RESACA

 

Al principio se sintió deambular por ese estado impreciso que es la frontera del sueño y el despertar. Aún cargado de brumas fue desperezando los sentidos en un aterrizar muy lento a la consciencia.

Un doloroso latido le recordaba que aún permanecía vivo y traía a su recuerdo los excesos de una noche trasegada. Habían sido muchas más de las razonables, también más de las que ya podrían sin duda considerarse letales, las dosis de alcohólicos brebajes que la víspera había ingerido dedicado cual devoto al más ancestral ritual autodestructivo. Muchas eran sin duda las neuronas que habían sido ofrecidas y ahora, los vapores ya consumidos, eran sus compañeras las que atormentaban sus sienes cual plañideras reunidas en un cerebral velatorio. Noche de excesos, mañana de resaca, reflexionó sin palabras y saboreando el más reseco paladar.

El primer impulso fue de arrancar esos ojos que le arrojaban a aquella mañana de luz, el segundo un deseo muy vivo de morir, el tercero-más juicioso-la necesidad de abandonar aquel estado de abandono e intentar mitigar, de la manera más eficaz, los daños que aún entre brumas, comenzaba a evaluar.

Con un movimiento automático separó rápido las sábanas y se intentó incorporar. El vértigo fue una centella y lo puso todo a rodar. Sintió un sudor muy frío y una nausea muy profunda. Algo marchaba muy mal. Sintió la llamada de alerta y una necesidad muy acuciante de ser rápido en su proceder. En un esfuerzo titánico consiguió ponerse en pie. Un nuevo vahído y el replicar constante de aquella primera arcada le guiaron diligente hacia el baño anexo al dormitorio. Era preciso llegar. Lo consiguió justo a tiempo de descargar esa primera angustia. Luego siguieron algunas más y ese sentirse morir, ese dejar escapar entre los dedos las entrañas y el alma, todas juntas y a la par.

Después de esa primera tempestad se hizo una primera calma. Cesó el sudor tan frío, se fue templando, fue volviendo el color y ese crepitar de cuchillas en las sienes se hizo de nuevo sentir. Incorporó despacio su cuerpo y acercó su cara al chorro de agua fresca que generoso había dejado manar. Refrescó muchas veces su rostro ayudado por unas manos temblorosas que ejercían de aguador. Sintió más sereno su espíritu, notó más paz en su respirar.

Con pasos lentos se acercó a la cocina. Mentalmente repasó los pasos que debía dar: abrir la cafetera, cargarla de agua, llenar con precisión de café su depósito, cerrarla, acercarla a su adecuada posición sobre el fuego y esperar. Así lo hizo. Luego un esperar impaciente atento a ese primer borboteo que se hace eterno. Para entretener la espera se aventuró a elegir una taza y depositar en ella no una-la habitual-sino dos generosas cucharadas de azúcar (dicen que es bueno para calmar estos males) y retomar su asiento, más por necesidad que buscando comodidad. Al fin se hizo escuchar aquel rumor y, extremando los cuidados, agarró con firmeza el asa y vertió el esperado contenido. Un cuidado recostar del artefacto, un suspiro profundo, un acercarse a los labios la taza y un primer sorbo.

Luego, más calmo y reflexivo, mientras espera ese segundo trago, esa promesa tantas veces rota como proferida: ¡Soy idiota! No lo vuelvo a hacer, de verdad que ésta es la última noche que me pongo ciego a beber.

 

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