Evocando a Caín (5)

CAPÍTULO 13

 

Las montañas de Guadalupe

 

Amaneció nublado, uno de esos días en que las nubes cubren el horizonte para no llover nada.

-¿Puedo ir contigo?

Billy, ensillando el caballo, giró la cabeza al oír la voz. Tom O’Keefe, un joven de aspecto alobunado y mirada franca, uno de los pocos con los que había congeniado en The Boys.

-Dejo la banda.

-También yo, ¿te importa que te acompañe?

Indirectamente se había opuesto a Evans al disculpar a Billy y temía represalias; el jefe tenía una vena con la cual podía hacer pagar a otro su frustración y sin duda debía estar muy irritado por la discusión con Kid. Que su mejor amigo se le hubiera enfrentado delante de toda la pandilla debía haber sido muy humillante para Jesse Evans.

Billy se encogió de hombros.

-Claro que no –respondió amigablemente.

Fueron los primeros en irse. Al pasar al lado de Jessie, Tom se fijó en su expresión, no parecía enfadado aunque tampoco alegre. Billy se tocó el sombrero con la punta del índice a modo de saludo. Su  amigo respondió.

-Parece que habéis hecho las paces –comentó O’Keefe que sentía los ojos de Jesse Evans en su espalda.

-Nunca estuvimos en guerra.

Kid no pudo evitar detener el caballo y mirar hacia el campamento. Ambos amigos se miraron crispados a los ojos. Ninguno sonreía. Aquello no era ninguna ruptura y sin embargo ya nada sería igual.

Cruzaron La Mesilla en silencio, Billy no tenía ganas de hablar y O’Keefe respetó su mutismo, pero se percató que ahora su compañero iba más alerta, como sospechando una emboscada. Después, convencido Billy de que el sheriff Barela no estaba en las inmediaciones, se relajó dirigiéndose al este, a la Sierra de Guadalupe.

O’Keefe sugirió ir a Loving, en el valle del Pecos, seguro que encontrarían trabajo en alguno de los ranchos de la comarca.

Billy asintió con la cabeza antes de hablar en voz alta. Había que pasar página; Tom era un buen compañero y no se merecía que pagara su malestar. Con la charla se sintió mejor y no tardó en bromear.

No tenía ningún inconveniente en ir a Loving. Cuando pensó seguir la ruta de Guadalupe fue para no tomar la de los bandoleros, pero sin ninguna idea de qué hacer después. La propuesta de O’Keefe le pareció muy acertada.

De naturaleza caliza la cordillera estaba al sudeste de las montañas Sacramento, entre Nuevo México y Texas; una extensión desértica sin una gota de agua en su superficie excepto la del arroyo McKittrick, en el cañón del mismo nombre, al sur de la frontera. Demasiado lejos. El terreno que atravesaban en cambio estaba repleto de salinas, desiertos de creosota, algunas praderas y arbustos de enebro.

Conocedor del terreno O’Keefe le habló de unas cuevas cercanas al lugar donde se dirigían, que acaso estuvieran habitadas por forajidos.

-Se refugian en ellas para que no se descubran sus campamentos.

-Me preocupan más los apaches –manifestó Billy.

Cabía la posibilidad, adujo O’Keefe, pero confinados como estaban en reservas su número había disminuido mucho en aquellas colinas.

-Hace veinte años era distinto, por lo que he oído. Desde aquí al Pecos estaban plagadas de mescaleros, e incluso más allá, en el Valle Estacado, esa ruta que dicen que hicieron los españoles. Vaya idea, clavar estacas a todo lo largo de un desierto para no perderse. Olvídate de los apaches, si hay peligro será por los bandidos.

-La reserva que asaltamos no está tan lejos –aseguró Billy.

No estaba seguro de la distancia, sólo sabía que estaba al norte y conociéndolos como los conocía estarían buscando represalias.

O’Keefe rió.

-No van a desencadenar una guerra por cuatro caballos.

Caballos, comida… Billy se dio cuenta que Tom desconocía todo de los apaches; no es que él fuera un experto, pero su convivencia en San Carlos y durante la epidemia de viruela le había dado un conocimiento superior al de su compañero. Estaba convencido de que habían salido unos cuantos tras ellos. Sabían seguir las huellas, sabían ocultarse para la emboscada. Siendo más prudentes que audaces admiraban la valentía y despreciaban el heroísmo, al que consideraban inútil. Si atacaban serían ellos las víctimas, no los otros dos grupos, puesto que ellos eran los más vulnerables.

Las horas fueron pasando sin que tuvieran ningún percance, lo que convenció a O’Keefe de que Kid se había equivocado, pero éste no estaba tan seguro, los apaches atacaban muchas veces de noche. Acertó. Fue hacia el anochecer cuando hicieron acto de presencia. También acertó en que era un grupo que había abandonado la reserva para vengarse del robo de los caballos.

Emprendieron la huida a galope. Billy tardó un rato en percatarse de que iba solo. En algún momento O’Keefe se había separado para tener más posibilidades en la huida. Los indios también se dividieron, ahora eran menos quienes iban detrás de Kid, pero aún demasiados para un hombre solo.

