Evocando a Caín (14)

CUARTA PARTE

 

DESPERADO

 

CAPÍTULO 1

 

La cárcel de Santa Fe

 

Cuando entró en la cárcel de Santa Fe desapareció toda su fachada; no necesitaba fingir estando solo. Estaba en muy mal trance. El único que podía evitar su ajusticiamiento era el Gobernador si cumplía su palabra de perdón. El político había demostrado no ser de fiar, pero aquella promesa era un clavo ardiendo y necesitaba agarrarse a algo.

No tenía ninguna esperanza con Wallace, pero aún así le escribió, por la sencilla razón de que el no ya lo tenía. Buscaba el . ¿Qué podía pasar? Peor de lo que ya estaba no iba a estar. No perdía nada intentándolo.

 

1 de enero de 1881

Gob. Lew Wallace

Estimado señor:

Quisiera verle unos minutos si tiene usted un rato libre.

Suyo respetuoso

W. H. Bonney

 

Era muy escueta. Podía haber sido más larga, pero lo que tenía que decirle prefería hacerlo cara a cara.

A tiempo de firmarla cayó en la cuenta que el día anterior había sido su cumpleaños, diecinueve. Según la fecha que le dijo su tía, eran veintiuno, pero cada vez estaba más convencido de que le mintió, como había mentido en todo lo demás hasta que se casó con Antrim. Tampoco tenía mayor importancia. ¿Qué más daba morir con diecinueve que con veintiuno? Estás muerto igual.

Releyó un momento la carta. No era en absoluto servil aunque tampoco cortés, conservando un mínimo de educación. En realidad si no fuera por el pretérito de subjuntivo, sonaría a orden, pero no la modificó, no iba a lamerle los pies.

Se preguntó si debía añadir algo más. La firmó.

Se recostó en el catre con un delgado jergón relleno de pajuz.

Sin duda la carta no le gustaría. Un político creía que tenía derecho a mandar y el resto el deber de ser sumiso. Se suponía, o al menos así lo había oído una vez no recordaba dónde, que la Política era la más sublime de las ciencias humanas y que por tanto debían dedicarse a ella los mejores, pero él sólo veía que se hacían políticos los maniacos del poder, y que luchaban por mantenerse en él mediante argucias, engaños, difamaciones e incluso asesinatos. Aquella asociación política llamada Estado, el único fin que perseguía era el beneficio de unos pocos, los gobernantes, en perjuicio de la mayoría, el pueblo. Esto es lo que le había enseñado la Guerra del Condado de Lincoln y la persecución inmisericorde de la que había sido objeto.

En medio de una humanidad deshumanizada todos los organismos de poder, económicos o políticos, utilizaban métodos de manipulación de masas adoctrinando al populacho a sus intereses. En su caso concreto habían utilizado ese sistema para convencer a todos de lo que no era, cerrándole todas las salidas y encajonándolo en una única dirección, la del toril. Así, mientras todos estaban pendientes de él, ellos tenían vía libre para hacer lo que les viniera en gana sin que nadie les prestara atención ni les pidiera cuentas.

¿Y aún tenía que rendirle pleitesía a esa gentuza?

Todos decían que había matado a 21 personas y un sinnúmero de indios y mexicanos. Pero Lew Wallace no se había quedado atrás, que se lo preguntaran a sus víctimas de la batalla de Shiloh. A él lo llevaban a juicio; al Gobernador, no.

¿Qué tenía Wallace que no tuviera él?

¿Qué les diferenciaba que no fuera el poder que el político poseía y él no? Hazles cosquillas y Wallace se reirá como Billy. Córtales y ambos sangrarán. Oféndeles y los dos querrán venganza.

La palabra dada es lo que define a un hombre, le había dicho el sheriff de Silver City. Pues bien, aquello no hablaba muy a favor del Gobernador.

Se sentó en la piltra mascullando.

Se estaba poniendo de mal humor.

¡No iba a cambiar ni una coma de la carta!

 

 

Aquella tarde supo que su estancia en la cárcel de Santa Fe iba a ser de todo menos grata.

El alcaide  Sherman no permitió que le visitara ninguno de sus amigos, pero sí lo exhibió a los curiosos como si Billy fuera un animal de feria. Los fisgones acudían en grupos, deseosos de conocer al infame forajido que había desbastado Nuevo México. Se detenían ante la verja, los más osados se atrevían a poner la mano en los barrotes, no muy firmemente no les fuera a morder. Cuchicheaban entre sí, le señalaban con el dedo. Cualquier día le echarían cacahuetes.

Billy permanecía impertérrito, con gran dominio de sí mismo, para no darles el placer de organizar un espectáculo circense, ya tenían suficiente diversión. Se preguntó si el alcaide les cobraba la entrada. Sí, seguro que les cobraba. Sin embargo, aunque aparentemente estaba calmado, no podía evitar el desdén en su mirada, que les decía, a todo el que supiera leerla, la pobre opinión que Billy les tenía como seres humanos.

