Los hombres de traje

Durante siglos, la región había perdurado en paz y armonía, sin nada que pudiera romper su aparente tranquilidad. Los ganaderos ofrecían leche a cambio de hortalizas y los agricultores trucaban trigo y cereales por tocino y panceta. Los carpinteros tallaban muebles y estanterías en compensación por las obras de los albañiles.

Pero entonces llegaron los Hombre de Traje, como una peste. Pronto, comenzaron a propagar sus ideas individualistas basadas en el libre comercio; unas ideas de las que nadie pudo escapar. Los cultivos gritaron de hambre. Los animales lloraron la pérdida de su relación amistosa con los amos en pro de un estado subordinado basado en el patrimonio. Los conceptos amables sobre la familia se descompusieron en el asqueroso principio de intentar llegar más lejos que el abuelo y el padre. Ser más, tener más era la clave.

Mi hija fue uno de los primeros casos que se dieron en la aldea. Era taciturna, sencilla y trabajadora. Se llevaba bien con las vecinas, abría las puertas a hombres derechos y responsables y era una devota seguidora de Jesús. Sin embargo, todo se torció cuando conoció a aquel hombre lujurioso, que se comportaba como un adivino y un defensor de la libertad. Pregonaba que lo caro era lo mejor y despreciaba todo lo que la tradición y el esfuerzo de nuestros antepasados había conseguido. Y como si fuera su media naranja, mi hija se enamoró de él.

De esta forma, mi querida primogénita emigró a la ciudad, donde se afincó renegando de su origen. Cuando venía de visita, movía la cabeza de un lado a otro, delicadamente, menospreciando la vida rural y nuestros vagos conocimientos sobre la tierra y el cielo. Defendía duramente una sabiduría llamada ciencia, que podía prevenir terremotos y tormentas, y unas pociones mágicas que protegían los cultivos de cualquier parásito o insecto. También hablaba de una magia brillante llamada electricidad y de una nueva corriente religiosa que tomaba el nombre de ateísmo. A mí, todo aquello me resultaba amoral, recóndito y perverso. Nunca había visto una ciudad, pero estaba claro que se trataba del infierno.

En cualquier caso, mi hija empezó a reducir sus espontáneas visitas al pueblo, y en su lugar, comenzaron a llegar más y más Hombres de Traje. Hablaban de una ley, de una constitución, de derechos y deberes, de un precio estipulado para la venta de productos que no eran suyos, de una consigna llamada arrendamiento y del término préstamo. Esto “préstamo”, además de “intereses”, lo decían mucho.

Poco a poco, las cosas cambiaron en el pueblo. Los vecinos dejaron de hacer trueque entre ellos, y despachaban sus productos a unos señores vestidos de negro, que siempre traían un maletín de cuero repleto de papeles verdes. A cambio de la leche o del cerdo o de las verduras, entregaban una decena de aquellas papeletas que según ellos tenía un valor incalculable. Al parecer, servían para obtener todo lo que necesitásemos.

De esta forma, comenzaron a llegar unas enormes máquinas con ruedas, parecidas a los carros que utilizabamos en los campos, pero mucho más ruidosas y grandes. Dentro transportaban la leche, la carne y la fruta que habíamos vendido a los Hombres de Traje, y ellos a su vez, nos la vendían a nosotros a cambio de esos preciados papeles que llamaban dinero.

A mí aquello me daba mala espina, pero no tuve tiempo de alertar a mis vecinos. Uno de ellos se compró un artilugio llamado radio. Era un aparato parlanchín, que hablaba de gente que no conocíamos de nada y de un juego muy competitivo apodado “fúbol”, que triunfaba en el resto del mundo. Aquella máquina causó furor, y pronto, todos los parroquianos querían tener su propia radio.

Después de un tiempo, la mayoría se había cansado de la radio y merced a los papeles que intercambiaban con los Hombres de Traje, abonaron el precio de una televisión. Era una especie de ventana negra a través de la cual podían verse otras partes del mundo. Incluso los partidos de ese tan aclamado “fúbol”.

Casi al instante, mis vecinos comenzaron a discutir qué equipo de “fúbol” era el más poderoso, y se formaron verdaderas disputas en torno a ello. Incluso hubo alguna pendencia a puñetazos, algo que no había visto desde el último lío de faldas de mi primo Miguel.

Tras esto llegaron los insecticidas, el cáncer, el ordenador, las gafas, la impresora, los incendios forestales, la vídeo-consola, el colesterol, el móvil y el estrés. Todo en ese orden. Los vecinos se habían olvidado de hablar entre ellos y se comunicaban por correo… electrónico.

Unos años después, el pueblo ya no se conocía a sí mismo. La mayoría de los vecinos tenía un coche, un préstamo bancario, una casa en la costa, una hipoteca, multitud de aparatos eléctricos y acciones en bolsa.

Luego, llegó La Crisis. Nunca supe lo que era. Mi salud seguía fuerte y lozana a pesar de mis setenta años. Mi casa seguía en pie con su chimenea de leña y su pozo acuífero junto al establo. Mis vacas pastaban con normalidad y mis cultivos seguían produciendo trigo, hortalizas y frutas. Pero al resto de mis compatriotas debió de afectarles La Crisis. Y no fueron las únicas personas.

Unos meses más tarde, mi hija regresó al pueblo, llorando. Se me rompió el corazón cuando la vi tan desmejorada. Me dijo que un banco la había desahuciado, que había tenido que vender todas sus pertenencias, que su jefe la había despedido porque tenían que hacer recortes y que no tenía ni dinero ni trabajo.

Yo, como un buen padre, la abracé con fuerza. «Cielo», le dije, «no te preocupes; en el campo siempre tendremos trabajo.»

Iraultza Askerria

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