El muchacho echó un vistazo por encima del hombro. Había tomado distancia, su buen caballo y poco peso le habían dado ventaja. Tenía que aprovecharla, porque había espoleado demasiado al animal y se cansaría antes que los de los apaches, con lo cual pronto acortarían terreno.

Había por allí algunos enebros lo suficientemente espesos para ocultar su pequeño cuerpo. De pronto se puso en cuclillas sobre el lomo y saltó del animal a pleno galope refugiándose rápidamente en posición fetal en unos arbustos. Maldijo por lo bajo, eran espinosos, pero no se movió, no tenía tiempo.

Al poco llegaron los indios. Aguantó la respiración. Había anochecido ya y eso le favorecía, pero no se fiaba. Quizá le habían visto cuando se tiró a pesar de la oscurana.

Los pieles rojas pasaron de largo persiguiendo al corcel. Billy respiró. Mientras no regresaran al ver que iba sin jinete…

Ya no los oía, pero siguió inmóvil, la noche era cada vez más cerrada y consideró peligroso aventurarse. Además estaba cansado, la noche anterior apenas había dormido. Era más prudente dormir en la breña y esperar que amaneciera.

Cuando despertó el sol estaba apuntando. Esperó un momento antes de salir del refugio. Estaba lleno de arañazos y alguna espina clavada.

No había indios por las inmediaciones.

Ninguna señal de su caballo.

Todas sus provisiones iban en él.

Y el agua.

Se ató el pañuelo en la cabeza a la manera de los apaches, había perdido también el sombrero.

¿Qué habría sido de Tom?

Se sentó en el suelo; las piernas cruzadas.

Estaba perdido. Durante la persecución se había extraviado. No sabía dónde estaba, así que debía pensar muy bien la ruta a seguir. Miró alrededor buscando alguna referencia que indicara su posición. Se mordió el labio. Nada. No conocía aquella zona. No podía tomar más que una dirección: el este. En aquel punto cardinal se encontraba el río Pecos, que corría de norte a sur desembocando en el Grande. Aunque se desviase algo si siempre iba al oriente lo encontraría antes o después. Los otros caminos, sin conocer el terreno, eran un suicidio.

Se levantó, se sacudió la culera limpiándosela de tierra. Comenzó a caminar, aún era temprano. Acuérdate que al medio día tengo que tener el sol a mi derecha, señalando el sur, se dijo temiendo desviarse.

Llevaría unas cuatro horas andando cuando vio buitres sobrevolando a su izquierda. Caminó hacia ellos sospechando lo peor. Veinte minutos después se detuvo.

Tom O’Keefe; no se había equivocado. Le flaquearon las piernas, cayó de rodillas y un exceso de salivación indicó las nauseas que sentía, pero tenía el estómago demasiado vacío para vomitar.

Se habían cobrado bien los caballos robados. Habían desnudado a O’Keefe y lo habían atado a cactos echinocereus, que poseían espinas hasta 7 centímetros de largo, con tiras de cuero humedecidas sin curtir, que con el sol se contrajeron cada vez más a medida que se secaban y las enormes punchas fueron clavándose profundamente. Con otras púas habían apuntalado su boca manteniéndola abierta. Billy observó la negra hilera que iba de la misma al hormiguero.

No quiso ver más.

Habría jurado que en algunas partes le habían arrancado tiras de piel.

Debería enterrarlo, pero no era prudente. Sin duda habría indios por las cercanías, no podía permitirse el lujo de delatar su presencia.

-Lo siento, Tom –musitó sin saber si era por su cruel muerte o por no enterrarlo.

Estaba cometiendo una estupidez; se dio cuenta a medida que se alejaba. En primer lugar los apaches no debían andar muy lejos, y en segundo, intentar cruzar aquel desierto a pleno sol era una locura. Aquella zona de la sierra parecía especialmente árida y hasta donde alcanzaba su vista sólo veía arbustos espinosos y piedras.

Recordó el tiempo que pasó entre los apaches con fray Perico Lamota, había visto algunas pruebas a la que sometían a los muchachos indios. Una de ellas consistía en un largo recorrido a pie por el desierto llevando un trago de agua en la boca. La superaba aquel que llegaba a su destino y la escupía demostrando que no la había bebido.

Él no era ningún apache y caminando de día era más fácil que lo descubrieran. Buscó dónde guarecerse, a partir de ahora se escondería de día y caminaría de noche.

 

 

CAPÍTULO 14

 

Siete Ríos

 

Bárbara Jones se despertó sobresaltada. Alguien se movía por el exterior. Atisbó con precaución, aún no había amanecido y sólo reinaba oscuridad. No se veía nada, pero sabía por experiencia que eso era lo peligroso. En aquellas tierras no sólo existían fieras salvajes también indios y forajidos, que veían en los ranchos apetitosas presas. No podía confiarse estando aquella noche sola con sus hijos pequeños. Bob se había ido con los mayores a vender las reses.

Cogió un rifle, lo amartilló y asomó el cañón por una de las troneras de la pared.

-¡Salga de ahí! –gritó.

No tuvo que repetir la orden, un cuerpo se levantó detrás del abrevadero. No se distinguía bien quién era, la mujer esforzó la vista, el cuerpo estaba oscurecido por una nube que cubría la luna. Aún así vio que la silueta levantaba los brazos antes de comenzar a caminar de forma rara. Cuando la luna asomó se dio cuenta que cojeaba arrastrando lentamente los pies.