Los únicos que pudieron visitarle fueron los hermanos Otero, y sólo por ser los hijos de quien eran. Le llevaban cigarrillos, tabaco, goma de mascar, dulces, pasteles y nueces. Eran unos chicos simpáticos, que tenían una conversación amena, pero a los que nunca les dijo las vejaciones de Sherman y siempre les mostró su mejor cara.  Les confesó que le gustaban los dulces y les pidió que le trajeran todos los que pudieran.

 

 

Los días se convirtieron en semanas. Las visitas de los cotillas eran más aburridas que molestas, también venían menos; el alcaide debía haber encarecido la entrada. Uno de los que le vieron fue un ranger de Texas llamado James B. Gillet, que escribió describiéndolo como un niño casi infantil, un vaquero ordinario, bien parecido, casi femenino en apariencia.

El Gobernador ni le visitó ni le contestó.

El dos de marzo le escribió una segunda carta. Cuarenta y ocho horas después, la tercera.

 

Cárcel de Santa Fe

4 de marzo de 1881

Gob. Lew Wallace

Estimado señor:

Le escribí una nota el día de antes de ayer, pero no he recibido respuesta. Espero que no haya olvidado lo que me prometió este mes hace dos años; yo no lo he hecho y creo que usted debió haber venido a verme como le pedí. He hecho todo lo que le prometí y usted no ha hecho nada de lo que me prometió…

 

Se quejaba en ella de la actitud del alcaide Sherman, que dejaba entrar a cualquier chismoso, pero no a sus amigos, ni siquiera a un abogado. Terminaba diciendo que quería verle para hablar.

Como las veces anteriores, Lew Wallace lo ignoró olímpicamente. Lo tenía donde quería, en la cárcel. No había nada que decir.

A finales de marzo le dijeron que lo trasladaban a La Mesilla para ser juzgado. La víspera de partir le escribió otra carta.

 

Santa Fe, Nuevo México

27 de marzo de 1881

Gob. Lew Wallace

Estimado señor:

Por última vez le pregunto: ¿Cumplirá usted su promesa? Mañana me trasladan. Envíe su respuesta con el portador.

Suyo respetuoso

W. Bonney

 

Tuvo que dominarse para que la ira no alterara su caligrafía y no llamarlo tampoco por el nombre del cochino, lo cual seguramente no le habría ayudado nada. Aunque igual habría sido, porque también ahora Wallace se hizo el sordo. Aparte que el buen hombre tampoco estaba para sandeces. Su gran obra literaria «Ben – Hur», publicada el año anterior, estaba aumentando sus ventas y se rumoreaba que el propio presidente de la nación, James A. Garfield, había quedado tan fascinado con la novela que lo iba a nombrar ministro plenipotenciario del Imperio Otomano. Era la culminación de su carrera.

Conceder el perdón a un forajido tan notorio como Billy el Niño era tirarse piedras a su tejado. Ni hablar de arriesgar su gran éxito político por un paria del que nadie se acordaría una vez muerto. Además, ¿cómo podía un tipejo como Billy esperar clemencia alguna por su parte?

Con el Niño en el patíbulo, Jesse Evans en presidio, John Kinney reconvertido en agente de la Ley, y sus bandas desaparecidas, su trabajo como Gobernador de Nuevo México había concluido. Ahora había que pensar en su nombramiento como embajador de los turcos; hacer realidad esos rumores que corrían. Se preguntó si podrían inclinar la balanza los dividendos de las inversiones mineras, que había realizado aprovechando su cargo de Gobernador.

 

 

El lunes 28 de marzo sacaron a Kid y William Wilson de la cárcel de Santa Fe para conducirlos a la estación del tren. Billy llevaba las manos sobre el abdomen caminando un poco encorvado; aún le dolía el culatazo del saludo de Bob Olinger.

El golpe había sido imprevisto y tan potente que Billy dobló las rodillas y quedó encogido en el suelo sin aliento. Allí oyó que Olinger decía que era amigo de Carlyle.

-Dios los cría y ellos se juntan –musitó Kid lo bastante alto para que el otro le oyera.

Lo hizo con toda intención, para medir a su oponente y como esperaba, se ganó otro culatazo.

Ahora lo tenía detrás, empujándole con la boca del cañón de la escopeta, invitándole a que corriera y poder volarle la cabeza.

Billy no abría la boca, anotando todo en su mente y diciéndose que si un día podía ajustarle las cuentas, no sería tanto para vengar el asesinato de Jones como por él mismo.

Como muchos otros maleantes, Bob Olinger se había reciclado en agente de la Ley para evitar la cárcel. Pero reciclarse no es sinónimo de reformarse. Olinger era conocido por todos por ser un asesino a sangre fría, que solía disparar por la espalda sin motivo justificado. Y de la misma manera que Pat Garrett, a pesar de ser sheriff, disparaba sin previo aviso cuando su adversario estaba en desventaja, también Olinger, tan valentudo como Garrett, seguía matando a traición, aunque llevara la insignia que le acreditaba como policía.

