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- publicado el 20/01/2014
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El cazador de vampiros
La luna llena había alcanzado su punto más alto cuando Jacob divisó a su mentor, parcialmente oculto entre las sobras, junto al viejo muro de piedra del camposanto. Preocupado corrió hacia él, atravesando la solitaria calle adoquinada, lo más rápido que le permitieron sus piernas e intentando hacer el menor ruido posible. No había tenido noticia alguna de su paradero desde hacía casi una semana y la nota que recibió en la recepción del hostal en el que se encontraban alojados desde que llegaron a la ciudad, citándolo urgentemente allí, lo intranquilizó más aún. Si le había dejado una nota en lugar de personarse el mismo debía estar ocurriendo algo importante y grave también.
El profesor no tenía buen aspecto. A pesar de lucir su característico sombrero de copa negro, no podía ocultar la palidez de su rostro ni las ojeras que casi escondían, por completo, unos ojos rojizos y visiblemente cansados. Además, a pesar de tener puesto su largo abrigo negro no podía disimular una leve cojera de su pierna derecha y la mancha de sangre seca que había recorrido la misma hasta la pantorrilla.
– “Maestro. ¿Dónde habéis estado? ¿Os encontráis bien? No tenéis buen aspecto. Estaba preocupado por vuestro paradero” -. Dijo mientras dejaba en el suelo una bolsa de mano de cuero negro.
– “Responderé a tus preguntas en otro momento“-. Le interrumpió el profesor Schwank, afamado estudioso del mundo paranormal e incansable cazador de vampiros-. “No tenemos tiempo que perder o volverá a escaparse de nuevo. Entremos sin mayor demora”
– “¿Vamos a entrar ahora al camposanto? ¿En mitad de la noche? “
– “Mañana puede que ya no se encuentre aquí”
– “Pero… es una temeridad maestro. Siempre les hemos dado caza con la luz del día. Cuando son más vulnerables. En plena noche…”
– “No tenemos nada más que discutir, Jacob”-. Concluyó la discusión el profesor de manera brusca-. “La llegada del amanecer avanza y debemos actuar con diligencia” -. Apremió el profesor a su discípulo.
Jacob se apoyó contra el muro y entrelazó sus dos manos para auparle a lo alto. Sentado a horcajadas en la parte superior del mismo, el profesor agarró la bolsa de cuero que su aprendiz le había acercado y la dejó caer dentro del camposanto. Después le tendió la mano para que subiera él también. Desde lo alto del muro el joven lanzó una furtiva mirada hacia atrás y observó unas figuras que se movían silenciosas en la esquina más alejada de la calle. Dos, tres tal vez. Cuando volvió la vista ya el profesor había bajado el muro y se encaminaba cojeando hacia el interior del recinto.
El camposanto se encontraba envuelto en el más absoluto e inquietante de los silencios, lo que no tranquilizaba lo más mínimo al joven Jacob. De manera casi inconsciente llevó su mano izquierda hasta el crucifijo de plata que llevaba colgado al cuello como si el notar su simple presencia le transmitiera una tranquilidad y seguridad que en ese momento preciso no tenía. Iluminados por la luz de la luna llena, avanzaron con paso vivo entre blanquecinas lápidas y tristes cipreses adentrándose cada vez más en el fantasmagórico lugar hasta alcanzar un panteón grande, viejo y de mármol negro que se encontraba flanqueado por dos cipreses altos y secos. Por su aspecto debió haber sido edificado hace mucho tiempo. Más tiempo que las lápidas que lo rodeaban.
– “Este es el lugar, Jacob” -. Dijo mientras señalaba la puerta de madera de roble que tenían justo enfrente.
Jacob dejó la bolsa en el suelo, la abrió y sacó de la misma una pequeña palanca de hierro y se acercó hasta la puerta de manera titubeante.
– “¿Está seguro de querer entrar en plena noche, maestro?” -. Dijo mientras introducía la palanca junto a la cerradura. – “Con total seguridad no se encuentre dentro. Tal vez sería mejor que lo esperemos aquí fuera a que vuelva y lo sorprendamos.”
– “Ya lo hemos discutido hace unos momentos. ¡Ábrela ahora mismo!”
