La última noche del asesino

1

Estaba sentado en el charco formado por la sangre de mi más reciente víctima  cuando recibí una llamada en el celular. Era Roy (lo más cercano que tengo a un jefe). Me tenía aun nuevo “cliente”. Dije que sí, que cuando tenía que hacerlo y colgué. Realmente no planeaba hacer otro trabajo. Ya había tenido suficiente.

Alicia Winters, mi última víctima –una hermosa joven neoyorquina de unos 21 años, eso creo– me miraba con unos hermosos ojos castaños con esa fijeza y languidez que yo ya había visto muchas veces.  Su cabello negro  ahora era rojo, rojo sangre.

“¿Quién es usted?”, había preguntado ella, que en ese momento estaba caminando por su apartamento con una copa de vino en su mano, cuando abrí la puerta de su apartamento de una patada. Era un buen apartamento. Estilo art decó, o alfo así, en un edificio de lujo.  Rica e independiente.  Una bella heredera de millones. No era su culpa, pero que se le iba a hacer.

“Eso es precisamente lo que te mató, preciosa”, pensé mientras estiraba la mano hacia el rostro muerto de Alicia. La puse sobre sus ojos y se los cerré. “No fue tu belleza o tu juventud. Fue el dinero. Siempre el dinero. Lo heredaste, lo invertiste… y lo multiplicaste. En ese momento te apuntaste el arma; porque, querida, el éxito (al igual que el dinero) voltea las miradas hacia ti. Y tú querida volteaste la mirada equivocada.

2

Alguna vez me habían dicho que éste no era un trabajo en el que trabajo en el que puedas mantenerte por mucho tiempo ¿sabes? Te quiebras. Como una ramita seca ¡crac! Se vuelvan locos.  Te lo digo para que sepas en que te metes, muchacho.

En ese entonces lo había considerado un discurso sin importancia, simple palabrería para asustar  a los novatos. Indudablemente yo era un novato cuando Roy me dijo eso, pero también era joven e impulsivo. “Sí, sí, como digas Roy”, le conteste. “Como tu digas.

Pero cuando cinco años después, en 1991, una noche lluviosa en la misma ciudad en la que tendría a matar a una hermosa joven llamada Alicia, Roy me contactó. Y ahí fue cuando lo entendí todo.

–Tengo un trabajo para ti, muchacho  –cinco años después y todavía me llamas muchacho ¿eh, Roy? – uno fácil, pero con mucho dinero de por medio –sonaba muy entusiasmado. Demasiado entusiasmado quizá–. Tenemos un cliente muy generoso.

–Muy bien, dame la dirección Roy… y cálmate un poco.

Roy se calmo y me dio la dirección.  No era muy lejos.  Menos de un cuarto de hora después me encontraba  frente a un lujoso hotel en Park Avenue. Muy apropiado para una multimillonaria gerente de varias empresas.  Incluso los botones vestían trajes de buen corte. Ciertamente muy exclusivo.

Entré tranquilamente y dije en recepción que venía a buscar a una amiga, que no, no necesitaba ayuda, que sabia en que habitación estaba, gracias. Me dirigí hacia el ascensor y cuando estaba a unos metros de él, las puertas se abrieron y aparecieron dos botones riendo y charlando. Me sonrieron y yo les devolví la sonrisa. Todo seguiría igual para ellos.

Bien, manos a la obra. Con los años y la práctica me había hecho un experto en abrir cerraduras, así que abrir la minúscula cerradura que le daba acceso al ascensor a los últimos pisos (las suites más lujosas) fue extremadamente fácil.  unos segundos después el ascensor empezaba a subir con un sacudida.

Las puertas del ascensor se abrieron de nuevo, pero esta vez daba a un pasillo que terminaba en unas puertas de doble hoja. Caminé hacia las puertas con mi paso decidido habitual mientras sacaba mi arma y le colocaba el silenciador. Cuando me encontré frente a ellas las abrí de una patada (como lo haría cinco años después).

En el segundo en el que las puertas se abrieron por completo una bala paso silbando junto a mi oreja derecha ­–“afortunadamente no era una escopeta  porque en ese caso habría perdido un lado de la cara”, pensé–.  Me pegué contra la pared.

–No la matarás –gritó uno de los dos hombres que habían disparado y que ahora estaban frente a mí.  Vestía de negro de pies a cabeza y era fornido. Un guardaespaldas sin duda.

–Váyase asesino –dijo el otro. Intentaba parecer rudo sin lograrlo. Era inofensivo aunque portara un arma.

No dije nada. No había venido a hablar.

Y al parecer ellos también habían terminado con la conversación porque ambos levantaron sus armas hacia mi cara.

Los cinco segundos que siguieron a ese momento serán un misterio para esos dos hombres. Cuando el de la derecha, el guardaespaldas, cayó hacia atrás con una expresión de perplejidad en el rostro y un hueco en su camisa a la altura del estomago; el otro titubeó, y esa fue su ruina. Le disparé en la frente, justo entre los ojos. El pobre diablo fue a caer junto al inútil guardaespaldas.

–¡No! –se escuchó un grito desgarrador desde dentro de la habitación.

Y ahí estaba mi objetivo. Una mujer de 34 años, a pesar de todo atractiva con su largo cabellos negro enmarcando un rostro anguloso dominado por unos ojos verde pálido. Su vientre se veía un poco abultado, pero no le puse atención.

Sin pensarlo dos veces y sin dejarla decir nada algunas últimas palabras le dispare en el pecho y me di la vuelta rápidamente listo para irme de ahí los más rápido posible. Todos esos disparos debieron de haber alertado a todo el personal. En ese momento ella habló.

Mí… bebé…

3

–Y así te quebraste, que patético. Dos vidas por el precio de una, ero fue todo. –dijo Alicia en tono burlón–.Pero continuaste trabajando otros cinco años. Esa fue tu perdición, quizá si los hubieras dejado…

No, no era eso lo que Alicia había dicho. Ella dijo: “Haga lo que tenga que hacer y lárguese”. Quizá pensaba que solo era un ladrón, pero se equivocó. Cubrí los dos metros que nos separaban, saqué mi cuchillo y  le hizo un amplio corte en el cuello. Alicia cayó de bruces intentando detener el sangrado. Por supuesto no logró.

Así que estaba sentado en el charco de la sangre de mí ultima víctima, Alicia Winters. Sin embargo, ella ahora estaba junto a mí; sus labios pegados a mi oreja y mi cuchillo apretado contra mi cuello.

Adelante, asesino, hágalo. Solo duele un poco al principio –murmuró Alicia a mí oído, no había vida en sus palabras ni aliento en su voz–. Ya se lo puedo decir yo.

–Sí.

Entonces el cuchillo se deslizo rápidamente por mi cuello. Alicia no mentía. Solo dolía al principio.  Mi vista se oscurecía poco a poco. “La muerte viene a por mi alma”, pensé. “Bueno, eso no estaba tan mal”.

–Lo escucha, señor asesino –Alicia reía–,  es su espíritu, quebrándose. ¡Crac!

Eso ahora no importaba. Ahora todo estaba bien.

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