Crisálida de Ceniza (1)

Habían pasado dos meses. Dos meses flotantes, desencajados del tiempo, aunque rutinarios. Y ahora caía todo de nuevo, una lengua de humo de un incendio apagado entraba por mis ojos, oídos, boca y nariz y se quedaba dentro. Como su ceniza cuando la arrojaron al mar. Parte, arrastrada por un viento mal calculado por su madre, me entró en los ojos haciéndome llorar, la primera vez desde que me llamaron para decirme con palabras distorsionadas:

-Blanca ha muerto.-

Y yo respondí con lo único que me vino a la mente:

-¿Cuando?-

Porque era lo único importante. Cual fue el momento último que ella existió, el instante en el que la tuve que guardar en un armario. Y así fui a su entierro, sin expresión en la cara, sin palabras que decir a nadie.

 

Los días de esos dos meses, agosto y septiembre, marcharon evaporaróndose al sol del verano. De vez en cuando cogía el teléfono para llamarla y me daba cuenta, al pulsar la última tecla, de que estaba haciendo una tontería, y me quedaba unos minutos sorprendida por lo ocurrido. Luego llegó el otoño irrevocable, restituyó las mañanas madrugadoras e impuso obligaciones que exigían al cuerpo y a la mente que reaccionasen. El instituto ya era algo vagamente presente cuyas reminiscencias se disolvían sin reparo ni melancolía, y me concernía subir el escalón que tocaba, la entrada en la universidad, lo que resultó plano, carente de anécdotas asibles que valorar. Las noches eran entonces menos flexibles, necesariamente había que ir a dormir a horas decentes para rendir en las clases. En realidad, al margen de otros atascos, el comienzo en Bellas Artes me ilusionaba. Se abría un horizonte fértil comparado con el bachillerato, que había consistido en engullir información para vomitarla con esfuerzo en los exámenes, sobre todo la selectividad, una purga. Mis padres me preguntaban de vez en cuando si estaba bien, a lo que yo respondía que sí, subrayando la respuesta con mi conducta habitual, y mientras miré las hojas amontonadas en el parque jugando a averiguar el presente, hasta que ese artificio de serenidad se rompió con un sueño. La remembranza de lo anterior al verano era inevitable, pero no tenía por qué haber surgido de un modo tan demoledor. Eclosionó rompiendo la cáscara con su pico hambriento, y voló. Agitó los vientos, y el polvo dibujó una historia de Blanca y de mí en tres dimensiones, en cuatro contando el tiempo que se había resbalado tan drásticamente. Es complicado resumir aquel sueño. Se podría decir que existió como un montón de recortes de los momentos que compartimos lanzados al aire, clavados en él, que proyectaron sensaciones nítidas, más o menos alegres, más o menos dignas de recuerdo, pero sólidas en la memoria como hierros forjados. Sin perder su contundente significado, no mantenían una línea temporal lógica, sino de saltos en distintos sentidos. Me desperté, y por fin alcancé el desahogo, lo que me fue saludable. No obstante a partir de ese momento Blanca anidó en mi nervio óptico asaltando mi retina corrosivamente, sobre todo estando sola, o de forma combativa cuando tenía compañía, y más que en ninguna otra circunstancia a partir de las once de la noche, después de cenar, con mis padres y mi hermano en el salón y yo acumulando cansancio poco antes de dormir.

 

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