El desconocido cayó de rodillas, pero no bajó las manos para evitar el malentendido de que quisiera sacar sus armas y le dispararan. Luchó para levantarse. Estaba ya lo suficientemente cerca como para que Bárbara viera que portaba dos pistolas y que era un chico delgado, no mayor de quince años. Sus facciones mostraban su agotamiento y respiraba con la boca abierta dejando ver dos incisivos prominentes.

Kid consiguió levantarse finalmente, las manos siempre en alto. Le dolían los pies, los sentía desollados dentro de las botas; las piernas se contraían en calambres dolorosos. Apenas dio un paso cuando volvió a caer y esta vez tuvo que apoyar las palmas en el suelo para detener la caída.

Bárbara se compadeció. Dejó el rifle y desatrancó la puerta.

Billy, a cuatro patas, alzó la cabeza al oír el ruido. Vio acercarse una mujer de estatura media y aspecto fornido que le ayudó a levantarse y sosteniéndolo lo condujo a la cocina sentándolo junto al fuego del hogar. En el estante superior había un puchero de cobre; a la izquierda, el aparador; a la derecha, en el suelo, varios troncos para alimentar las llamas junto a los morillos.

-Gracias, ma’am –dijo en un suspiro el muchacho. Tenía una voz dulce como su rostro, pensó la mujer -. Me llamo Billie Bonney.

-Yo soy Bárbara –respondió agachándose para quitarle las botas.

Tenía un rostro redondo, facciones adustas, sanguíneas; el cabello un poco corto para ser mujer y hebras grises.

Las botas se habían quedado pequeñas al inflamarse los pies de Billy. Forcejearon para sacarlas. Cuando salió la primera Kid apretó los dientes ahogando un gemido, la bota se había llevado algo de piel.

-No llevas calcetines –comentó Bárbara.

-No tengo dinero para esos lujos –se excusó con una sonrisa. Aquella prenda era difícil de conseguir y costaba mucho dinero. Quienes la poseían la cuidaban como oro en paño.

La segunda bota no fue más fácil que la primera.

Kid miró sus pies, los tenía peor de lo que pensaba, llenos de ampollas reventadas, hinchados, llagados y ulcerados. También Bárbara los miraba.

-Los tienes en carne viva.

-He caminado mucho.

-Voy a por agua, ahora vengo.

Kid asintió con la cabeza. Cerró los ojos con cansancio. Los abrió bruscamente al sentir calor en un pie. Bárbara estaba arrodillada sumergiéndolo en un barreño humeante. Parpadeó; se había quedado dormido.

Hizo una mueca cuando introdujo el segundo pie en el agua caliente.

Bárbara lo estudió mientras el chico se los lavaba. El rostro lo tenía polvoriento, con barro allí donde se había mezclado con el sudor. La ropa, sucia de tierra y con desgarros de las plantas espinosas, como si se hubiera revolcado entre los arbustos; la rodilla derecha asomaba por un siete del pantalón. Las botas eran lo que mejor estaban.

Kid estaba con la cabeza baja, deslizando con suavidad sus manos por los destrozados pies, sintiendo una rara mezcla de dolor y alivio al no tenerlos ya aprisionados. Eran unas manos delicadas, casi femeninas, no aptas para el trabajo duro, pensó Bárbara. Los largos cabellos cubrían la frente del muchacho dejando ver parte de su delgada nuca. Había perdido el pañuelo con el que se anudó la cabeza.

Enrojeció cuando sus tripas rugieron.

-¿Cuánto hace que no has comido?

-Tres días.

-Te traeré un poco de leche.

-¿Leche?

-Sí, ¿por qué pones esa cara?

-No quisiera ser desagradecido –balbuceó y su rostro adquirió un aire infantil -, pero es que no me gusta la leche.

-Te guste o no, te la tomarás.

El tono no admitía discusión.

-Sí, ma’am.

Bárbara asintió satisfecha. Aquel crío tenía la edad de uno de sus hijos y si a ellos no les consentía tonterías, menos a un extraño.

Billy la vio salir a buscar la leche. Pese a la brusquedad de la mujer no se sintió molesto. Le recordaba a su tía; en el comportamiento, entiéndase. De rostro Catherine había sido mucho más guapa, más estilizada. Sonrió. Sin duda era la matriarca de un montón de niños a los que meter en cintura; tuvo la sensación que se había convertido en otro más.

Al poco la vio regresar con una jícara. Kid bebió un trago, el hambre superaba su rechazo.

Masculló al escaldarse la lengua.

-Bebe con cuidado que está algo caliente.

-Gracias por avisar.

¿Qué entendería por estar hirviendo?

Sopló para enfriar la leche sintiéndose vigilado. Sorbito, nuevo soplido. Hasta que no terminó, Bárbara no apartó los ojos de Billy, desconfiada de lo que hiciese con la leche.

-Ahora a dormir.

-A la orden.

La matrona gruñó. Kid exhibía una simpática y candorosa sonrisa. Aún a su pesar Bárbara no pudo enfadarse dudando si Kid había sido impertinente o bromista.

-Me parece que tú y John os vais a llevar muy bien.

