunca creí que te rindieras –comentó.
-Dime otra manera de conseguir el perdón.
-¿Y si al final no te lo da?
-Sólo hay una forma de saberlo, ¿no?
No hablaron más. Durante las siguientes horas jugaron en silencio. De pronto se abrieron bruscamente ambas puertas, la frontera y la trasera, apareciendo varios hombres empuñando armas. Ninguno de los dos amigos se movió.
-¿Es necesario esto, George? –preguntó Billy a Kimbrell – Quedé que me entregaría pacíficamente.
-Lo siento, Billy, cumplo órdenes.
-¿También te han ordenado acribillarnos si hacíamos algo sospechoso –quiso saber Folliard.
El silencio de Kimbrell fue muy elocuente.
Con el ceño fruncido Billy fue soltándose el cinturón del arma.
-Consérvala –dijo amistosamente el sheriff -. Sé que cumplirás tu palabra.
-¿Dónde me llevas? –preguntó Billy al salir a la calle.
-A casa de Juan Patrón.
Era un amigo de ambos que ya recogió en su día a Susan McSween cuando mataron a su esposo. Que lo llevaran a aquella casa significaba cierta garantía; Billy se sintió más tranquilo.
Lo que no sabía es que Kimbrell actuaba por iniciativa propia. Las órdenes recibidas era de llevarlo desarmado a la cárcel y balearlo si se oponía. Nada de esto dijo al muchacho, quien no protestó cuando Folliard lo acompañó. Por la razón que fuera se sentía solo en aquellos momentos y le reconfortaba tenerlo a su lado.
La casa de Juan Patrón era de una única planta, de adobe, techado de gran inclinación y adherida a otra de idénticas características, pero apenas se instalaron en ella.
Enterado Wallace de lo que había hecho Kimbrell pasó por encima suyo, echando exabruptos enfurecidos y ordenó a Longworth que encerrara a ambos forajidos en el pozo de la cárcel de Lincoln.
Tom Longworth era uno de los ayudantes de Kimbrell, de unos 60 años de edad y que leyó dos veces el telegrama del Gobernador. No había duda. Era su nombre el que estaba escrito. Wallace debía haber destituido a Kimbrell.
Conocía a Billy bastante bien, estaba seguro que el muchacho no lo mataría si iba solo, pero no pudo evitar el miedo cuando le informó que tenía que llevarlo a la cárcel.
-Tom –dijo lentamente Kid -, he jurado que nunca volvería a entrar en ese agujero, vivo.
El agente de la Ley tenía la boca seca; sus cabellos, entre grises y canos, pegados sudorosos a la frente, retorcidos como gusanos.
-No es cosa mía –la voz le temblaba -. No quiero encerrarte allí. No quiero encerrar a nadie ahí. Pero son mis órdenes. No puedo evitarlo.
Extendió el telegrama. Aquello tenía que quedar muy claro, no quería al chico como enemigo.
Los ojos de Billy eran serios cuando los apartó del papel. Entregó su arma; Tom, la suya. Caminó tristemente hacia la puerta de la cárcel. Se detuvo en el umbral.
-Tom –dijo a Longworth -, voy a entrar porque no tengo nada contra ti, pero daría todo lo que tengo para que el bastardo que ha dado la orden estuviera en tus zapatos.
Su rostro estaba ceniciento cuando Longworth cerró la puerta del agujero tras ellos.
Estuvo unos minutos meditando. Luego caminó hasta la puerta de pino rebuscando por los bolsillos, sacó un lápiz. Escribió en ella:
William Bonney fue encarcelado la primera vez el 22 de diciembre de 1878. La segunda, el 21 de marzo de 1879, y espero que nunca vuelva a serlo.
W.H. Bonney
-¿Ahora qué? –preguntó Folliard cuando terminó de escribir.
-Ahora nos vamos.
Llamó con un grito a Longworth.
-¿Necesitas algo? –preguntó el ayudante acudiendo.
-Tú ya has cumplido con tu deber encerrándonos –informó Billy -. Ahora suéltanos si no quieres que nos escapemos por las malas.
Longworth abrió el cerrojo.
-Tendré que dar parte de que habéis huido –aclaró.
-Me parece justo. ¿Nos devuelves las armas?
-Están encima de la mesa.
La lógica dictaba que huyera, pero no lo hizo, se quedó en Lincoln con chulería adolescente, mostrando un desprecio que todos creyeron que era hacia el sheriff, pero que en realidad era a Lew Wallace.
Aunque se instaló nuevamente con Tom Folliard en casa de Juan Patrón, ahora salían ambos a la calle a plena luz del día, con las pistolas al cinto y los winchesters en las manos.
