El loro de Flaubert
- publicado el 19/12/2013
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Las cenizas de una peonía
Ya escucho el estruendo de las pisadas que vienen de tan lejos, pies que llevan años recorriendo largas distancias y arrasando todo aquello con lo que se encuentran. Puedo sentir como la arena que se encuentra bajo mis pies, que está siempre tan firme, tan fija y segura, rebota grano contra grano por las vibraciones de esos pasos que se apresuran, que golpean el suelo como si se les fuera la vida en ello, como si no hubiera un mañana, como si tuvieran que acabar con todo esto cuanto antes. Sé de sobra por qué vienen, dicen que es mi culpa; pero yo creo que la culpa solo es de esas mentes que no entienden ni pueden llegar a comprender que una mujer pueda enseñar filosofía. Como si alguien hubiera dejado en algún sitio una ley escrita que dijera que solo los hombres pueden leer y escribir, que solo ellos pueden acercarse a la Verdad y conocerla, como si hubiera una ley fijada en una piedra que dijera que las mujeres no podemos hacer nada y que tenemos que resignarnos con el destino que nos ofrezcan. Dicen las malas lenguas que los cristianos sí que tienen una ley que afirma semejante sentencia, pero siempre he pensado que todo ser humano tiene el derecho innato a incumplir cualquier ley que no sea justa. Y eso hago, eso llevo haciendo toda mi vida; eso es lo que me ha traído hasta aquí, hasta este instante en el que el tiempo se me escapa de entre los dedos al igual que el sol se pierde cada atardecer por el horizonte. Apenas tengo tiempo para nada, o a lo mejor resulta que tengo tiempo para todo y no soy consciente de ello, quien sabe, es difícil saberlo cuando sabes que todo va a acabar tan pronto, cuando sabes que este es el final y que hasta aquí llego todo.
Podría salir corriendo, puede que incluso tenga suerte y nadie me vea, tapando mi rostro con uno de esos bonitos pañuelos que papá me regala cada año, podría hacerlo; sin embargo, no lo hago, no corro, no huyo y me resigno a quedarme aquí, de pie como un bloque de mármol, como esas estatuas tan bonitas que hay en los templos que son firmes y frías, con mi mirada fija en aquellos que entrarán por la puerta como si quisiera decirle a gritos que paren, que por favor no entren, aunque esos gritos no sean escuchados por absolutamente nadie, salvo por mi misma. Tengo suerte de que padre no esté aquí, porque seguro que ya me hubiera subido sobre un caballo de camino a las afueras de la ciudad, con una carta en la mano donde diría que lo hace por mi bien, que lo hace para salvarme la vida. Todavía recuerdo los gritos que me dio el día que me encontró en esta biblioteca, descalza, con las manos llenas de tinta y haciendo letras que más bien eran garabatos sobre unos viejos pergaminos; dijo estar furioso porque esa tinta era muy cara y yo la había malgastado jugando, él no comprendía que yo lo que quería era escribir y que aún no sabía hacerlo tan bien como sus alumnos, pero en el fondo creo que lo que verdaderamente lo molestó es que yo estuviera ahí escondida, escribiendo en vez de permanecer en casa haciendo la comida para él. Pobre padre, es incapaz de entender que mi vida no sería nada sin esto, sin estas paredes, sin estas columnas, sin estos libros… ¿De qué me serviría huir? ¿De qué me serviría salir corriendo por la puerta de atrás, si lo único que amo está aquí dentro?
