Recuerdos y reuniones

Penélope se encontraba frente al lugar donde había trabajado por veinte años: el hospital Santa Catalina… o lo que quedaba de él. Después de hacer sus compras matutinas caminaba hacia su casa pensando en el ingrato de su hijo, que había puesto pies en polvorosa ante la proposición del doctor de que la cuidara para evitar el gasto en una enfermera personal. Todo el drama había terminado con su hijo desaparecido –quizá en alguna isla tropical– y con ella viviendo sola en una casa que se le hacía demasiado grande.

Con esos pensamientos ocupando su mente sus piernas la habían llevado frente a las ruinas del Santa Catalina, que los jóvenes normalmente usaban para sus juegos, pero que en esta mañana estaba tan silenciosa como una tumba (en parte lo era) . Por un momento simplemente se quedó ahí, sorprendida. Puso su bolsa en el suelo. Será que me estoy quedando senil, se preguntó quitándose los anteojos, limpiándolos y volviéndoselos a poner como si esperara que las ruinas que tenia frente a ella fueran solo una ilusión; no lo eran. La curiosidad pudo más que ella y terminó por acercarse al portón que había atravesado tantas veces, muchas de ellas en ambulancia. No tenía la intención de entrar, pero para su sorpresa su mano se estiró y empujó el portón –por poco lo único que estaba todavía en pie del muro exterior– y sus piernas la llevaban al adentro.  De nuevo se preguntó si se estaba quedando senil o algo peor.

Caminó con dificultad por la calle de entrada al hospital esquivando las grietas y las piedras que inundaban el camino. Porque no te devuelves vieja tonta, que esperas encontrar en este lugar, pensó. Pero algo la detenía, quizá la nostalgia, sí, pero había algo más importante; algo que tenía que hacer. Descarto la idea por su extrañeza, pero continúo. Finalmente, llegó a la entrada principal del Santa Catalina. Las puertas batientes no le dieron problemas ya que estaban en una pila, junto a gran parte de la fachada, a unos treinta metros del fantasma del Santa Catalina.

Ahora caminaba por el vestíbulo, y mientras lo hacía recuerdos que creía olvidados resurgían con pasmosa claridad, después de todo había pasado muchos buenos y malos momentos en su carrera de enfermera. Creo que ya es muy tarde para volver, pensó. Le pareció un pensamiento extraño, pero decían que cuando llegabas a cierta edad y la senilidad acechaba…

Llegó al escritorio de recepción en el centro del vestíbulo y no pudo evitar recordar a Alexandra, la recepcionista que fue su amiga por gran parte de su estancia en el hospital, que se la pasaba escondiendo cigarrillos en los bolsillos de su uniforme para salir a fumar cada vez que pudiese. “Son para aliviar  las penas del trabajo, Penny”, decía siempre que Penélope la regañaba por ello.  Siempre se había estado tentada de preguntarle de que penas hablaba, pero por alguna razón nunca lo había hecho, simplemente se sentaba junto a ella y hablaban de cualquier cosa. Un día la conversación había girado alrededor de la insignificante aventura de Penny  con el doctor Henriksen –galán del viejo mundo, especialista en cardiología–. Su amorío terminó cuando casi son descubiertos en pleno besuqueo de novios en el pasillo, por el conserje.

Oh, la juventud, pensó Penélope sonriéndose.

 

Cuando llega al segundo piso todo parecerse arreglarse ante sus ojos: las paredes adquieren el blanco que habían tenido desde que Penny había llegado al hospital, los escombros desaparecen del suelo y el pasillo se ilumina como si los fluorescentes estuvieran ahí de nuevo. Y otro aluvión de recuerdos surge en su mente: ella parada observando mientras enyesaban a su hijo –por intentar un 720° había dicho sonriente, las fiestas de navidad y año nuevo en las que adornaban el hospital y olvidaban, aunque sea temporalmente, la presión de tener vidas humanas en sus manos.

Sus piernas ahora la llevan a las escaleras que suben al tercer piso cuando tropieza con un escombro del que sobresale una varilla retorcida, que la hace evocar el día del terremoto. La memoria del terremoto que terminó con sus días en el Santa Catalina –y en la carrera de enfermería– la hacía sentirse más vieja de lo que ya era. Recobró el equilibrio. Sus recuerdos de ese momento eran difusos: alarmas de todo tipo activándose al mismo tiempo, el pánico de los pacientes y el personal médico tratando de mantener el orden y ella prácticamente desmayada en el sillón del vestíbulo, víctima de una espantosa jaqueca. Penny, hay que salir, le había gritado Alexandra, levantándola a la fuerza del sillón. No recordaba haber sentido los temblores. Después de eso el hospital había quedado terriblemente arruinado, lo habían declarado inhabitable y por razones de presupuesto no había sido reconstruido.

 

De eso ya diez años.

–Y aquí estoy de nuevo –se dijo así misma con voz cargada de nostalgia.

Vio un grupo de figuras  al final del pasillo del tercer piso –alguna vez el ala de cuidados intensivos había estado en este piso­– frente al ventanal con vista al jardín del hospital, al muro y pueblo que se extendía más allá. Niños, pensó, pero algo  –quizá la misma intuición que la había atraído al Santa Catalina– le decía que no lo eran. Caminó hacia ellos con preocupación, después de todo solo era una anciana y si esas personas eran ladrones o asesinos…

Se detuvo a dos metros de las figuras que admiraban el paisaje. Una de ellas se volteó  y le dijo.

–¡Ah, Penny! Qué alegría verte.

Reconoció la voz al instante.

­­–¿Alexandra?

A continuación el resto de figuras se voltearon: el doctor Henriksen y muchas otras personas con las que había compartido bastantes años en el Santa Catalina.

–¿Por qué están aquí? –preguntó Penny fascinada. Parecía una reunión de graduandos de una clase de los ’40.

–Nadie lo sabe –respondió Alexandra, que todavía parecía conservar su energía de hace años–, pero el consenso general es que nos estamos quedando seniles.

Los presentes rieron y Penélope rio con ellos hasta que sintió que su viejo corazón no iba a aguantar.

–Bueno, no importa  cómo o porque estamos aquí –terció el Arlen Henriksen–, lo importante es que tenemos mucho de qué hablar ¿no es así, Penny?

–Sí, por supuesto

Y así era. Tenían mucho de qué hablar, tantos recuerdos buenos y malos. Había mucho que decir sobre el Santa Catalina.

3 Comentarios

  1. sibisse12 dice:

    Los años siempre se llenan de nostalgía, pero qué hacían todos allí, queda a la libre imaginación de cada uno??? 😉

  2. darthgavin dice:

    Claro, para darle algo de misterio

  3. Hermano q interesante tu relato! me encanto por q me trajo recuerdos del terremoto del 91 cuando naciste! jaja es claro q entendes la nostalgia en todos sus sentidos:) Un gran escritor tiene la capacidad para ponerse a si mismo en cualkier situacion! q orgullo migit:)

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