Enterado el Gobernador, hubiera dado orden de que los cosieran a balazos, pero necesitaba a Billy como testigo, así que se tragó la bilis y se la volvía a tragar cada vez que le informaban que ambos malhechores recibían las visitas de sus amigos y que muchos hispanos locales les llevaban comida, bebida, cigarros y que no se perdían un baile. La desfachatez de aquel crío era asombrosa.
Wallace se presentó en Lincoln una semana más tarde, tenía que comprobar con sus propios ojos todo lo que le decían.
Billy le recibió como si fuera un tío lejano al que hiciera tiempo que no veía. El Gobernador tuvo que hacer acopio de su mejor fariseísmo, doblez y disimulo para corresponder a la fingida sonrisa de Billy con otra santurrona.
Quince días después, a mitad de mes, Billy cumplía su promesa y testificaba ante el gran jurado de lo que vio durante el asesinato de Chapman. Tom Folliard también declaró como testigo.
Consumada su parte Billy esperó que Wallace efectuara la suya.
Seis días más tarde, el 20 de abril, ante el tribunal de Lincoln comenzaba la audiencia de Billy en relación a los asesinatos del sheriff Brady y Buckshot Roberts. Aquello no era lo acordado. El trato era que tras declarar le haría entrega del certificado de perdón en mano. Quizá el juicio fuera una simple formalidad de Wallace, para cubrirse las espaldas haciendo todo legal, pero tenía sus dudas por la forma como había actuado cuando la detención.
Se convenció de que todo era una trampa cuando trasladaron la causa al condado de Doña Ana. En Lincoln todos lo conocían y sin duda hubiera sido absuelto, pero en Doña Ana lo conocían sólo por su reputación. No le extrañó ser declarado culpable. En cambio los asesinos de Chapman fueron todos absueltos menos Campbell, pero se le facilitó la huida y nunca más se supo de él tras la fuga.
Visto el panorama Billy se propuso escapar, pero decidió dar el beneficio de la duda a Wallace, puesto que seguía confinado en casa de Juan Patrón. El que no lo hubiera encarcelado después de ser declarado culpable en el juicio preliminar le daba ciertas esperanzas de que finalmente Wallace cumpliera su palabra, dado que faltaba el juicio de Dudley.
A finales de mayo declaró sobre las acciones del teniente coronel en la batalla de Lincoln del verano anterior.
Wallace no movió pieza.
Harto de esperar y temiéndose lo peor Billy decidió no correr riesgos y abandonó la ciudad con Tom Folliard. Ninguno de los guardianes del muchacho hizo el menor movimiento para evitar la huida. Apreciaban más a Billy que al Gobernador.
CAPÍTULO 12
Las Vegas, Nuevo México
La fuga de Lincoln fue la segunda bofetada de Billy a Wallace; la primera fue cuando salió de la cárcel tras la detención por Longworth. Wallace juró que no habría una tercera al tiempo que se preguntaba en qué madriguera se habría escondido, puesto que no lo localizaban en ningún sitio.
El 4 de julio de 1879, unas dos semanas después de su huida, todavía buscándolo por otros derroteros, amaneció Billy en Las Vegas. Había acudido como muchos curiosos a la inauguración del primer tren de Nuevo México y el sur del Pacífico, que finalmente había llegado a la ciudad.
La llegada del ferrocarril dividió la población en dos secciones, la Ciudad Vieja y la Nueva, aunque también las llamaban respectivamente Las Vegas Oeste y Este. La alegría era masiva, porque el nuevo sistema de transporte significaba el progreso, así que toda la población estaba en la calle. Se celebró una fiesta apoteósica al hacerla coincidir con el Día de la Independencia. Había bailes, concursos de pasteles, competiciones de soga, carreras sujetando un huevo en una cuchara con los dientes, fuegos artificiales… lo que más desean los muchachos jóvenes, y Billy y Tom Folliard disfrutaban de todo ello como los adolescentes que se-guían siendo, aunque no tardaron en darse cuenta que no todo lo que relucía era oro, porque el ferrocarril también había traído a la ciudad gran cantidad de prostitutas, fulleros, ladrones, asesinos, pistoleros y desperados, casi todos de Dodge City. La Banda de Dodge City, los llamarían los locales, cuyo líder consiguió ser nombrado juez de paz y no tardó en enchufar a varios de sus hombres como agentes de policía en la ciudad. Las Vegas, Nuevo México, no tardó en convertirse en una de las más mortales del Oeste.
Pero aquel primer día todo esto aún quedaba lejos, a pesar de que la experiencia de ambos amigos les auguraba lo que iba a pasar y decidieron que tan sólo se quedarían el tiempo suficiente para que se calmaran los ánimos tras la fuga de Billy.
-William Henry Roberts –oyó decir una voz queda a su espalda.