Ya escucho gritos afuera, alguien dice fuertemente: “¡Se acercan, se acercan!”, y la voz recorre los pasillos de la biblioteca como un alma en pena que busca donde cobijarse, parándose en los oídos de todos mis alumnos que aún están aquí dentro, que se encuentran a mi alrededor, temblando de miedo, mirándome fijamente esperando una señal, esperando que yo les diga que ya podemos irnos. Pero, en el fondo saben, que no les puedo decir eso. Lo saben, aunque esperan, lo saben. De todos modos, tengo que decirles algo, pero ¿qué? ¿Cómo saber lo último que mis labios pueden y deben decir? Está bien, respiro hondo y voy a intentar -como siempre- que mi alma me hable, que mi mis labios digan lo que mi mente quiere decir:
- – Bien, mis queridos niños, esta será nuestra última clase, la última lección que os doy como amiga, maestra, hermana y madre. Sabéis lo importante que sois para mi y es por eso que no quiero que os pase nada. Así que vamos, coged cada uno una obra -la que más os guste, la que más cerca esté de vuestras manos, aquella que por nada del mundo quisierais que se perdiera- y marchaos, salid corriendo por la puerta trasera, volved a vuestras casas con vuestra familia, con la gente que tanto os quiere. Pero yo no iré con vosotros mis chicos, no puedo huir de esto, no puedo correr, no puedo escapar de lo que soy… y si tengo que morir por aquello en lo que creo, caeré convertida en cenizas sobre el suelo al igual que todos estos manuscritos que están aquí. Os quiero mucho, habéis sido unos alumnos maravillosos, y espero que hayáis aprendido algo de lo que os querido transmitir. ¡Vamos, corred! Y contadle al mundo lo que ha pasado aquí, que todos se enteren de lo que han hecho los cristianos, de lo que van a hacer… No os olvidéis nunca de seguir vuestras ideas, aunque os arrojen piedras, aunque os duela; mientras no le hagáis daño a nadie, tendréis el derecho -como seres humanos que sois- a buscar la Verdad. Así que seguid luchando por la única razón que merece la pena: por enseñarle al mundo la Verdad, luchad por eso; porque la Verdad podrá soportar el fuego que esos cristianos prendan entre estas paredes. ¡Vamos, fuera de aquí, que nada os detenga, que nada ni nadie pare vuestros pasos, vuestras almas ni vuestras mentes!
Me doy la vuelta y finjo enfado para que no me sigan, pero lo cierto es que estoy llorando y no puedo seguir hablando, pero no es un llanto de tristeza, sino de rabia y de dolor por saber que es el fin de este enorme y único paraíso que alberga la historia que dejaron aquellos grandes hombres… ¿Cómo es posible que todo esto acabe aquí? ¿Qué será de todo lo que he enseñado a estos chicos? ¿Y de mis frases, qué serán de ellas? ¿Qué sera de mis ideas, de mis pensamientos? ¿A dónde irán?
Escondida tras una columna, observo como mis alumnos cogen a toda prisa algunos pergaminos, probablemente me hayan hecho caso y estén cogiendo los primeros que ven cerca de sus manos, sin saber de cuales se trata, sin saber quien fue el autor de dichas palabras. Todos salen corriendo, despavoridos, sin mirar atrás, como si huyeran del mismo diablo, como si un fuego corriera tras ellos y estuviera a punto de arrasarlos. Sin embargo, no veo a mi querido Sinesio por ningún lado, me preocupa que siga aquí dentro cuando entren los cristianos, es un chico muy inocente, muy bueno, que me dice en numerosas ocasiones que soy como su madre, y que nunca se olvidará de todo lo que le he enseñado; pero, ¿será eso cierto?