Pero si creía que Billy iba a picar el anzuelo de las provocaciones estaba muy equivocado.

 

 

CAPÍTULO 2

 

La justicia de Warren Bristol

 

No notó ninguna diferencia entre la cárcel de Santa Fe y la de La Mesilla. Si en aquella lo trataron como a un animal de feria, en ésta fue como a un perro, y cuando se enteró que el juez, que iba a llevar su caso, era Warren Bristol, supo que no podía albergar ninguna esperanza de un juicio justo.

Lo llevaban a la corte todas las mañanas encadenado y esposado. Allí lo esperaba Bob Olinger, como subjefe de los Estados Unidos, que se burlaba de él y lo amenazaba constantemente, para seguir la rutina de sentarlo frente al juez Bristol, de 58 años, calvo, con barba, peliblanco, legañoso, escuchimizado, orejas de soplillo y corbata de lacito torcida; el único momento agradable del día para Billy, porque leía en los ojos bizcuernos del viejo el miedo que tenía a que se escapara y lo matara.

En una ocasión Kid se preguntó cómo reaccionaría Bristol si se levantase de improviso y le gritara ¡Bu!

Sonrió divertido sólo de pensarlo.

El juez perdió el color ante aquella retorcida mueca e intentando presumir de corajudo lo señaló con dedo temblón acusándolo a borbotones de los asesinatos de Buckshot Roberts y William Brady, ¡crímenes impíos de los que no obtendría clemencia de aquel insigne tribunal!, eructó patético.

El 6 de abril comenzó el juicio y en la primera acusación al buen juez, como vulgarmente se dice, le salió la burra capada, dado que el abogado defensor de Billy, Ira Leonard, consiguió que fuera absuelto.

El día 8 comenzó el del asesinato del sheriff Brady, y Bristol, colérico y ojeroso por no haber podido dormir del cabreo que tenía debido al fracaso, ordenó dimitir a Ira Leonard como abogado de Billy y nombró personalmente como tal, a Albert J. Fountain. Billy no lo conocía, pero se dio cuenta, a las pocas palabras de la entrevista, que no estaba familiarizado con los hechos ocurridos durante la Guerra del Condado de Lincoln, lo que era una clara desventaja.

Una complicación más; no podía pagarle. No tenía dinero.

Con Leonard había llegado a un acuerdo, ya que éste lo conocía bien desde que trabajó para la viuda de McSween, pero aquello no servía con Fountain. Aún así el nuevo abogado hizo todo lo que pudo por Billy; un gesto que el muchacho agradeció. Pero inexperto en el tema, con el juicio amañado y las alas cortadas, poco podía conseguir.

Billy citó a una serie de testigos que podían demostrar su inocencia, mas las autoridades no quisieron, perdón, no pudieron encontrarlos y eso que Pat Garrett sabía perfectamente dónde estaban, pero ni él, ni Olinger, ni el fiscal ni el juez hicieron nada al respecto, ni se lo permitieron hacer a Fountain, como buenos perros hortelanos.

En contra abundaban los declarantes: Bill Mathews, George Peppin, James Dolan… que no eran precisamente de los que más lo apreciaban.

En el alegato final, escuchando la descripción de cómo había matado vilmente a Brady, Billy no pudo  menos que pensar en la hipocresía del fiscal, del juez y de cuantos lo acusaban. Si el grupo de Brady hubiese sido una cuadrilla de indios y ellos la Caballería, a todos les hubiera parecido bien la emboscada. Habría sido una brillante acción de guerra merecedora de sublimes felicitaciones y medallas. Incluso estaban conformes con las dos que Pat Garrett había hecho contra su  persona. En cambio, aquí decían que era un crimen horroroso, impropio de seres civilizados.

Escuchó en silencio aquellas palabras que brotaban como de una alcantarilla; incluso le pareció percibir el hedor.

Fountain se levantó gravemente al tocarle el turno.

-Señores del Jurado, el fiscal ha demostrado fehacientemente que mi defendido estuvo presente en el día de autos. Los testigos han declarado que lo vieron junto al cuerpo de Mr. Brady, pero no se está juzgando aquí si estuvo o no, como tampoco se está juzgando si participó o no en la muerte de Mr. Brady.

“Se le juzga por asesinato. Es decir, se juzga si fue él o no fue él quien lo mató.

“Esto último, caballeros, no lo ha podido demostrar la fiscalía. Ninguno de los testigos ha declarado haberle visto disparar contra Mr. Brady…

Billy siguió el discurso con atención animado por el inicio de sus palabras, pero oprimió los labios cuando, al término, habló el juez Bristol.

