9 de noviembre de 1894
- publicado el 20/01/2014
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El guardián.
Allí estaba tan majestuoso e imponente. Aquel guardián se interponía en mi camino. ¡Quien lo hubiera pensado! Tan grande y magnifico, sólo para guardar una puertecita minúscula.
La puerta era la entrada al Jardín de las Hespérides. Justo al lugar donde yo quería ir, aunque antes de entrar, tenía que derrotar al centinela.
Un adversario digno, ya que estaba provisto de cien brazos armados con tantas espadas como manos tenía.
En una lucha, que se recordará hasta el albor de los tiempos, el hecatónquiro se defendía con bravura. Terminé derrotándole a fuerza de ir cercenándole los brazos.
Tuvo una muerte digna y gloriosa. Lo enterré erigiéndole un túmulo. Pero lo que no pude preveer fue que no lograse franquear la puerta, ya que no cabía por ella y terminé convirtiéndome en el sucesor del guardián, a la espera de algún pobre descarriado que tratara de entrar por la fuerza en el Jardín de las Hespérides.
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