-¿John? –preguntó siguiéndola cojeando hasta el dormitorio.

-Uno de mis hijos.

Era una cama enorme en la que había dos críos durmiendo. Se acostó en la orilla preguntándose cuál de los dos sería John.

Cuando despertó vio que tenía ropa limpia en una silla y un niño que le sonrió antes de salir a avisar a su madre.

Al poco apareció Bárbara.

-¿Has descansado?

-Sí, ma’am.

-Me alegro –se  sentó en un taburete -. Ahora cuéntame qué te ha pasado.

No dijo nada relativo a la banda de Jesse Evans por precaución, pero sí que junto a su compañero Tom O’Keefe había sido atacado por los apaches en las montañas de Guadalupe.

-¿Y qué ha sido de tu amigo?

Billy titubeó.

-No lo sé –mintió no queriendo recordarlo -. Nos separamos durante la persecución. Ya no he sabido nada de él.

Narró que había perdido el caballo, que se escondía durante el día y que caminaba de noche hasta el amanecer.

-Entonces no sabes dónde estás –inquirió Bárbara.

-Sólo sabía que yendo al este alcanzaría el Pecos, pero no, no sé dónde estoy.

-En Siete Ríos, y este es el rancho de mi marido, Bob Jones.

Billy le agradeció que le hubiera salvado la vida, no creía que hubiera resistido mucho más. Bárbara quitó importancia, tenían que ayudarse los unos a los otros en aquella tierra salvaje.

-Ahora descansa. Tendrás que guardar cama unos días hasta que se te curen los pies.

-Oh, estoy…

-No estás bien –cortó la mujer.

-No, ma’am –reconoció -, pero no quisiera…

-No eres una molestia.

-No, ma’am.

-Eso está mejor –sonrió Bárbara.

Dejó a Kid solo, que se convenció que en aquella casa no era Bob quien llevaba los pantalones.

Los siguientes días se aburrió soberanamente. La matriarca no le dejaba levantar y él ya no sabía cómo ponerse en la cama. Si caía alguna siesta, luego no pegaba ojo por la noche. Los únicos ratos entretenidos eran cuando lo visitaba el marido, los niños o los hermanos mayores, Jim y John, quienes le aseguraron que a ellos la madre los trataba igual.

Cuando al final se le permitió levantar trabajó en la casa para pagar su sustento, a pesar de que tanto Bob como su esposa lo consideraban un invitado. Consintieron finalmente al comprender que el muchacho tenía su orgullo y que no aceptaba lo que él consideraba caridad. Pero su predisposición de no ser una carga a la familia hizo que se ganara tanto su respeto como su afecto. El rancho era pequeño, poco más que una granja, demasiado diminuto para que una familia pudiera vivir de él, de forma que los hijos mayores, para echar una mano, trabajaban en otros ranchos o se dedicaban a robar ganado para venderlo después. Billy representaba otra boca más que alimentar, el chico lo sabía, y no estaba dispuesto a ser una molestia después de lo que hacían por él.

A los pocos días, sintiéndose más fuerte, siguió trabajando por cama y comida, pero ahora ya en el exterior ayudando en el rancho.

-¿Qué vas a hacer cuando te vayas de aquí? –preguntó Jim un día.

-Aún no lo sé –respondió soltando la res que Jim había marcado.

-¿Por qué no vienes con nosotros? –comentó John -. Chisum va a trasladar unas cuantas cabezas y necesita vaqueros.

El ruido de disparos interrumpió la respuesta de Kid. Los traía el viento, por lo que ninguno se alarmó.

-Vienen del rancho Beckwith.

-Al parecer Brewer los ha alcanzado.

-¿De qué habláis? –quiso saber Billy.

Desde que Jesse Evans y su gente llegaron a Siete Ríos que había sido perseguido por Dick Brewer, después que éste fuera nombrado alguacil por el sheriff Brady a instancias, medio obligado más bien, por McSween.

Dick estaba dispuesto a tomarse la revancha por el robo de Doña Ana, pensó Kid cuando los hermanos Jones le pusieron al corriente.

Brewer los tenía acorralados en el cercano rancho de Beckwith, de ahí el tiroteo. Para cuando cesó, Jesse Evans, junto con tres de sus hombres, había sido capturado.

 

 

CAPÍTULO 15

 

Temporero

 

Una semana más tarde Billy estaba totalmente restablecido y acompañó, con un caballo prestado por la familia, a Jim y John hasta el rancho de Chisum.

El ganadero escuchó las referencias de los hermanos Jones, pero no se convenció; aquel muchacho parecía demasiado joven. Antes de decidirse a contratarlo lo sometió a algunas pruebas. Se veía muy verde, aunque sí sabía lo más elemental y como desbravador era bueno. Decidió darle un voto de confianza.

Al atardecer Kid salió del barracón destinado a los vaqueros para pasear. Se sentía contento, después de unos meses revueltos su vida volvía a encarrilarse.

-Tú eres el que ha domado el potro esta tarde.

Kid miró a quien había hablado. Una chica bonita de unos catorce años, que estaba sentada en el porche de la casa principal.

-¿Me ha visto usted? –preguntó acercándose. Por las buenas ropas debía ser la hija de Chisum.

La muchacha rió.

-Es la primera vez que me tratan de usted.