Jacob hizo presión apoyando todo el peso de su cuerpo sobre la palanca y con un chasquido seco la cerradura cedió y cayó al suelo de tierra. La puerta se abrió con suavidad a pesar de ser bastante robusta, dejando a la vista los primeros escalones de una desgastada escalera de pierda que se adentraba en la tierra y que daban la sensación de ser muchísimo más antiguas que el propio panteón bajo las que se encontraban.
– “¡Bajemos!” -. Ordenó el profesor Schwank mientras ponía el pie en el primer escalón de la escalera para comenzar el descenso.
– “Aguarde un instante profesor” -. Le detuvo mientras rebuscaba en la bolsa una estaca de madera y un tarro de agua bendita que vació sobre la punta de la misma.
Jacob miró de soslayo hacia atrás y observó algunas siluetas negras que se ocultaban entre las lápidas sin hacer el más mínimo ruido. Cogió una lámpara de aceite que llevaba dentro de la bolsa y la encendió. Se la colgó del hombro y, con la estaca en una mano y la lámpara en la otra, comenzó a descender con cuidado por la escalera de piedra gris en pos de su maestro.
La escalera descendía en línea recta pero dentro del túnel estaba tan oscuro que la lámpara no iluminaba más allá de unos cuantos metros. El aire en el interior era denso y olía a rancio. A cada paso que bajaban se hacía más difícil respirar. Después de un descenso que a Jacob se le antojó eterno alcanzaron el corazón de la cripta. El suelo de la sala era de tierra prensada. Jacob levantó el brazo para aumentar el radio de iluminación de su lámpara y giró sobre sí mismo. Las paredes estaban cubiertas de nichos, pero el que atrajo la atención del joven fue el que descansaba en el centro: un ataúd de piedra majestuosamente tallado.
– “¡Vamos! Suelta las cosas que llevas y ayúdame a levantar la tapa” -. Dijo el profesor mientras se encaminaba hacia el ataúd.
– “Lo siento mucho profesor pero no pienso soltar mi arma.”
– “Cómo te atreves a llevarme la contraria maldito seas.”
– “Lo siento mucho… de verás. He aprendido mucho de usted, pero creo que nuestros caminos se separan aquí para siempre -. Dijo Jacob mirando a su maestro con todo el dolor de su corazón. – “Es mi obligación enviarte al mundo de los muertos para que encuentres la paz.”
– “¿Cómo los has sabido mi querido pupilo?” -. Preguntó el profesor Schwank mientras dejaba al descubierto dos largos y afilados colmillos que se relamía pausadamente.
– “Son muchas las señales maestro. Y muchas las aprendí junto a usted.”
– “Veo que te he enseñado bien. Juntos haremos grandes cosas.”
De los nichos cercanos empezaron a llegar ruidos y gritos espeluznantes. Pronto emergieron tres jóvenes vampiros ansiosos de sangre, que enseñaban sus dientes con furia.
-“Te presento a mis tres nuevos aprendices, Jacob. ¡Tus próximos compañeros!” -. Le dijo mientras los señalaba con la mano derecha y rompía a reír con una carcajada gélida -. “Pero antes de convertirte tengo una pregunta que hacerte querido. Si sabías que era un vampiro cómo fuiste tan osado de venir aquí conmigo. ¿Realmente pensaste que eras tan poderoso como para acabar conmigo tú solo?”
– “Vos mismo os habéis respondido maestro. No he venido solo.”
En ese mismo instante irrumpieron en la cripta cuatro hombres vestidos de negro y con sus rostros cubiertos. Portaban antorchas y armas en las manos. Se lanzaron con furia contra los tres vampiros que se vieron sorprendidos por la rapidez de la acometida. El profesor llevado por la ira mostró nuevamente sus colmillos y, con un aullido agudo, se abalanzó sobre Jacob con todas sus fuerzas. A pesar de ser más ágil y rápido ahora, aún llevaba poco tiempo en su nuevo estado de vampiro y el joven pudo esquivar la embestida de su antiguo maestro mientras le clavaba sin vacilar la estaca en pleno corazón. Sus miradas se cruzaron por última vez y con un agónico y largo grito se convirtió en polvo.
Después de unos momentos frenéticos y de desconcierto, la calma llegó otra vez a la cripta. Cuatro vampiros habían sido exterminados y cuatro hombres destruían, con el mismo número de mazas, el ataúd de piedra que se erigía en el centro de la misma. En una zona apartada de la sala, hincándose de rodillas, Jacob alzaba una plegaria por el alma del que fuera su maestro, mientras dejaba escapar unas lágrimas.
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