La historia de un muchacho llamado Sacacorchos

Trís! Dijo un muchacho arrinconado en el vertedero de desperdicios. Sacacorchos le llamaban. Su mirada parecía la gorra que llevaba y su voz parecía un chicle siendo masticado. Casi todos veían su pragmatismo, pero no le veían a él, siempre tapado por su pragmatismo, que era enorme y proyectaba una sombra tal sobre su rostro que desfiguraba todas sus facciones hasta el punto de llevarlas a la nada. Sacacorchos desaparecía, sencillamente, bajo las sombras de ese gigante. ¿Y no es que pudiera extirparse algo como su sentido de la practica, que le era innato, verdad?

Había reducido su rango de existencia al callejón de detrás de la montaña de los televisores y en un preciso instante exclamó, como os he venido a contar, el “trís” generador de esta historia y se sentó en el suelo con sencillez, acomodando su trasero sobre un mullido montículo de colillas por él recolectadas. Se le había ocurrido una idea a este niño Sacacorchos. ¡Iba a escribir una historia! Aunque un dilema se interponía entre él y la historia. Como todo niño nacido en un vertedero de desperdicios, tenía innumerables posesiones, aunque estas, amontonadas como estaban sin orden alguno, resultaban completamente inactivadas en sus cualidades utilitarias, ya que resultaba completamente imposible encontrar lo que uno necesitaba cuando uno lo necesitaba: Coches con agujas y pañuelos y pelos de perro con pantalones y cáscaras de plátano, todo mezclado sin más, lo grande con lo pequeño con lo mediano. Incluso había una lavadora con un feto de 4 meses en su interior que se había quedado atascada en modo centrifugación hacía ya unos cuantos años. En definitiva, Desorden era el único dueño de aquellas basuras.

-Mmmm- Sacacorchos fruncía el ceño y orbitaba con los ojos para propulsar sus pensamientos cuando, de pronto, su amigo Sacapuntas le pellizcó en el ombligo, interrumpiendo instantaneamente la propulsión de sus pensamientos.
-¡Ay! Me duele el ombligo
-¡Es porque te he pellizcado, pedazo de alcornoque!
-¡Ah! Eres tu Sacapuntas. ¡Qué suerte! Pensaba que era un mosquito ¿No querrías ayudarme a propulsar mis pensamientos? Por favor, orbita los ojos conmigo.
-¿Por qué? No me gusta orbitar para ti, lo sabes, mis ojos son míos y los reservo para mis propias reflexiones
-¡Oh! ¡Qué pesado! ¡Ya lo sé! ¡Si te lo pido es porque dependo de tus orbitales para solucionar mi dilema!
-¿Y qué dilema es ese si se puede saber?
-Quiero escribir una historia y necesito una superficie y algunos pigmentos para no olvidarme de ella ¡Ayudame a buscar una solución!
-¿Una historia? ¿Sobre qué? Necesitaría conocer su contenido si es que me digno a concederte mi ayuda.
-¡Ay, amigo mio, esa información es confidencial! No puedo decirtelo, no porque no quiera, pero es que tiene un cerrojo que parece un cerrojo de tipo ontológico y carente, como me hayo aparentemente, de la llave necesaria, me veo obligado a pedir tu ayuda sin poder satisfacer tu curiosidad de ninguna manera
-Bah, maldito Sacacorchos siempre con tus misterios, te voy a ayudar pero sin orbitales porque no los necesitas, ¡Mirate los pies! – Sacacorchos dobló su cuello para mirarse los pies
-No veo nada más que mis pies
-¡So cretino! ¡Observa! ¡Estás rodeado de superficies y pigmentos!
-¿Dónde? ¿Puedo pintar con mis uñas? ¿Acaso mis uñas son de colores?
-Mira La plancha de metal que estás pisando ¿No es acaso una superficie?
-Sí
-¿Y no es lo que hay sobre ella un bote de mermelada de frambuesa con restos dentro?
-Sí
-¿Y no es eso un pigmento?
-Sí
-¿Y no te valen esa superficie y ese pigmento para transcribir tu historia?
-Sí
-Hasta luego Sacacorchos
-Hasta luego Sacapuntas

Sacacorchos cogió el bote y, mojando su dedo en la mermelada , comenzó su historia.
“Erase una vez un vertedero” comenzaba, “Vivía allí un niño llamado Sacacorchos” continuó meándose de risa por sus ocurrencias. -¡Narices! Sí que es listo este niño Sacacorchos- dijo. Y escribió “Era un muchacho muy listo este muchacho Sacacorchos… pero quería escribir una historia” -¿Acaso estoy perdiendo mi perspicacia?- Reflexionó unos instantes y al final decidió que escribir historias era algo sumamente estúpido -¡Una absoluta pérdida de tiempo!- se dijo. Cogió la jeringa y se metió el chute de caballo más basto que nadie en aquel condado pueda recordar.

Deja un comentario

Tu dirección de email no será publicada