-Caballeros del Jurado, William Bonney, alias Kid, alias William Antrim, está acusado de haber cometido con otras personas un asesinato en el Condado de Lincoln, Tercer Distrito Judicial del Territorio de Nuevo México, en el mes de abril del año 1878, matando ilegalmente a un tal William Brady con heridas de bala. El caso está siendo juzgado aquí por un cambio de sede de dicho Condado de Lincoln.

“Los hechos alegados por la acusación, si son verdaderos, constituyen asesinato en el primer y más alto grado, y si estas acusaciones son verdaderas o no, ustedes deben determinarlas a partir de las evidencias que han escuchado y que ahora se les presenta para su cuidadosa consideración.

“No hay evidencia que demuestre que el asesinato de Brady sea justificable por Ley, por lo que, de hecho, ese asesinato fue ilegal y quien lo cometió o estuvo presente, aconsejó, ayudó, apoyó y consintió tal asesinato, cometió el crimen de asesinato en alguno de sus grados.

“No hay evidencia que demuestre que el asesinato de Brady sea asesinato en otro grado que no sea el primero…

-Les está diciendo lo que tienen que votar –murmuró Billy.

-Sí –confirmó Fountain.

-… Por lo tanto, su veredicto debe ser que el acusado es culpable de asesinato en primer grado o que no es culpable en absoluto.

Billy dejó de escuchar. Paseó la vista por el Jurado. Doce hombres buenos, aceptados y juramentados para juzgar bien. Eran todos nativos de Nuevo México, los hispanohablantes que veían a Billy como uno de los suyos. A algunos los conocía. Sabía que se sentían avergonzados, porque no osaban mirarle a la cara. Se preguntó si había algún motivo especial para que todos los miembros del Jurado fueran mexicanos. Tampoco tenía mayor importancia. Lo iban a declarar culpable, lo sabía. Lo iban a hacer porque el juez les decía que lo era.

-Esta es la Ley –continuaba Bristol -. No se puede imponer otro castigo que la muerte por asesinato en primer grado…

La única forma de salir absuelto era no habiendo estado en el lugar de los hechos. Sólo por estar era culpable de homicidio en primer grado. Aquello era lo que les decía el juez con tanta verborrea.

Les costó más llegar a la habitación para deliberar que salir de ella con el veredicto de culpabilidad. Era el 9 de abril. El juicio quedó visto para sentencia.

-Apelaremos, Billy-dijo Fountain -. Esto no quedará así.

-No puedo pagarte. Ya has hecho demasiado.

-Esto no ha sido un juicio. Encima el juez le dice al Jurado lo que tiene que votar. Es ilegal, Billy. Déjame…

Kid volvió a negarse.

-No conseguirás nada. No pierdas el tiempo.

De pronto se quedó pensativo.

-Sí puedo pagarte –dijo recordando -. La yegua es mía y está en el establo de Scott Moore’s en Las Vegas. Es amigo mío. Le escribiré para que la venda y te entregue el dinero.

Pero hay amigos y amigos; Scott Moore resultó ser de los segundos. Dijo que con el dinero que se había gastado en forraje, esos meses, para alimentar la yegua y que Billy no le había pagado, el animal era suyo, no de Kid. En definitiva, ni Billy pudo venderla ni Fountain cobrar.

 

 

-13 de abril de 1881. El Territorio de Nuevo México contra William Bonney…

Le iban a dictar la sentencia. Hacía cuatro días que había terminado el juicio y conducido nuevamente al Tribunal.

Estaba de pie junto a su abogado escuchando la presentación aparentemente sereno, pero si alguien hubiera podido ver su interior habría hallado una serie de abigarradas sensaciones y sentimientos difíciles de explicar.

-¿Está informado el acusado del veredicto dictado en esta causa el día nueve de los corrientes?

-Lo está, señoría –respondió Fountain.

-¿Tiene algo que decir el acusado de por qué no se le debería dictar sentencia en cumplimiento de dicho veredicto?

Billy permaneció en pie sin contestar.

Fountain respondió por él.

-No tiene nada que decir, señoría.

-Este Tribunal –comenzó a leer Bristol – considera que el acusado, William Bonney, alias Kid, alias William Antrim, sea llevado al Condado de Lincoln en el Tercer Distrito Judicial del Territorio de Nuevo México por el sheriff de dicho condado y que sea confinado en prisión en la ciudad de Lincoln hasta el viernes 13 de mayo del año de Nuestro Señor de 1881. Que dicho día 13, entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde, William Bonney, alias Kid, alias William Antrim, sea llevado de esa prisión al lugar de la ejecución, dentro de dicho condado, por el sheriff del mismo y que allí, y en ese día, entre las horas mencionadas, sea ahorcado por el cuello hasta que su cuerpo esté muerto.

Billy apretó los dientes en un intento de mantener la compostura; los maseteros se dibujaron en las mejillas.

El juez Bristol firmó el documento y ordenó que se transmitiera al Gobernador un acta certificada del fallo de la corte. Luego miró a Billy esperando alguna reacción por su parte, pero el muchacho se limitó a sostener la mirada tan mudo como había entrado.