De repente, escucho un quejido que me es muy familiar; oh, ya lo veo, es Sinesio ¿pero que está haciendo? Me dirijo hacia él a toda prisa, el aire ondea hacia atrás el vuelo de mi quitón. Se encuentra de pie sobre un banquito y tira al suelo unos pergaminos que contienen fragmentos de obras platónicas, me froto los ojos porque no puedo creerlo, él sabe de sobra lo importante que son esas obras para mí, no entiendo porque las tira al suelo en vez de cogerlas y llevárselas consigo fuera de aquí. Le pregunto que hace y le grito muy enfadada pidiéndole que por favor se marche, entonces él da un salto y se posa justo al lado mía con muchas hojas de pergamino en sus manos, sé que son hojas escritas por él porque puedo reconocer su letra. Mira mis grandes ojos, y desde los míos observo en los suyos una tristeza inmensa hundida en el brillo de luz que entra en la biblioteca. Abre sus labios y me dice:
- – Mi amada profesora Hypatia, usted escoge por voluntad propia quedarse aquí dentro, y yo lo entiendo. Lo respeto. No puedo obligarla a salir, sé que eso usted jamás lo consentiría, así que tomaré su palabra, su última voluntad. Esto que llevo en mi mano es todo lo que necesito para contar la Verdad, son apuntes de todas las clases que usted nos ha dado, lo he guardado con mucho cuidado todos estos años; ahora los salvaré y le contaré al mundo lo que hizo, le hablaré a todo el mundo de la grandeza de su inteligencia, de las cosas que ha descubierto… De todo lo que ha hecho por nosotros. No dejaré que nadie se olvide de usted, no dejaré que borren las huellas de su vida al pasar por este efímero mundo. Gracias por todo.
Sus palabras nerviosas se entrecortan por las lágrimas que derraman sus negros ojos. Me coge la mano derecha, la acaricia y me la besa suavemente como si de una bella y delicada flor se tratase, de una peonía que con solo rozarla puede marchitarse y por eso hay que tratarla con tan sumo cuidado; siempre me ha gustado ese tipo de flor, mi madre me contó cuando yo era pequeña que sus pétalos eran utilizados por los antiguos sabios porque creían que podía curar las almas; “algún día tú serás como una peonía, mi niña”, me dijo en su lecho de muerte, mientras cerraba los ojos y me dirigía su última sonrisa. Puedo sentir los labios secos y rasposos de Sinesio sobre mi mano que aún sigue fría como el mármol, la suelta con la misma delicadeza con la que la cogió antes y se da la vuelta con la cabeza agachada, sin dirigirme la mirada. Siento un enorme vacío en mi interior y una gran tristeza por saber que nunca más se posarán en mí esos grandes ojos negros.
Veo como se marcha hasta la puerta trasera por donde han salido sus compañeros hace solo unos minutos, pero justo cuando pasa por el arco de salida, se para bruscamente como si algo le impidiera seguir avanzando, como si mi mano lo estuviera agarrando por la cintura pidiéndole que por favor me mire una vez más, solo una vez más. Puedo ver sus hombros y su brazos jadeantes por la ligera respiración, y entonces observo como se da media vuelta y me vuelve a mirar: de nuevo sus ojos negros como el abismo, caen sobre mi con una pesadez que casi puede aplastarme, esperando una señal. Asiento con la cabeza y le sonrío. Le digo gracias, pero no ha podido oírlo porque ya se ha ido.
Siento el aire frío, cargado de soledad que se posa sobre mi cuerpo diciéndome en voz baja que estoy sola y que estos serán mis últimos minutos aquí entre todos estos manuscritos que quedarán borrados para siempre de la historia. Un pequeño instante solo para los escritos y yo.
Oh, pobre de Beroso que hizo tanto esfuerzo por terminar su “Historia del mundo”, a pesar de lo mucho que le costaba comprar en el mercado tinta o los mejores pergaminos. Que tristeza siento por Sófocles que ha escrito más de cien obras con sus propias manos, a pesar del dolor, a pesar de todo… Pobres todos aquellos que quisieron gravar con un poco de tinta para siempre sus ideas sobre un papel, sus pensamientos, aquellos descubrimientos que hicieron y que quisieron regalárselo al mundo sin pedir nada a cambio. Porque no pidieron absolutamente nada a cambio, nada; y muchos de ellos recibieron un penoso trato, incluso algunos tuvieron que pagarlo con sus propias vidas. Platón seguro que diría que esto no es más que una afirmación de su teoría y que no debo tener miedo porque este mundo tan demoledor es solo las sombras del verdadero mundo que contiene las ideas; creo que es ahora cuando realmente entiendo su descabellada idea de decir que este mundo es solo una mentira y que el verdadero mundo es otro, ¿cómo iba a ser posible que un mundo donde obligaran al gran Sócrates morir envenenado por cicuta, fuera un mundo justo, un mundo real? ¿Cómo no afirmar que este mundo, donde unos seres imponen sus ideas a otros a base de fuerza y el asesinato, no es más que una mera sombra, una falsedad? Oh, sabio Platón, llevabas toda la razón cuando decías que teníamos que salir de esa cueva oscura donde nuestras cadenas nos impedían ver la Verdad. Todas sus obras están por aquí, justo donde Sinesio estaba buscando sus apuntes, junto a las obras de Aristóteles que tuvo la bondad de seguir los pasos de su gran maestro y seguir avanzando en esa búsqueda de la Verdad.