-Bueno, usted es la hija del amo.

-La sobrina.

-Viene a ser lo mismo; yo sólo soy un empleado.

-¿Por qué no te sientas conmigo?

Obedeció.

-Me llamo Sallie, ¿y tú?

-Billy –respondió pensando que Sally tenía un rostro precioso.

-He oído decir a mi tío que marcháis mañana.

Tenía una sonrisa encantadora, una conversación amena y parecía no poder apartar los ojos de él. Su ligera fragancia a jazmín embriagaba al chaval.

Cuando quisieron darse cuenta llevaban más de una hora hablando y sólo se interrumpieron cuando oyeron la voz de Chisum.

Sally se despidió de Billy y entró en la casa. Kid saludó a su patrón dispuesto a regresar al barracón.

-William Bonney, ¿no? –aseguró Chisum en un tono seco.

Era un hombre con el rostro triangular, barbilla redonda y bigote en abanico. Las orejas las tenía grandes; la nariz, larga; el cabello, lacio y corto con raya a la derecha; cejas pequeñas pero pobladas; ojos de visionario con los párpados superiores caídos en un pliegue que le daban expresión de tristeza, aunque era dureza metálica lo que emitían ahora.

Yes, sir –confirmó el chico.

-Supongo que te darás cuenta de la distancia que hay entre los de tu clase y mi sobrina.

-No entiendo –ahora fue su tono el seco, aunque procuró ser educado -, qué tiene que ver la clase con conversar o hacerse amigos.

-Que debe quedar en amigos, eso tiene que ver.

Quiso atravesarlo con su mirada, pero no lo consiguió al tropezar con la del adolescente. Ambos la sostuvieron en silencio.

-No lo olvides –dijo girándose para entrar en casa.

-No lo olvidaré –oyó a su espalda.

El contrato con Chisum terminaba una vez llevado el ganado a Dodge City, pero no fue renovado como hicieron con otros.

-¿Es que he trabajado mal? –preguntó al capataz cuando le dio su paga.

A pesar de trabajar en ranchos desde niño sabía que aún era mucho lo que ignoraba, ya que se había centrado más en ser desbravador que en otra cosa, sin contar que, debido a su corta edad, muchas de las actividades le habían estado vedadas por su poca talla, peso y fuerza. Pero en la actualidad los años ya no eran impedimento y tenía ansia por aprenderlo todo de su oficio. Tenía una mente activa y fértil. Estaba convencido de que había dado lo mejor de sí.

-No, al contrario. Sinceramente, si el rancho fuera mío te habría renovado, pero el amo es Chisum.

Kid miró a los ojos del capataz.

-Entiendo –murmuró.

-Pues ya sabes más que nosotros –intervino Jim -. Usted sabe que ha trabajado mejor que cualquiera de los que ha renovado.

-Repito que el dueño es Chisum y está en su derecho de contratar al que le plazca.

-Venga, vámonos a gastar la paga –concilió John, consciente que el capataz no tenia culpa.

-¿Por qué te ha hecho esto el viejo? –quiso saber Jim.

-Tengo mis sospechas.

Lo que no esperaba Billy es que Chisum diese malas referencias al resto de los rancheros.

Era costumbre, cuando se buscaba trabajo de cowboy, de decir con quienes habían trabajado. En el condado se conocían todos, lo cual facilitaba que se supiera si era un vago, honrado o un granuja.

Las referencias que recibían de Billy sus posibles empleadores eran dispares: por parte del capataz, buenas; por parte de Chisum, no muy halagüeñas. Si alguno llegaba a contratarlo lo hacía como temporero.

A las pocas semanas había estado en más ranchos de los que recordaba, pero lentamente las buenas referencias iban superando a las malas de Chisum, por lo que George Coe decidió arriesgarse con él contratándolo para un tiempo largo.

Unos días después George se convenció de que el muchacho no sólo era un buen trabajador sino también agradable en el trato, simpático y honesto. Así que debía ser cierto lo que se rumoreaba, que las malas referencias de Chisum eran porque lo había descubierto retozando con su sobrina; un cazadotes, decían. Bueno, él no tenía hijas.

Se lo llevó consigo a cazar en alguna ocasión a fin de conocerlo mejor, descubriendo que tenía una puntería envidiable. Nunca disfruté de mejor compañía, diría George Coe años más tarde. Me contó muchas historias divertidas. Siempre encontraba un toque de humor a todo, estando de forma natural lleno de diversión y alegría. Aunque a menudo era serio en situaciones de emergencia, su buen humor quedaba patente incluso en tales situaciones. Su disposición era notablemente amable; rara vez pensaba en su propia comodidad primero sino en la de los demás. Lo que más le llamó la atención de sus conversaciones es que Billy apenas había tenido infancia, porque desde muy joven, salvo excepciones, sólo se había relacionado con adultos.

En ocasiones les acompañaba el primo de George, Frank, que se hizo amigo enseguida de Billy, quien se esforzaba en su trabajo para neutralizar la mala fama que el tío de Sally le había creado.