Un mes.

Aquello le quedaba de vida.

-Que Dios tenga piedad de tu alma –oyó decir lejanamente a Bristol -, que lo dudo.

 

 

CAPÍTULO 3

 

La cárcel de Lincoln

 

El 16 de abril, sobre las diez de la noche, sacaron a Billy de la cárcel y lo hicieron subir a una vieja ambulancia del Ejército, esposado y con grilletes en los pies que lo encadenaban por el suelo al asiento trasero.

A su lado se sentó John Kinney, enfrente de éste lo hizo Bill Mathews. Sus antiguos enemigos en la guerra; era como estar en casa.

Bob Olinger se sentó al lado de Mathews, frente por frente de Billy.

-Se amoló la tranquilidad –murmuró.

-¿Qué has dicho? –gruñó Olinger.

-Que si tendrás piedad.

-¿Piedad? ¿De quién? ¿De ti?

-¿De quién sino?

-Te diré algo, asshole. Si intentas escapar, te mataré. Si nos atacan para lincharte, te mataré. Si lo hacen para liberarte, te mataré. Te dispararé el primero en cualquier ocasión. Esa es mi piedad. ¿Te has enterado?

-Si hablaras más despacio, quizá.

Olinger levantó la culata de la escopeta con intención de romperle los dientes, pero Mathews y Kinney se lo impidieron. La sonrisa de diablillo que exhibió Billy lo irritó todavía más.

-Vaya escopeta chula –cloqueó el chico.

-Nueva, para dispararte mejor.

Un jinete iba a cada lado de la ambulancia y otro detrás, más el que la conducía. En total siete hombres para custodiar a un sólo prisionero.

-Cualquiera diría que me tenéis miedo.

-Cállate, Billy.

Partieron poco antes de la media noche, tras comprobar que no había ningún amigo del muchacho en las inmediaciones.

Esperaban un viaje aburrido salvo que les atacaran, pero no fue así. Largo de lengua y corto de seso, Olinger no perdía ocasión de ridiculizar constantemente a Billy y de incitarle a que intentara la fuga para agujerearlo. Kid se limitaba a ignorarlo hasta que el otro se cansaba, para decir entonces un comentario mordaz, que zahería y enfurecía sobremanera a Olinger, que volvía a la carga para diversión del muchacho y apuro de los demás, quienes al final dijeron a Olinger que se callara y a Billy que no lo provocara más.

Como si hablaran a la pared.

Olinger y Billy no se caían bien y no se molestaban en ocultar su antipatía.

El traslado lo hicieron lentamente, con escalas. En el molino de Blazer, donde se detuvieron a cenar y hacer noche, Kinney preguntó cómo ocurrió el tiroteo con Buckshot Roberts. Billy no tuvo ningún inconveniente en narrarlo, mientras Olinger acariciaba la escopeta esperando que Kid aprovechara un descuido para huir. Mas encadenado de pies y manos el chico no tenía ganas de imposibles. Ya llegaría el momento.

Les costó cinco días recorrer la distancia desde La Mesilla hasta Fort Stanton, donde les esperaba Pat Garrett, para acompañarlos a Lincoln.

Le habían comentado que la orden que tenía Olinger era entregarlo a Garrett. Para su disgusto vio que volvía a subir a la ambulancia tras intercambiar unas palabras con el sheriff. Mathews y Kinney regresaron a La Mesilla.

-¿También vienes tú? –preguntó a Olinger.

-Nadie me apartará de tu lado.

-Vaya gustos raros –rezongó.

Su llegada a Lincoln causó expectación. Un chicuelo mexicano corría gritando que traían a Bilito y pronto la ruta que seguían fue llenándose de gente. Una escena similar a Las Vegas, pero Billy notó una gran diferencia. Allí todos eran curiosos llevados por el morbo de ver al infame forajido. Aquí tenían la expresión grave; alguno, crispada. Todos en Lincoln le apreciaban. Oyó un grito dándole ánimos.

La carreta cruzó la ciudad bajo unas nubes mal peinadas, deteniéndose en la antigua tienda – almacén de James Dolan.

-¿Cárcel nueva, Pat? –preguntó contemplándola.

-Cárcel nueva, Billy.

-No me digas que la estreno yo.

-No, ya hay otros presos.

La reconversión de la tienda en prisión estaba a medio hacer. Billy pudo comprobar que no tenía barrotes, pero no era un punto a favor, porque los presos estaban encadenados a los cáncamos asegurados en el piso. Todos los arrestados estaban custodiados por tres hombres: Pat Garrett, Bob Olinger y James Bell.

-¿Qué día es hoy? –preguntó cuando Bell lo aseguraba al suelo.

-Veintiuno, ¿por qué?

-Por nada, por saberlo.

