VALLE DE LAS AGUAS LIMPIAS

La montaña es el lugar preferido de los dioses, Zeus y su corte habitaban en el Olimpo, Dios dictó las leyes en el Sinaí y Cristo también prefirió, para su transfiguración, la montaña al llano. Y uno no puede dejar de pensar, ¿por qué nos fascinan tanto? En realidad, ¿por qué nos fascina la naturaleza y al mismo tiempo la destruimos? ¿Por qué contemplamos con asombro y miedo la marejada quebrándose contra las rocas? ¿Por qué arriesgamos nuestras vidas escalando las montañas sólo para admirar su vista o nos aproximamos a las resbaladizas y húmedas rocas que enmarcan las cataratas sólo para quedarnos con la boca abierta?

No conozco la respuesta. Sólo sé que dejé el auto a las orillas de la presa de La Sarra y me adentré en los abruptos Pirineos. Me inundé de ellos, de la naturaleza y por enésima vez sentí ser una sola cosa con ella. Una sensación que siempre tengo al adentrarme en el monte y en ese momento sé que San Agustín tenía razón al afirmar que Dios es el mar y nosotros la esponja.

Las sendas de los Pirineos no son como las de mi comarca, no son anchas, ni arenosas; no son polvorientas, secas ni seguras. Son empinadas, estrechas, pedregosas, torrenciales, bañadas por diminutas cascadas que se deslizan por las perpendiculares paredes, que chocan contra las piedras y caen en lluvia pulverizada sobre tu cabeza. El agua se introduce por la camiseta, se ameran los vaqueros y el calzado se hace equilibrista en los charcos.

A tu costado, el barranco. Y una piedra cae en volteretas chocando con otras en un imprevisto alud de guijarros. Tus ojos los siguen y piensas que puedes ser tú mismo si te descuidas.

Recuerdas la primera vez que te internaste en los bosques pirenaicos. Hacía poco que tenías el carné, que  conducías el seiscientos, que te atreviste por las rutas forestales.

¿Recuerdas?

Sí. Fue el día que te enamoraste de estas montañas, el día que decidiste que tenías que volver. Y estudiaste su cultura. Te acuerdas de Ainsa, de San Juan de la Peña, de todos los monasterios y pueblos, ¿te acuerdas de Echo? Allí conociste los poemas de D. Veremundo Méndez. ¿Y de la tormenta de Candanchú? El seiscientos era un bergantín al merced del oleaje.

Ahora es el momento de sentirlas y te internas en el valle siguiendo el camino oscurecido por los árboles, roto por los torrentes, bordeando el río, muchos metros abajo, que cae en rápidos y cascadas, en remansos y remolinos. Llega un momento en que las montañas cierran el valle y te ves obligado a ascender. El río corre en angostas gargantas. Ya no encuentras tierra bajo tus pies sino piedras pulimentadas por la erosión, resquebrajadas por las heleras, ya los árboles no lo entunan, ya el sol cae a plomo y piensas que qué pasaría si se levantase el viento, si soplase en ciercera. Luego rechazas este pensamiento, te detienes y admiras el paisaje, hermoso, salvaje. Ignoras a las víctimas que se han llevado las montañas. Algún día hay que morir, piensas neciamente porque no te gustaría acabar así, pero no puedes retroceder, no quieres. Las montañas te dominan ya.

Tienes sed y bebes de los regallos que caen de las cumbres y notas su sabor frío de nieve, de agua limpia y pura. Te recuerda un poco la de tu comarca, no la del grifo, estropeada por la civilización sino que la encuentras por los caminos, la que extraes de los pozos con el chupón. Ésta es mejor, piensas, no ha tenido tiempo a estancarse.

Te gustaría ser poeta para decir en bellos versos los sentimientos que afloran en ti, lo que te dicen las montañas, pero no lo eres y sólo acuden a tu boca torpes vocablos. Así que callas y dejas de pensar. Te sientas un momento y te evades gozando sólo de las sensaciones, de lo que la brisa dice a tu inconsciente, el agua a tus oídos, las rocas a tu tacto, el bosque a tu olfato, la montaña a tu ser. Recuerdas de nuevo las palabras de San Agustín y encuentras aquí lo que muchos buscan en las iglesias y catedrales, ¿existe un templo mejor que la propia creación? Sí, te evades, sientes que sales de ti y entras en comunión con las montañas y cuando regresas crees que han transcurrido horas y te asombras al ver que sólo han sido unos minutos.

Al fin, la presa de Respomuso. Encuentras la ermita cerrada, con una antena de televisión en el tejado. Te acercas al refugio cercano y te estremeces al ver varias ventanas rotas, las paredes estropeadas,  aquí ha estado…, el hombre, te dices mientras recorres las habitaciones viendo los escombros, los somieres rotos, los colchones destrozados, la cocina de carbón…

Sales al exterior. Más allá ves otros dos refugios, pero no te aproximas, no quieres más disgustos, no quieres ver estropeado el día.

Miras el reloj. Hora de regresar.

 

 

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