Kid se sentía agradecido con George Coe por la oportunidad que le brindaba. La confianza cada vez mayor por parte del ranchero hizo que empezara a pensar que sería bueno echar raíces de una vez. Desde que huyó de Silver City había estado más veces fuera de la Ley que dentro, aunque se hubiera limitado al robo de ganado; algo que por otra parte hacían todos, incluso los grandes ganaderos. La diferencia es que a éstos, como Murphy, Dolan o Riley, no los perseguía la justicia y a los pequeños ladrones, sí.

Ahora tenía la gran oportunidad de cambiar. Se había desentendido de Jesse Evans y George le había ofrecido un empleo; debía esmerarse para conservarlo.

Coe era un buen hombre y aunque no dejaba de ser el patrón se comportaba como un amigo, con lo que Billy, cordial por naturaleza, no tardó en corresponderle, lo cual se extendió a las amistades del ranchero que lo acogieron como uno más, sobre todo Doc Scurlock y Charlie Bowdre, que lo reconocieron como el crío que había ido a su fábrica de quesos en Arizona buscando trabajo, y que ante la típica pregunta de qué había estado haciendo estos años, Billy se cuidó mucho de comentar que estuvo con forajidos.

-¿Qué fue de la fábrica?

-La cerramos a los pocos meses –respondió Charlie -. Demasiado riesgo y poco beneficio.

-Recuerdo que eso ya me lo comentasteis entonces.

-Resultó profético. Y tú, ¿qué piensas hacer, te quedarás aquí o seguirás ruta?

-Me gustaría adquirir una casa ahora que tengo un empleo más o menos fijo.

-Hay buenos ranchos por la zona. Este, el de Chisum, Tunstall…

-Nuestro patrón –aclaró Doc.

-¿No teníais uno?

-Sí, uno pequeño, como Dick Brewer, pero Murphy nos ha obligado a abandonarlo.

-Dios maldiga a Jesse Evans y toda su gente.

-¿Jesse Evans? –disimuló.

-Un secuaz de Murphy. Nos robó todos los caballos.

-¡Ah, si tuviera a uno de esa maldita banda delante de mí, lo asaría a balazos!

-Ya –musitó Billy sin saber dónde mirar.

 

 

CAPÍTULO 16

 

Empleo nuevo por cuatrero

 

Se afincó en San Patricio, una pequeña villa en el cauce de río Ruidoso cerca de su cruce con el Bonito, habitada mayoritariamente por mexicanos. De hecho, según Pat Garrett, estableció aquí su cuartel general. El pueblecito le encantó por lo familiar. Las puertas nunca se cerraban; en verano incluso estaban abiertas de par en par con una lona como cortina haciendo las veces de puerta. En esa estación sólo las cerraban a la noche, para evitar que entrara alguna alimaña, aunque tampoco echaban el cerrojo por si algún vecino necesitaba entrar y en ocasiones lo hacían durante el día si precisaba algo o para preguntar cómo estaba si hacía tiempo que no se veían.

No tenían escuela y se dedicaban al pastoreo y la agricultura en huertos, principalmente el cultivo de manzanas, por el cual eran conocidos, aunque también cultivaban melocotones, peras y cerezas.

Por las mañanas las mujeres barrían la zona colindante a su puerta de casa y luego echaban palmetadas de agua para que no se levantara polvo.

Al atardecer era habitual que sacaran sillas a la calle formando roldes para charrar del clima, del campo o chismorrear. Era un círculo en el que tenían cabida todos, por lo que ninguno se extrañó que Kid se sentara con ellos para platicar como uno más y enseguida le cogieron un gran afecto, porque aquel chavito no se comportaba como un gringo. Era sencillo en el trato, hablaba español con fluidez y era alegre, jovial, de buenas maneras, siempre amable con ellos, considerado y un verdadero caballero. Se complacía en ayudarles y satisfacer sus necesidades, no dudando en montar a caballo y cabalgar toda la noche en busca de un médico o de un medicamento para aliviar el sufrimiento de una persona enferma. Testimonios todos que fueron recogidos por las crónicas cuando se preocuparon en preguntar a los nativos de Nuevo México su opinión sobre Billy el Niño. Era valiente y leal con sus amigos, recordaría una. Sabía que este joven era amable y caballeroso conmigo y con todos los habitantes de Lincoln, afirmó otro.

Kid se sentía feliz entre aquellas gentes sencillas, que lo habían acogido como si hubiera nacido allí. Eran abiertos, con una franqueza un tanto ruda, pero nobles. En ningún momento se sintió extraño ni cerró la puerta con llave, excepto cuando estaba trabajando en los ranchos.

La casa que arrendó estaba un poco en las afueras. Como todas, era de adobe, constaba de una habitación a la derecha del pasillo, que desembocaba en lo que era la cocina.

Por aquel barrio abundaban los corrales y por delante de su puerta solía pasar el único rebaño de cabras de la aldea, con lo que la calle estaba llena de cacas como bolitas, que picoteaban las gallinas que pululaban por la misma. El pastorcillo solía detenerse a platicar con Bilito (así lo llamaban) un rato mientras el perro guiaba la manada.

Las chicas eran su debilidad a los quince años y dado que las mexicanas era más abiertas y espontáneas que las gringas, pensó que todo el monte era orégano, aunque se prometió que nunca propondría nada a ninguna que no pudiera aceptar; la que aceptase, allá ella. Pronto se percató que de lo último nada, primero noviazgo formal y después ya se vería.