Faltaban veintitrés días. Tenía que espabilarse. Los planes que había madurado por el camino no le servían, porque lo hizo pensando en la cárcel vieja. Tenía que pensar otro nuevo. Estaba en un primer piso con planta baja, no en un pozo y encima la distribución era distinta.

Comenzó a estudiar las rutinas. Al estar amarrados al suelo no podían moverse, por lo que una vez al día los sacaban a pasear y estirar las piernas. También la comida y la cena la hacían en el hotel. A él lo sacaban en solitario, nunca con los otros y siempre con Olinger como perro de presa, pero le hacían comer en la cárcel.

Saludó a una joven que conocía cuando se cruzaron con ella la primera vez que lo sacaron.

Olinger también la conocía y sabiendo que Billy le gustaba, la incitó alegremente a que asistiera a la ejecución.

La joven volvió la cabeza pestañeando rápidamente para evitar las lágrimas.

-Mrs. Lesnett –animó Billy con una sonrisa llamando su atención -, no pueden ahorcarme si no estoy, ¿verdad?

Cuando Olinger se lo comentó a Garrett, el sheriff supo que Billy tenía intención de fugarse. Lo visitó en la cárcel aquella noche.

-¿Cómo estás, Billy?

-Estoy.

Garrett se sentó enfrente de él.

-Tú sabes que no he hecho nada de lo que me acusáis.

-¿Acaso importa? –escupió Pat comprobando con los ojos que el chico estaba sujeto con las argollas y bien amarrado al suelo -. Necesitaban una cabeza de turco. La culpa de tu situación es tuya.

-¿Mía?

-¿Por qué no los dejaste en paz? Habías llegado a un acuerdo con Dolan, ¿para qué denunciarlo? No debiste acusarlo de matar a Chapman.

-El Gobernador había dado un indulto a todos menos a mí.

-Mataste a Brady.

-Sabes que no es cierto.

-Sólo sé lo que me han dicho.

-Éramos cuatro, ¿por qué el indulto a los otros y a mí no?

-Mataste a Brady.

-¿Cómo lo sabes si éramos cuatro?

-No lo digo yo, lo ha dicho el Jurado.

-Sigue sin ser cierto, como todo lo que se ha dicho de mí.

-Te digo lo mismo: no importa. Toda la culpa es tuya. Denunciaste a Dolan del asesinato de Chapman. ¿Pensabas que se iba a quedar cruzado de brazos? ¿Acaso creíste que el Gobernador Wallace te iba a creer a ti, un don nadie, antes que a un hombre de negocios?

-Me creyó.

-Te engañó. El Presidente lo nombró para terminar con los disturbios en Nuevo México. Fingió creerte porque te necesitaba para meter en cintura al Círculo de Santa Fe. Meter en cintura, no hacerlo desaparecer. Así que te prometió el indulto para que los delataras. Se asustaron, hablaron con él y se pusieron de acuerdo. Como tu denuncia estaba en marcha hicieron la caricatura del juicio a Dolan y compañía. Salieron absueltos. Todo legal. Pero alguien tenía que cargar con el mochuelo. Ahí estabas tú. La parte más débil, porque es mucho más fácil e interesa más, que tú cargues las culpas de todo que no los grandes hombres de negocios, los abogados, militares y políticos implicados. ¿Qué podías esperar, Billy? Nunca tuvo intención de indultarte.

Calló un instante estudiando el impacto de sus palabras. El muchacho tenía los ojos fijos en los suyos.

-Te has olvidado de nombrarte a ti.

-Cierto, a mí también me conviene tu muerte, para qué negarlo. Tengo grandes ambiciones, ambiciones políticas. El cargo de sheriff es el primer paso y la fama de haber capturado al mayor criminal de Nuevo México me abrirá muchas puertas.

-No estés tan seguro. No llegarás muy lejos con mi carroña.

Garrett rio jovialmente.

-Eres un producto manufacturado, Billy. No eres más que un cowboy con buena puntería y algo de carisma. Eso lo sabemos tú, yo y Jesse Evans, que te conoce de toda la vida. Pero él no puede hacer nada.

“De esa puerta para fuera, todos saben lo que hemos querido que sepan…

¿Hemos?

Billy frunció el ceño.

¿Es que Garrett se consideraba un miembro más del Círculo?

-… Te hiciste notar demasiado en la guerra, sobre todo cuando capitaneaste la fuga de la casa de McSween. Eso… tu extrema juventud… Tenías todos los ingredientes para que el Círculo de Santa Fe te convirtiera en el único responsable. Un rebelde romántico, un adolescente que juró sangre contra todos los que habían asesinado a su patrón. Un diablo redimido que caía finalmente en las llamas del Infierno devorado por la venganza. Todo eso es lo que hicieron plasmar en los periódicos adornándolo con multitud de desmanes ficticios, embelecos o cometidos por otros hasta convertirte en el infame forajido que ha juzgado la Ley. Eso es lo que eres, serás y conocerán las generaciones venideras. Nadie sabrá que, en realidad, no eres nada, que sólo eres propaganda, un fraude del que nos beneficiamos todos. Incluido yo, lo reconozco.

