Retrato en sepia

El parque de Agustín lara está situado en lo más hondo de Madrid. Limita con las calles Embajadores, Mesón de Paredes y Sombrerete. Sus fronteras invisibles, fundidas en este sol de marzo, dejan entrever una esquina de la plaza de La Corrala; casas con historia, un pasado que flota entre mantones de manila, organillos con notas gastadas y una vida tipificada de un Madrid que, quizás, nunca existió. Recuerdo las tardes soleadas de este parque, hoy tomado por pandillas de quinceañeros de piel morena, chavales de ojos rasgados, críos de ojos oscuros y profundos, con piel de azabache; un parque que ya no tiene hierba, ni tierra, sólo un frío suelo de cemento que acoge inmigrantes de diversas nacionalidades, que esconde a perdedores de andar vacilante y a nuevos españoles cuyo origen está muy lejos de los chotis que resuenan aun en su memoria.

Mis imágenes vuelven a llenarse, como hace veinte años, de murmullos y de vida de ancianos, población mayoritaria del barrio hoy también, reunidos en corrillos, jugando interminables partidas de mus o de dados, mientras otros simplemente miran, ente sus arrugas, como pasa un día más, como el sol ha vuelto a arrojarles a la cara la claridad de su vejez, la cercanía de la muerte. Se sientan en escalones de piedra, demasiado dura para sus reblandecidos huesos, hablan de los años de la guerra, del convento -”¡sí, hombre, el que tiene el reloj que marca siempre la misma hora, ese de ahí al lado!” – que destruyeron las bombas en el 37 (cuando Madrid era dos bandos irreconciliables); critican a sus hijos, a los que todo dieron… Estos corrillos demostraban con su presencia que el pasado no estaba muerto. Un hombre y una mujer, ella moño blanco, él boina y traje negro con chaleco, se miran a los ojos, huyendo de la soledad de esta tarde de suave invierno, huyendo de mentiras y recuerdos que en boca de los otros viejos se convierten en largos y aburridos cuentos del abuelo. Y entre estos cuerpos gastados corretean inicios de vida, párvulos envueltos en blusones de cuadros a la salida del colegio; niñas que saltan a la comba, niños que juegan a ser héroes. Niños de piernas cortas, de pies casi diminutos, de ropa sucia, de cara manchada de chocolate, de energía que contrasta con la vetusta imagen de los caserones colindantes. Entre carteras, abrigos y cazadoras aparecen rostros de madres de generosos pechos y amplias caderas, madres de caderas estrechas y pechos de niña que se unen para olvidar su tedio cotidiano, volviéndose de espaldas a un rayo de sol que incordia sus ojos vacíos.

Los raros y débiles árboles, moradores silenciosos de este parque, muestran la debilidad de su tronco y de sus ramas resguardándose tras un cilindro metálico. Estos pacientes seres aguantan sin un lamento las pedradas que los chicos lanzan a sus lánguidos brazos, cubiertos de hojas prematuras. Hombres de barbas profundas, de cabello enmarañado, de trajes raídos y descoloridos dormitan su borrachera matutina en los bancos. Estos inquilinos accidentales miran con desdén a los que, escandalizados, vociferan contra su presencia en este espacio de todos. Son hombres de uñas negras, de rostros quemados, llenos de costras externas e internas – las más dolorosas-, de voces roncas que emiten sonidos incomprensibles; son hombres que sólo esperan de la vida una botella de vino para engañar a sus estómagos y a sí mismos. Se conforman con tener un banco para depositar sus molidos cuerpos; sólo esperan acabar de la misma forma que han nacido: sin darse cuenta. En un rincón apartado, un grupo de chicos se lía unos porros. Como si de una ceremonia se tratara, todos -sin hablarse ni pestañear- miran al maestro que dirige el ritual. Pantalones ajustados, cabellos rapados, ropas negras, gafas negras, rostros serios, pulseras de cuero. Parece una sesión de iniciación para integrarse en una comunidad religiosa: los jóvenes novicios rinden culto a la desesperación, a la negación de todo lo establecido. El humo va uniendo sus labios como una comunión cargada de misticismo, de hermandad. El viejo convento sirve de marco incomparable a esta reunión que tiene algo de prohibido, de clandestinidad. Los viejos miran con asombro y temor a estos novicios, pero ellos no ven nada más allá de sus rostros, unos rostros de no más 16 o 17 años; unos ojos sin una pizca de candor o de ingenuidad. Son ojos más vacíos que los de los ancianos que dormitan sobre su bastón, son ojos de felinos que están dispuestos a saltar ante cualquier intento de acercamiento por parte de extraños.

Este rastrillo de gentes que era el parque de mi barrio está teñido hoy por los reflejos de un temprano sol de marzo. Todo se muestra hoy más claro, más nítido, más diferenciado. El reloj del convento sigue dando la misma hora desde hace más de 50 años.

desira
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5 Comentarios

  1. xplorador dice:

    He paseado por esas calles y quizás por el parque del que hablas. Enseguida me ha venido a la cabeza una plaza en la que hay una parada de metro, una de Embajadores, y he revivido todo lo que veía cuando de niño pasaba por allí, de camino a la casa de mi abuela, a la vez que leía tus líneas.

    El relato es como un recuerdo, como un paseo. Bien descrito.

  2. Lascivo dice:

    no tengo palabras. Muy bueno. Haces un buen uso de la nostalgia

  3. desira dice:

    Muchas gracias por vuestros comentarios. Me alegro que os haya gustado.

  4. vainillaconcolacao dice:

    entrañable…muy bueno

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