Billy se giró ni lento ni brusco, con naturalidad, nadie conocía su verdadero nombre. El desconocido era algo mayor de treinta años y le sonreía. Estaban los dos solos.
-Jesse James –sonrió a su vez.
-Por favor, llámame Howard, es el nombre que utilizo en estos momentos.
-Me parece bien. Yo soy…
-William Bonney, a quien llaman Kid, lo sé. Te has hecho famoso.
-No por gusto, te lo aseguro.
-¿Te apetece que tomemos un trago y hablamos?
Se instalaron en la habitación del hotel Adobe, donde se alojaba Jesse James. El atracador pasaba por una mala temporada, la banda había quedado desmantelada, él estuvo a punto de perder la vida malherido, y no había tenido más remedio que huir. Estaba en Nuevo México buscando un sitio al que mudarse con su familia al tiempo que aprovechaba el viaje para crear una nueva cuadrilla con la que actuar en Missouri.
Billy comprendió que Jesse James tenía intención de convertir Missouri en la víctima y Nuevo México en su escondite.
-Me vendría bien alguien como tú.
Billy sonrió; una sonrisa de conejo aún más pronunciada por sus incisivos.
-¿Por qué yo?
-Porque te conozco y he oído hablar de ti.
-No creas todo lo que se dice.
-Sé por experiencia que siempre se exagera, pero aunque sólo sea verdad la mitad de lo que dicen…
-Ni la mitad. No he hecho nada excepto robar ganado y aún así no me considero un bandolero. En esta tierra dime alguien que no lo robe –su voz tenía un tono amargo inhabitual en él -. No he atracado a nadie, no he robado tiendas ni asaltado diligencias, no he desvalijado ningún banco, y quiero seguir así.
-¿Y todas tus muertes?
-También son mentira. No sé si he matado a alguien en los tiroteos mientras duró la guerra, pero fuera de eso sólo he matado una vez; en defensa propia.
El muchacho estaba siendo acusado prácticamente de todos los asesinatos del condado de Lincoln en aquellos días, pero Jesse James comprendió que era debido a que el nombre de Billy se había convertido en sinónimo de atrevimiento y temeridad.
-Ha habido doscientos muertos en la guerra del condado de Lincoln –decía Kid -, ¿no creerás que a todos me los he cepillado yo?
Se miraban a los ojos, los de Billy seguían teniendo la honestidad de cuando lo conoció siendo niño en el rancho de Wild James.
-Te creo. Pero estás estigmatizado, algo que no podrás cambiar hagas lo que hagas. Puesto que ya estás condenado…
-No lo haré. No voy a darles la ocasión de que digan que tenían razón sobre mí, que sólo era cuestión de tiempo que hiciera lo que ya me acusan. No soy un forajido, ni lo seré por mucho que se empeñen.
-Orgulloso y cabezota, como tu padre.
Le llamó la atención el brillo que apareció en los ojos de Billy al pronunciar la frase.
-¿No me preguntas por él?
-No quiero saber nada de él –respondió sin más explicaciones.
Jesse James no insistió.
-Lo eres, Billy, un forajido –dijo en cambio.
-¿Porque he robado ganado? En ese caso, todos en Nuevo México deberíamos estar fuera de la Ley.
-No, porque lo dice la opinión pública. Será todo mentira, pero la gente se lo ha creído, por eso eres un forajido, porque todos creen que lo eres. Algo que nunca podrás cambiar por mucho que lo intentes.
Billy no respondió.
-Así que dime –continuaba Jesse James -, ¿qué más da si te conviertes en uno realmente? ¿A quién le importaría?
-A mí. Tengo mi propia opinión de mí mismo y aunque no es muy buena, no quiero que empeore.
-¿Evitará eso que te persigan? Lo harán igual. ¿No lees los periódicos? Eres el forajido más peligroso de Nuevo México ahora que Jesse Evans está a punto de ser encarcelado y los Seven Rivers Warriors destruidos por las acciones del Gobernador Wallace.
El autor de «Ben – Hur» se había tomado muy en serio terminar con todos los bandoleros del Territorio durante su mandato, aunque nunca quedó muy claro si lo hizo por justicia, por su cargo o como venganza por la indisciplina, jactancia y desvergüenza del testigo del asesinato de Chapman, que prefería seguir libre a fiarse de su palabra.
-No es verdad.
-No es lo que dicen los diarios, ni lo que cree la opinión pública.
-Me da igual.
-¿Estás seguro?
Tardó en responder, recapacitando.
-Tienes razón –reconoció -, no me da igual, pero no soy un forajido y no les daré el gusto de convertirme en uno. No lo conseguirán.
-Repito, eso se llama orgullo.
-Llámalo como quieras.