-Estás muy seguro.

-El poder de la información, tanto o más poderoso que el económico y el político, porque manipulando la información dirigimos al pueblo. Claro que estoy seguro. No puedes hacer nada. Aunque hablaras, ¿quién te creería? ¿Quién te ha creído hasta ahora? De aquí a unos días te colgarán y será el fin de Billy el Niño. ¿Cómo podrá saber nadie la verdad? Morirá contigo.

-A menos que logre escapar.

-¿Y qué? ¿Qué conseguirás? No podrás cambiar nada. El pueblo es tan idiota que cree únicamente lo que queremos que crean. La información, Billy, es muy fácil de manipular y falsear. Ahora mismo están tan convencidos que eres el mayor maleante de Nuevo México, que no creerán nada de lo que digas, aunque lo jures mil veces ante la Biblia. Ni siquiera presentándoles pruebas de que están equivocados te creerán, porque cuando a la gente se la ha hecho creer una mentira y se les ha machacado tanto de que es cierta, ya no ven más allá de sus narices. Juzgarán esas pruebas según sus propias creencias y jurarán que el que miente, eres tú.

Lo mismo que le dijo Jesse James en Las Vegas. Billy se sintió tan incómodo como furioso, pero externamente conservó la calma.

-El poder de la información, Billy –proseguía Pat-. Como te he dicho, eres un producto prefabricado. Puedes intentar escapar, no me asustas. No es tan fiero el león como lo pintan.

-Cierto, no es tan fiero, pero sí más peligroso.

Por segunda vez en su vida Pat Garrett vio el brillo en los ojos, que tanto lo acobardó cuando se conocieron, una expresión que le afectaría de tal forma, que la daría a conocer en la fraudulenta vida que escribiría sobre Kid un año más tarde. Por segunda vez tuvo miedo de Billy. Le había temido cuando ordenó disparar a traición contra Folliard y Bowdre creyendo que era él, pero ahora fue verdadero terror. No tuvo ninguna duda de que Billy iba a escapar y que se llevaría por delante a todos los que intentaran impedírselo.

Él no sería su víctima.

Se marcharía de Lincoln con cualquier excusa plausible para justificar su ausencia. Pero primero advertiría a Olinger, éste no tendría ningún reparo para asesinar a Billy, aunque fuera por la espalda.

 

 

CAPÍTULO 4

 

Planes de fuga

 

La brutalidad de Olinger se incrementó, ya no eran burlas y amenazas sino también agresiones físicas rayando la tortura, que no fueron a más porque Bell lo impidió en varias ocasiones.

A diferencia de Olinger, Bell lo trataba correctamente. Billy era un ser humano condenado a muerte, no había necesidad de caer en la mezquindad de la humillación y malos tratos. Aunque no se excedió en su relación con Kid, el contraste entre uno y otro era tan enorme, que el chico no pudo evitar cogerle cierto afecto sin llegar a ser amistad.

Garrett había esperado que el sadismo de Olinger provocara que Billy diera un paso en falso, para poder despacharlo legalmente, pero el  muchacho no perdía ni un segundo el dominio de sí mismo. Se había trazado un plan y no iba a echarlo a perder por ningún arrebato.

El aplomo de Billy comenzó a alarmar a Pat Garrett, y con la excusa de cobrar unos impuestos se dispuso a abandonar Lincoln camino de White Oaks, a varios kilómetros de distancia, para el día 27 de abril, dejando solos a sus ayudantes.

Tenía que marcharse, les informó, era una tarea que debía hacerle él, ellos no. Cobrar los impuestos era una cuestión muy delicada que no podía hacer cualquiera. De paso aprovecharía para comprar madera para la horca de Kid; se ve que en todo Lincoln no había madera suficiente.

-Vigilad bien a Billy –advirtió  -, si le dais la más mínima posibilidad de escapar, la aprovechará.

Olinger sonrió sin ocultar el desprecio que sentía por el chico.

-Pierda cuidado, boss. Si Kid escapa será para ir al Cielo.

Garrett no estaba tan seguro.

Por eso se iba.

No era el único que estaba convencido de que Billy planeaba huir. El que fuera cocinero en el rancho de Tunstall, Gottfried Gauss, un inmigrante alemán de 58 años, ex sacerdote, y que trabajaba ahora en el jardín de detrás de la cárcel, lo esperaba también.

Recordaba a Billy como el chiquillo que trabajaba en el rancho de Río Feliz, en los buenos tiempos en que el británico vivía. Aún le parecía verlo asomar por la cocina a ver si conseguía arrancarle alguna de sus deliciosas galletas de masa madre, sentarse en un saco de harina y decirle con una sonrisa vivaracha:

Dad, ¿no te sobrará algún pastelito?

