Hambre
- publicado el 25/10/2017
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Un encuentro con el mal
Era una noche fría, tenebrosa y bastante inusual; las nubes cubrían por completo el cielo estrellado, que hasta hace un momento dejaba contemplar la Osa Mayor. Nadie en ese momento debería de tener necesidad de salir de su casa, pero una persona sí; allí estaba, John Mitchell. John era un chico alto, fuertote, de rasgos bien marcados, ojos azulones, cabello negro y expresión alegre; trabajaba en una oficina. Había salido de trabajar a cosa de las diez y decidió irse con sus compañeros a tomarse unas cañas en un bar cercano.
A las doce y media, se esfumaba de aquel bar con un pedo del quince. No había traído coche, pues siempre iba andando o en autobús, ya que vivía muy cerca de allí. Sólo tenía que cruzar dos calles y atravesar aquel parque recóndito y sombrío en que había pasado las tardes con sus novias. Cruzó la esquina del videoclub que por casualidad, aún estaba abierto. Los drogadictos de la esquina no dudaron en mirarlo de arriba abajo con frialdad. Aunque él iba borracho se sintió molesto, pero no lo suficiente como para encararse con ellos. Continuaba andando chocando lentamente sus talones y tambaleándose. Chocó con una mujer de abrigo de piel y guantes caros, que se apartó nada más verlo, y salió corriendo sin más. John seguía andando hasta que de pronto se adentró en el oscuro parque. Llegó a un banco y se sentó posando la cabeza en el espaldero. Tenía mucho sueño y pensó que si dormía allí, llegaría a su casa por la mañana y no sorprendería a su novia, Diana.
Comenzó a acomodarse en el banco, y cayó dormido rápidamente. Un ruido chirriante e impasible empezó a sonar en el parque, este despertó a John y lo hizo de levantarse. Esto le recordaba al ruido que hacía los balancines y lo críos en los columpios, las tardes de verano en aquel parque. John se acercó a aquellos columpios y no daba crédito de lo que estaba viendo. Entre la niebla se podía distinguir a unos pequeños muñecos, como si estuviesen hechos de hielo, pero que en realidad eran niños. Sí, niños. El fantasma de los niños que había jugado toda la vida en aquel antiguo parque, decidieron reunirse aquella noche en la que aguardaban a alguien invocándolo con una danza macabra.
Aquellos niños llevaban ropa de otra época, como si tratase de un uniforme de un colegio mayor del siglo XIX; seguían bailando en silencio mientras los columpios se movían al mismo compás. John aterrorizado no podía dar ni un paso, hasta que una mano, gélida y pálida se aferraba a la suya; la fuerza de aquel niño era abismal y no podía liberarse de él por más que lo intentaba. Aquel niño de mirada pérdida lo conducía andando lentamente hasta sus compañeros, que seguían bailando al son de una melodía muda; John comprendió en aquel momento que estaba perdido. Los niños fantasmagóricos lo invitaron a bailar con él, y este les siguió el rollo con tal de no acabar muerto; algo cansado John pretendía marcharse, pero entonces los niños lo tomaron por sus brazos y piernas y lo sujetaron fuertemente contra el suelo para que este no escapase.
Un gran surco se formó en la tierra, parecía un agujero enorme que había surgido de la nada y aquel comenzaban a salir extraños seres, eran una especie de esqueletos mezclados con figuras demoníacas que emergían del hondo hoyo. Finalmente salió un cuerpo mayor, de más de siete metros de altura, se trataba del mismísimo Lucifer, el cuál mostraba un aspecto tétrico y ponzoñoso y alzaba sus manos hacia el cielo agitándolas de un lado a otro; los niños y las criaturas irrumpidas lo seguían al compás y John se agachó en el suelo aterrorizado poniendo sus manos sobre su cabeza ocultándose la visión de los hechos que sucedían en aquel parque satánico.
El Maligno que lo divisó con anterioridad lo tomó de una pierna con su mano enorme de uñas largas y ennegrecidas y lo transportó hasta su cara mirándole directamente a los ojos mientras que John que no podía encubrirse la vista, miraba concisamente aquellos ojos amarillos sin pupila que contenían millones de almas que cayeron al infierno tras su muerte y podía percibir la voz y los gritos de los espíritus en pena. Con la mano que no sujetaba a John, Satán desató un fuego a los pies de sí mismo, con una risa pérfida y estruendosa arrojó a John dentro, y este se perdió entre sus llamas.
La mañana había llegado, y John despertaba por el ruido de los niños que correteaban por el parque y de los padres que los perseguían intentando que no se cayesen al suelo; John llegó hasta su casa pasadas las once y cuarto, donde Diana le abrió la puerta desesperada preguntando que le había pasado. John prefirió mantener la calma y guardar silencio, así que, quiso darse una ducha pues apestaba a alcohol. Llegando hasta el baño comenzó a desvestirse y miró al espejo en el que pudo comprobar cómo sus preciosos ojos azulones, cambiaban a un color amarillo tóxico y una sonrisa malvada se reflejaba en el espejo.
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