Sin embargo, pasarlo bien y divertirse, sobre todo en los bailes, no era ningún problema y no tardó en ser un visitante bien recibido en las casas de las familias mexicanas. Algunos, como los Gallegos y los Chávez, lo trataban como si fuera un pariente. De hecho, sus vecinos lo protegerían en el censo de junio de 1880, cuando ya era un forajido perseguido, diciendo que en aquella casa, en esos momentos vacía, vivía un tal Joseph S. Murphy, de 20 años, que vivía solo y que se hallaba ausente recuperándose de una herida de bala que lo tenía incapacitado.

El entrevistador insistió. ¿Seguro que Murphy? Había oído que allí vivía William Bonney, el asesino. Los vecinos se escandalizaron, una mujer se santiguó. ¿Aquel demonio? No, no, Murphy. Hacía años que vivía allí y lo conocían bien. El censista desistió y anotó en el registro al tal Murphy.

Kid empezó a hacer planes ilusionado. Tenía trabajo, casa, amigos, chicas (una le gustaba en especial, Angelita Sedillo), sólo le faltaba un caballo. Desde que lo perdió, en las montañas de Guadalupe, iba de prestado; el actual  pertenecía a George Coe.

Durante los días que trabajó para Chisum le había echado el ojo a un poni ruano, todavía en aquel entonces sin domar, que le encantó. Decidió que cuando cobrase la siguiente paga se acercaría al rancho de John para comprarlo.

Una semana más tarde se dirigía al rancho de Chisum con el dinero en el bolsillo. Cerca de Ruidoso se cruzó con un grupo de vaqueros, aunque estaban demasiado lejos para identificarlos.

Pensó que el viejo Chisum se negaría a venderle el caballo por el asuntillo de la sobrina, pero el ganadero se limitó a mostrar una sonrisa extraña, al tiempo de extender el recibo de venta, que no atinó a interpretar. Una hora después, cuando llegó donde estaba la manada, supo el por qué: Jesse Evans había robado el ganado y algunos caballos, entre ellos el ruano, le informó el capataz. El ladino de Chisum lo sabía y aún así se lo había vendido.

Se había quedado sin dinero y sin montura.

Juró entre dientes.

Aquello no iba a quedar así.

Billy dedujo acertadamente que los vaqueros con los que se había cruzado eran en realidad los cuatreros, con lo que siguió sus huellas. Los encontró en la comarca de Siete Ríos.

Evans tenía buen aspecto para haber estado en prisión. El mes anterior los miembros de la cuadrilla de Jessie, que habían ido a Tularosa cuando Billy se separó, asaltaban sin oposición del sheriff Brady la cárcel de Lincoln liberando a su jefe, aunque la leyenda negra posterior le endosó el sambenito a Kid.

-¡Billie! –exclamó alegremente su amigo -. ¿Vienes de visita o es que regresas como el hijo pródigo?

-De visita y no de cumplido –respondió en un tono, no serio, pero casi. Le explicó que el ruano que había robado era suyo, no de Chisum, y quería que se le devolviera -. Tengo el recibo de compra si no me crees.

-No lo necesitas –contestó amistosamente –. ¿Quieres un trago o te corre prisa?

-Café.

-Sigues sin beber alcohol, por lo que veo.

Para Billy fue un alivio que Jessie cediera el poni, no le apetecía enfrentarse a él.

-Tienes una buena manada de vacas –comentó.

-Todas para Murphy.

-¿Y los caballos?

-Esos los venderé.

Estuvieron hablando un rato. Kid le habló de su vida desde que se separaron. Jessie se alegró por lo feliz que lo veía. Por su parte Evans no tenía grandes novedades que informar.

Cuando se levantaron se despidieron tan amigos como siempre.

Billy se encaminó a coger el ruano. Cuando le estaba poniendo las riendas aparecieron Baker y William Morton acusándole a gritos de robarlo. Los encañonó con los dos revólveres.

-El caballo es mío –informó -, se lo compré a Chisum y me lo llevo.

Jessie había acudido al oír el alboroto. Le bajó la mano derecha.

-Nada de esto es necesario.

Billy balanceó ligeramente la otra mano.

-Aún me queda la izquierda –advirtió a Baker y Morton.

-Te digo que no es necesario. Coge el caballo y márchate. Y vosotros no hagáis tonterías, estaos quietos.

Ninguno de los dos osó moverse ni siquiera cuando Billy guardó las armas y se dio la vuelta, porque tenían a Jessie enfrente vigilándolos, ya que no se fiaba ni un pelo de ellos; Baker nunca había matado a un hombre si no era disparándole por la espalda.

-Hasta la vista, Jess –se despidió pacíficamente Billy.

-Cuídate –respondió su amigo.

Iba montado en el ruano llevando el caballo prestado de Coe del ronzal.

De camino al rancho de George se detuvo en el de Tunstall. Se había hecho tarde con tanto paseo para recuperar el poni; era ya la hora de comer.

Existía la costumbre, entre los vaqueros, de parar en las casas de los ranchos cuando se tenía hambre, siendo siempre bien recibidos, pues aunque en unas ocasiones trabajaban para distintos ganaderos, en otras eran compañeros del mismo.