La Verdad… Y dentro de unas horas, nada quedará de todo eso, no habrá ningún rastro de sus vidas, de sus esfuerzos, ni de sus mentes, ni de sus manos… Solo quedará un bago recuerdo en la mente de aquellos que me escucharon contarlo, solo quedará aquellas palabras que mi querido Sinesio ha ido copiando en mi clases con tanto empeño, sin que ni siquiera fuera consciente de ello. Padre me lo advirtió, tal vez debí hacerle caso, pero él sabe que mi naturaleza es rebelde y que tengo que seguirme por aquello en lo que creo, por mis ideas, aunque vaya a morir por ello. Si madre estuviera viva, seguramente me tendría en casa cocinando o cosiendo ropa, porque eso era lo que ella siempre hacía con la mirada perdida, pero no lo está y -para bien o para mal- elegí ser esta Hypatia y no otra, con sus consecuencias, con su felicidad y su tristeza; elegí ser una peonía, elegí salvar almas como esa pequeña y delicada rosa de Alejandría.
Ahora si escucho entrar a numerosos hombres por la puerta principal, esa por la que yo misma entre cuando tenía solo doce años, a escondidas de papá, que hablaba con otros señores mientras yo recorría paso a paso cada pasillo de este mundo escondido para mí hasta entonces; aún recuerdo la sensación que tuve al tocar el primer pergamino en el que se podía leer “Fedón”, escrita por el mismísimo Platón, desconocido para mí hasta ese preciso instante en que empecé a leer sus líneas dejadas para siempre sobre ese papel, donde me hablaba a mí, me hablaba de la muerte de Sócrates, me hablaba del alma, me hablaba de la importancia de encontrar la Verdad… Y entonces supe, sin saber muy bien cómo, que este era mi sitio, que esto era mi destino.
Ahí están, frente a mi doce hombres que sujetan palos y piedras entre sus manos, llenos de furia, con unos ojos que no reflejan absolutamente nada, ni siquiera una pizca de luz, mirándome con un odio que no llego a comprender, un odio por ser lo que soy, una pagana, filósofa y mujer. Pero no estoy asustada, es más, diría que ellos tienen más miedo que yo. Corren hacía mi, pero yo sigo firme, quieta y fría como las estatuas de los viejos templos.
Platón, Aristóteles… a todos vosotros, filósofos… gracias por todo.
Hypatia es empujada al suelo con una enorme fuerza por algunos de esos hombres, tanto que su cabeza empieza a sangrar por un pequeño corte que se ha hecho al golpearse con el duro suelo, a lo mejor podrías ayudarla, solo tendrías que salir corriendo hacia donde está ella y hacerle frente a esos hombres. Espera, ¿está muerta? Sangra demasiado, mira sus cabellos rojizos, mira su pecho, parece que no se mueve, parece que el golpe ha sido demasiado fuerte.
No, tranquila, Hypatia aún sigue respirando y sus ojos están abiertos observando el techo, las paredes, los manuscritos; sin parar, sus pupilas se dirigen a un lado y hacia otro en el desesperado intento de guardar dentro de su mente para siempre las imágenes de esa biblioteca que tanto ama.
