Lunáticos

—Eso no sólo contradice la naturaleza de la psiquis sino que atenta contra el principio de causa y efecto.

—Para comprenderlo debe usted aceptar que aquí, en la Luna, ese principio no funciona exactamente como en la Tierra —dijo el doctor Mayers—. Especialmente en el campo de la psiquiatría.

—Lo que usted afirma trasciende el campo de la psiquiatría. Un sólo hombre puede creer en una realidad inexistente pero, por definición, eso no cambia la realidad. Si otras personas compartiesen la misma alucinación, tendríamos que pensar en un cambio físico, no imaginario. La realidad no se modifica porque una mente perturbada así lo crea.

—La pregunta del millón sería ¿qué es la realidad?… Consideramos real todo aquello que podemos comprobar mediante nuestros sentidos. Usted sabe que yo existo porque me está escuchando y me está viendo. Además, estamos caminando juntos por la misma superficie y hablando el mismo idioma. Su memoria le recuerda que mi aspecto es similar al suyo, por lo cual su mente deduce que está usted hablando con un hombre. El contexto cultural y el entorno en el cual nos encontramos le hacen pensar que este hombre es un psiquiatra. Pero ¿qué seguridad objetiva puede encontrar en lo que le muestran sus ojos y oídos o, incluso, en las conclusiones que saca su mente? Todo ello no es más que información sesgada, percibida y elaborada por un sólo individuo. Usted mismo es el único referente cierto de usted mismo. Si yo fuese una alucinación de sus sentidos, usted no me percibiría como menos real. Afirmaría que yo existo, exactamente como lo haría cualquier loco.

Julio Arévalo, experto en seguridad, reflexionó en silencio sobre las palabras de Mayers. Había llegado a la Luna cinco años atrás pero desconocía casi por completo el abanico de mutaciones físicas y psíquicas que allí se producían, tanto en seres vivos como en objetos inanimados.

Durante mucho tiempo se creyó que la Luna influía en la mente de los hombres tanto como lo hacía en las mareas y en el ciclo de las cosechas. Se decía que alguien era un lunático o que estaba alunado cuando sufría cambios de ánimo bruscos o tenía un temperamento inestable. Los últimos estudios demostraban que en la Luna esos trastornos se potenciaban de manera exponencial y que, contrariando a la creencia más arraigada, era la gravedad terrestre la responsable de estas alteraciones.

El descubrimiento que el doctor Mayers había hecho en el Frenopático Lunar, sin embargo, iba más allá de cualquier psicopatía. En el pabellón aislado hacia el que ahora se dirigían, estaban encerrados los cinco pacientes clasificados con el código Medline F60.2.1; maníacos cuyos trastornos de personalidad modificaban la realidad. Es decir, sus alucinaciones se materializaban y eran percibidas y padecidas por el entorno. «Locos de Realidad», los había bautizado la prensa sensacionalista.

—Es un poder psíquico que nunca antes habíamos visto —dijo Mayers haciendo un alto en el camino—. Tal vez muchos de nosotros lo tengamos y resulte inofensivo al percibir la realidad tal como es. En ellos es diferente, ya que sus sentidos les muestran algo que realmente no existe… El peligro radica en no poder controlar la mente de un lunático. Potencialmente, eso nos llevaría a vivir inmersos en las alucinaciones de todos los esquizofrénicos que estén tan cerca de nosotros como para influir en la realidad que nos rodea. Como usted comprenderá, el nivel de seguridad que necesitamos mantener en el pabellón de los F60.2.1 no es comparable a nada que se haya conocido antes.

—Pues yo no pienso igual —dijo Julio Arévalo clavando su mirada en los ojos del psiquiatra­—. ¿Sabe lo que creo? Creo que todo lo que me está contando es un invento para lograr notoriedad. No creo que la mente humana, por más trastornada que esté, tenga el poder de modificar la realidad.

—Debe creerlo, algunos de ellos son muy peligrosos.

—Estoy aquí para demostrar lo contrario —reemprendieron la marcha—. Usted es un farsante y voy a desenmascararlo.

—Uno de ellos, por ejemplo, cree ser la peste negra; quien se le acerca muere irremediablemente…

—Eso está por verse…

—No me crea, si no quiere —dijo Mayers con vehemencia mientras perseguía al experto en seguridad—. Lo único que le ruego es que sea cauto mientras explora el sitio y comprueba lo que allí sucede. Necesitamos medidas extremas para salvaguardar nuestra seguridad y la de todos los habitantes de la Luna.

Arévalo no volvió a hablar hasta que llegaron al pabellón F60.2.1. No había ventanas y las paredes tenían corazón de plomo. Uno de los guardias que custodiaba el pabellón lo acompañó hasta la entrada de la primera habitación. La puerta blindada tenía un letrero que ponía «GD».

—¿Hay alguien aquí dentro?

—Un loco de realidad —dijo Mayers—. Cree ser la última guerra de la Tierra, la Guerra Definitiva.

—Abra esa puerta —ordenó Arévalo al guardia—. Quiero conocerlo.

—No lo haga, sería una locura.

—La locura es suya, no nuestra. Sus creencias están dentro de su mente y no pueden influirnos. ¡Ábrala!

—¡No lo haga!

—Es una orden.

El guardia estaba subordinado al técnico de seguridad y debía obedecer.

—Está bien ­—dijo Mayers—. Si es su deseo, así se hará. Pero usted entrará sólo a esa habitación. Una vez abierto el cerrojo, esperará a que nosotros nos hayamos puesto a salvo.

El guardia marcó el código de seguridad y, cumpliendo su palabra, Julio Arévalo esperó a que ambos hombres abandonasen el pabellón para empujar la puerta blindada.

No llegó a entrar a la habitación. Sólo había entornado la puerta un par de centímetros cuando fue sacudido por una ráfaga de viento radiactivo. Apenas tuvo fuerzas para arrastrarse por el pasillo unos cuantos metros antes de caer muerto.

* * *

Cuarenta y dos minutos después ingresaron Mayers y sus hombres —protegidos con trajesNBQ de quinta generación iguales al que Arévalo había rechazado— y encontraron el cadáver con los miembros contraídos y una mueca de horror en la cara.

—Espero que esto haya servido para convencerlo —dijo Mayers.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó uno de los guardias mientras aseguraba la gruesa puerta señalizada «GD» para que la mente del hombre que allí estaba cautivo no pudiese provocar más daño.

—Debemos abrir la puerta número cuatro —dijo Mayers.

—¡Pero ese es el más incontrolable de todos!… Nadie sabe qué sucedería si ahora entrase en contacto con la civilización…

—No tenemos otra alternativa. Arévalo es el único hombre en la Luna capaz de diseñar el plan adecuado que aisle para siempre a estos engendros de la naturaleza.

Se miraron con cara de circunstancia. Sin mediar palabra, dos de los hombres cargaron con el cadáver y lo depositaron ante la cuarta puerta, rotulada «JC». Uno de ellos descubrió el teclado numérico. Se volvió hacia Mayers buscando aprobación. El psiquiatra apoyó su mano en el lector biométrico y le hizo un gesto al guardia para que procediera a marcar el código de desbloqueo.

Todos retrocedieron varios metros cuando la puerta se abrió.

El hombre que vieron aparecer estaba sumamente delgado y vestía unos harapos que apenas cubrían su cuerpo. Al ver el cadáver, se agachó ante él y tocó su frente.

—Levántate y anda —dijo.

Ivan Guevara
Últimas entradas de Ivan Guevara (ver todo)

Deja un comentario

Tu dirección de email no será publicada