Charlie Bowdre y Doc Scurlock acudieron a saludarlo tan pronto lo vieron. Billy les explicó, mientras comían, que iba camino del rancho de Coe a devolverle el caballo puesto que se había comprado uno, añadiendo el problema que había tenido con los hombres de Evans.

¿En serio?

El tono de burla molestó a Kid, que miró ceñudo al que había hablado.

-¿Me estás llamando embustero?

-Eres uno de los hombres de Jesse Evans, naturalmente que te llamo embustero.

-¿Qué quieres decir? –cortó Dick Brewer sin dar tiempo a replicar.

-Que le vi con la banda de Evans en Tularosa. Me fijé en él porque fue el único que no se emborrachó ni disparó por las calles.

Dick no salía de su asombro. Había visto a trabajar a Billy en una ocasión que visitó a George Coe e incluso hablado con él y habría puesto la mano en el fuego de que no era un forajido.

Miró al muchacho que estaba ligeramente pálido y no reaccionaba ante la acusación. Desenfundó rápidamente, encañonó a Billy.

-¿Eres de la banda de Jesse Evans?

Kid movió la vista del arma de Dick a sus ojos. El capataz se asombró; la visión de la pistola había removido algo en el interior del adolescente, de pronto no parecía ni nervioso ni temeroso, o lo disimulaba muy bien, pero lo que no podía ocultar era el elocuente brillo peligroso de sus pupilas.

-No –respondió Billy.

-No mientas, te han reconocido.

-Sólo estuve con ellos un mes escaso, ya no soy de la banda.

-¿Cuándo?

-En septiembre.

-Justo cuando robaron mis caballos y los de Tunstall. Fuiste uno, ¿verdad?

El chico no respondió.

-¡Contesta!

-Sí –siseó lentamente.

La mano en el colt se le crispó a Dick.

-¡Debería…! ¡Avisad al jefe!

John Tunstall escuchó atentamente las acusaciones de Dick estudiando a Billy.

-Son imputaciones muy graves –dijo cuando su capataz terminó de hablar -. ¿Qué tienes que decir?

-Lo mismo que antes. Sólo he estado un mes en la cuadrilla de Evans.

-¿Por qué tan poco tiempo?

-Porque no me gustaban sus actividades. No me refiero a robar ganado si es lo que quiere saber, me refiero a las otras. Asumo que soy un cuatrero, pero nada más.

-Así que admites que robas caballos.

-Cuando no encuentro trabajo bien he de comer. Ahora tengo uno, aunque gracias a su capataz lo perderé. No creo que George Coe quiera a un hombre de Evans trabajando para él.

Tunstall dudaba. El ganado que le robaban significaba fuertes pérdidas y deseaba ver en la cárcel a los culpables, pero la mirada franca de aquel joven le decía que acaso su capataz lo había juzgado mal.

-Conozco al chico desde hace tiempo –terció Charlie Bowdre -creo que dice la verdad, si sirve mi opinión.

-George lo considera un buen cowboy –añadió Doc echando una mano.

Coe era una buena referencia, pensó Tunstall. Miró a su capataz.

-Guarda el arma. ¿Tienes algo que añadir, Dick?

-No, ya lo he dicho todo.

-Bien, ¿sabes disparar? –preguntó a Billy -, supongo que sí si has estado en esa banda.

-No se me da mal.

-Entonces –dijo amigablemente -, terminemos de comer y luego me lo demuestras.

Fue infalible con el rifle, no erró ningún tiro. Con el revólver no era tan bueno,  pero aún así muy superior a cualquiera de sus hombres.

-¿En serio crees que George Coe te va a despedir? –preguntó Tunstall cuando terminó la exhibición.

-Por supuesto, y no sólo él. Nadie  querrá admitirme ahora. ¿Quién querría a uno de los forajidos de Jesse Evans?

Sabía de lo que hablaba, le había sucedido ya en Arizona, cuando lo despidieron del Wood’s Hotel de Luna, hacía año y medio.

-Yo, por ejemplo.

-¿Usted?

Frunció el entrecejo. Olía a trampa, pero tampoco encontraba mucho sentido que le tendiera una encerrona sabiendo lo que sabía.

-¿Por qué usted? Sabe que participé en el robo de sus caballos.

-Tengo varias opciones: llevarte a la cárcel, colgarte, perdonarte…

Dejó la última palabra en suspense.

Perdonarme –repitió Billy -. Nadie da nada por nada.

-Cierto. Yo te perdono y tú trabajas para mí y defiendes el ganado que me queda a cuenta del robado.

Billy Bonney tardó unos segundos en responder. John Tunstall aparentaba tener unos 25 años, cara rectangular, frente amplia, nariz recta, bigote y una barba que dejaba libre los carrillos. Parecía un hombre de fiar. Además, no tendría una oferta mejor.

-De acuerdo, acepto. Si no le importa me acercaré al rancho de George Coe a devolverle el caballo.

Dick Brewer lo acompañó mientras salía.

-¿Sin rencores? –preguntó.

Los maseteros se dibujaron en las mejillas del muchacho al apretar los dientes. Recordó su propio comportamiento cuando le robaron el ruano. Hizo un mohín.

-Supongo que de estar en tu lugar habría hecho lo mismo –reconoció -. Sin rencores.

Estrechó la mano que le tendía Dick.

 

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