Uno de los hombres le está rasgando su quitón, la terminará dejando completamente desnuda, su piel blanca quedará descubierta ante las miradas sucias y llenas de impunidad de esos hombres. No puedes dejar que pase eso, aunque si Hypatia pudiera, ella misma se desnudaría ante las asquerosas manos de esos seres religiosos. ¡Vamos! ¿Qué te pasa? ¿Por qué no haces nada? Pero claro, qué puedes hacer tú, salvo quedarte mirando…
“¡Muéstrale tu cuerpo pecador a nuestro Dios!”, acaba de pronunciar el de la barba gris y larga. Oh, no puede ser, mira como la coge por sus largos cabellos y la saca arrastras de la biblioteca, mira el surco que deja su cuerpo por el suelo, como si estuviera mostrándote un camino, el mismo camino que ella recorrió la primera vez que entró en esa biblioteca cuando tenía solo doce años. ¡No puedes quedarte aquí, vamos! Tienes que salir de tu escondite, tal vez no puedes hacer nada contra esos hombres pero no puedes dejar a Hypatia sola, no puedes dejarla morir sola, no se lo merece.
Hypatia está siendo arrastrada por las numerosas calles de Alejandría, ante los ojos enmudecidos de todos aquellos que la conocen desde que es una niña, ante las miradas de amigos que saben de su condición de filósofa, ante ti. Su cuerpo está sangrando cada vez más por las heridas producidas por los golpes de las piedras que hay en el suelo y por las que algunos les están lanzando bajo el grito de “¡Muerte a los paganos!” o “¡Eso es lo que te mereces asquerosa mujer!”. Pero Hypatia no se queja en ningún momento, tampoco llora, está demasiado ocupada dejando pasar por su mente todas esas palabras que ha leído en tantos y tantos libros que la han llevado a ser quien es ahí, en ese instante: esa Hypatia que muere desangrada por creer que las cosas pueden ser diferentes.
Es el final del recorrido, mira al horizonte, como el sol se está escondiendo poco a poco, parece que el atardecer se está alargando más que nunca, como si el rey del cielo no quisiera dejar a oscuras a Hypatia. Pero su resistencia es en vano, el sol se terminará de ir y dará paso a la luz de millones de estrellas. Ahí está, una pila de troncos de madera y de paja que espera el cuerpo destrozado de Hypatia, que a pesar de todo, aún respira, pues un leve movimiento de su pecho indica que bajo esa piel hay un pequeño corazón que aún tiene fuerza para seguir latiendo. Hypatia aún tiene los ojos abiertos.
Ahora sí, el cielo está totalmente oscuro, aunque contenga numerosos puntitos de luz. Y bajo el testimonio de las estrellas en la lejanía, la mirada de esos hombres que la han sacado de la biblioteca, bajo la mirada de los espectadores que han ido a ver la escena sedientos de muerte y llenos de odio, bajo la presencia de Sinesio que está escondido entre la multitud temblando mientras aguanta en sus manos con fuerza unos pergaminos, bajo tu testimonio silencioso…, la piel y el alma de Hypatia terminan siendo cenizas entre las llamas. Mientras sus ojos, llenos de lágrimas, se quedan fijos mirando como a lo lejos hay una luz enorme producida por las llamas que arrasan su amada biblioteca, que terminarán convirtiendo en simples cenizas su vida, nuestra vida.
A pesar de todo, el corazón de Hypatia sigue latiendo, un pequeño y leve latido que recorrerá el mundo entero. Concéntrate, seguro que puedes oírlo. Cierra los ojos y olvídate del resto del mundo, verás como puedes oír el latido de su corazón. Boom, boom… Boom, boom… ¿Lo oyes? Ya queda poco, no dejes de oírlo. No pierdas ni un solo segundo. ¡Escúchalo! Boom, boom… Boom, boom… Boom, boom. Y, finalmente, mientras sonríe, Hypatia cierra sus grandes ojos y se queda dormida para siempre.
“Y si lo que le ocurre a un cuerpo no puede sobrevivir…
las palabras si pueden sobrevivir para contarlo”.
Judith Butler
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