A Gauss no le molestaba que lo llamara papá por la diferencia de edad; Billy se había ganado su corazón, el de todos en el rancho.

Tras el asesinato del patrón no lo había vuelto a ver hasta ahora cuando lo sacaban a estirar las piernas y el muchacho se acercaba a saludarlo afectuosamente, con un brillo pícaro en los ojos, el mismo con el que le camelaba en la cocina. Seguía llamándole dad, como si no hubiera pasado el tiempo, con su sonrisa franca y traviesa. Luego lo veía charlar con el hijo de Gallegos, Severo, que siempre rodeaba a Billy con sus amigos. El niño conocía a Kid hacía tiempo, porque habían sido vecinos en San Patricio antes de que sus padres se trasladaran a Lincoln.

Los chavales le pedían que les hablara de sus aventuras. Billy se echaba el sombrero mexicano hacia atrás, de pronto parecía tan crío como ellos, para comenzar a narrarles lo primero que se le ocurría, moviendo los brazos con las cadenas que unían sus muñecas, haciendo fintas en el aire; Olinger se apartaba prudencialmente, acariciando la escopeta, al tiempo que Billy guiñaba un ojo poniendo voz de malote y haciendo pantomimas para representar mejor el cuento con el que los encandilaba.

Últimamente Gauss le veía algún hematoma, pero Billy no había cambiado en el trato, excepto que sus inquietos ojos tenían ahora una dureza metálica que no poseían días atrás.

Billy planeaba escapar. Lo sabía. Ignoraba cómo y cuándo, porque estaba excesivamente vigilado. Sin duda lo había proyectado sin contar con nadie, puesto que siempre tenía el cancerbero al lado. Si estaba en lo cierto, lo mejor era no interferir y dejarle a su aire.

Gauss apreciaba al muchacho sinceramente no sintiendo más que animadversión por Garrett, Murphy y Dolan, que lo había amenazado el día que asesinaron a Tunstall; aquello seguía sin perdonarlo.

No inmiscuirse.

Fue lo que Gauss le dijo a Jim Jones cuando éste se presentó en Lincoln para liberar a Kid.

-Ya tiene planeada la fuga. Si haces algo, lo más fácil es que lo estropees. No hemos de hacer nada, tan sólo esperar.

Jim había intentado visitar a Billy, pero los guardias se lo impidieron. Había acudido a Gauss con la esperanza de que el antiguo cocinero transmitiera el mensaje a Kid.

Decidió fiarse del consejo. Sería el colmo que, por su culpa, Billy fracasara y lo colgaran al final.

Tuvo que conformarse con verlo a distancia. Su amigo parecía tan animado como siempre, por mucho que Olinger se empeñaba en romperlo y maltratarlo. El asesino de su hermano la tenía tomada con Billy. No disparó contra el criminal por mucho que lo deseó, porque Billy, sin achantarse, lo provocó. Lo que dijo tuvo el volumen suficiente para oírlo únicamente el verdugo, pero el aire le trajo palabras sueltas a Jim… nacen para ser ladrones… mona… seda… insignia mancillada…

La respuesta de Olinger, en cambio, fue por señas y Jim vio a Billy doblarse por el culatazo. Entreabrió la boca sin comprender por qué Kid lo cizañaba de aquella manera.

El día 27 Billy vio por la ventana que Pat Garrett abandonaba, como alma que lleva el diablo, Lincoln. Le llamó la atención que no iba en su caballo sino en otro de peor estampa, bastantes años y mayor lentitud, como si quisiera tardar en llegar y no regresar en semanas.

Que se largara y tardara en volver le venía de perlas, porque con su abandono dejaba sólo dos guardias para vigilar a seis prisioneros. La mejor hora sería cuando llevaran a los otros cinco a comer, porque entonces únicamente quedaría uno en toda la cárcel.

Esperaría otro día, que Garrett tomara distancia. Además, así podría advertir a Gauss; necesitaba su ayuda. Si no había cambiado de cuando eran compañeros en el rancho, y no lo parecía, podía confiar en él.

Unas horas más tarde, cuando Olinger lo condujo a la calle para que paseara, se encaminó como ya era habitual a saludar a Gauss, pero se hizo un lío con la cadena que unía sus pies y cayó de bruces al suelo.

Olinger aprovechó para darle de puntapiés gritando obscenidades y que se levantara.

Billy obedeció lo más rápido que pudo.

-¿Vamos al herrero? –preguntó.

-¿A qué?

-A que te cambie las herraduras. Llevas una suelta.

Esquivó el golpe de Olinger y caminó a saltitos para ir más deprisa evitando un culatazo, seguido del ayudante del sheriff y sus insultos adentrándose en la calle. Entre tanto, Gauss se agachaba para recoger del suelo, en el lugar donde había caído Billy, un trocito de papel que no estaba antes.

 

Dad, si aún fumas te agradecería que mañana encendieras una pipa cuando lleven a los presos a comer.

 

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