Jesse James no respondió. Recordó cuando se conocieron en el rancho del padre de Billy, por aquel entonces ya le notaba temple. Seguía teniéndolo, al parecer intacto, sin mellarse. Tendría un mal final, se dijo, los acontecimientos estaban arrastrando al muchacho hacia una tragedia que no podría evitar. Tuvo la sensación de que Billy lo sabía, que lo sabía desde hacía tiempo, por eso no daba el brazo a torcer ni se sometía; el final sería el mismo aunque se rindiera convirtiéndose en lo que ya decían que era. Final por final, Billy conservaría su dignidad en contra de todos, sin dejarse vencer.
-Tengo otro negocio, que quizá te interese más.
-¿Cuál?
– Dinero falso. Hay un grupo de sudistas que quieren hundir la economía de los Estados Unidos.
-¿Tú entre ellos?
-Yo entre ellos.
-¿Qué pinto yo?
-Ayudarías a mover el dinero en la venta del ganado que robas.
-Te has empeñado en convertirme en un delincuente.
-Tienes que vender ese ganado y de forma legal cada vez será más difícil. En cambio así nadie hará preguntas, porque necesitan poner ese dinero en circulación.
En eso tenía razón. Si seguía robando ganado tendría que entrar en el negocio. Lo hablaría con Folliard.
-Tendré que pensarlo.
-Si te interesa te daré más detalles.
-Te contestaré mañana. ¿Por qué no comemos en mi hotel?
Billy se alojaba en el famoso Hot Springs a seis millas de Las Vegas, equipado con una casa de baños de adobe y un hotel añadido. Su cocina era muy popular en Nuevo México, estando completamente lleno todos los domingos, por lo que solían compartir la misma mesa distintos comensales.
En una esquina del comedor se habían sentado Billy y Jesse James con un tercero cuando apareció un cuarto preguntando si la silla a la derecha de Kid la ocupaba alguien.
Billy levantó la vista y reconoció al médico de Tascosa, Henry Hoyt. Amable y sonriente como siempre se levantó para saludarlo y se dieron las manos. Buscado como estaba Kid, Hoyt no lo llamó por su nombre para no comprometerlo ante extraños.
-¿Qué es de tu vida? –preguntó el muchacho, que iba elegantemente vestido con sus ropas nuevas de ciudad y que había adquirido tan pronto llegó a Las Vegas en la tienda de Charley Ilfelt.
-Estoy trabajando de camarero en el Hotel Exchange de las Vegas.
Billy respondió que como no había visto un tren de pasajeros nunca, se había desplazado a Las Vegas exclusivamente para eso. Estaba pasando los mejores días de su vida.
Pronto estuvieron hablando del tiempo que estuvieron juntos en Texas como si fueran un par de cowboys. El hombre de la izquierda de Billy hizo un comentario sobre la conversación que llevaban.
-Hoyt –sonrió Billy -, te presento a mi amigo, Mr. Howard, de Tennesse. Hoyt es un médico del que me hice amigo en el Panhandle.
Hoyt le estrechó la mano pensando que debía ser alguien del ferrocarril y, a juzgar por sus palabras, había viajado bastante. El médico hizo constar en sus memorias que Billy le confesó más tarde que aquel hombre era Jesse James.
La comida transcurrió con una conversación agradable. El cuarto hombre, terminado su plato, se retiró y Howard no tardó en hacer lo mismo.
Después de la sobremesa, Billy llevó a Hoyt a su habitación, donde estuvieron hablando de sus correrías en aquellos meses. El muchacho le comentó lo que le había ocurrido con el Gobernador.
-Resultó ser todo una trampa de Wallace para atraparme.
Hoyt alzó la vista de la carta del Gobernador, que Billy le había entregado a leer.
-Creo que cometes un error –dijo el médico -. Aquí pone que tiene el poder de indultarte.
-Lo que pone es que puede eximirme del enjuiciamiento. Pero el juicio se ha hecho.
-Tampoco te encarceló, quiero decir que después del juicio te permitió continuar en casa de Juan Patrón. No te volvió a encerrar. Eso debe significar algo.
-He tenido demasiadas experiencias con traiciones y promesas falsas. Su silencio tras ese juicio, real o por compromiso, es la gota que ha derramado el vaso.
-Vuelve a intentarlo. Vuelve a escribirle antes de que sea demasiado tarde.
-No.
En aquellos momentos parecía un niño obstinado.
-Por este camino sólo conseguirás que te maten.
-No tengo miedo a morir como un hombre peleando –sus ojos perdieron algo de brillo al añadir -: Pero no me gustaría morir como un perro desarmado. Ya no creo en sus palabras, si lo hago me colgarán y no he nacido para que me ahorquen.
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