El funambulista

El funambulista no temía la caída. Había perdido el equilibrio muchas veces antes. Un ruido extraño, un destello cegador o una brisa imperceptible le habían derribado en numerosas ocasiones. Especialmente las primeras veces que se subía a esa cuerda. Recuerda la primera vez que sus pies rozaron el alambre, frío y áspero.

Tenía 12 años. Una chispa viajó desde la planta del pie derecho, siempre empezaba con el pie derecho, hasta el último pelo de la cabeza. En su pecho la emoción, el miedo y la valentía se mezclaban en un palpitar continuo y acelerado. Las manos sudorosas agarraban con fuerza la vara que le ayudaría a mantener el equilibrio. A mitad de camino, algo le desconcentró y estuvo a un suspiro de caer a la red. Mientras se tambaleaba escuchó la voz de su entrenadora. Firme y contundente como de costumbre, pero llena de cariño. Pronunció las palabras exactas para ayudarle a mantenerse sobre la cuerda floja y seguir avanzando. Esa fue la primera vez que consiguió superar el reto.

El funambulista no temía la caída. Después de tantos años practicando esa disciplina, su cuerpo era capaz de adquirir la postura perfecta durante el vuelo para que la red no se clavara en sus vértebras. Recuerda especialmente una herida en el pecho, provocada por la misma red que le salvó de un desenlace peor.

Tenía 22 años. Fue durante una de las actuaciones más largas de su carrera hasta el momento. El alambre medía varios metros más de los que estaba acostumbrado a recorrer. Los primeros pasos sobre la cuerda fueron firmes y seguros. A medida que avanzaba, sus fuerzas flaquearon y unas voces en su cabeza le persuadían a tirarse al vacío. El público jaleaba, sus compañeros del circo le animaban a continuar. Y entre todo ese gentío, la voz de su entrenadora sobresalió una vez más: “A veces luchamos por aguantar en la cuerda floja por miedo a la caída, cuando lo mejor es aprender a caer y volver a subirse al alambre”- dijo su entrenadora con su voz segura y conciliadora. Y entonces, dejó que el equilibrio abandonara su cuerpo y que la red le recogiera entre sus brazos fríos y duros. La herida física fue grave, pero recuperable. La herida interior fue más difícil de curar. Únicamente su entrenadora consiguió que se sacudiera el miedo para volver a surcar las alturas por ese alambre.

El funambulista no temía la caída. La red era en la que había caído tantas y tantas veces. La vara que le aportaba confianza más que equilibrio, era la misma con la que llevaba entrenando desde pequeño. La altura del alambre no había variado ni un milímetro. Y sin embargo, algo cambió desde aquella actuación.

Tenía 32 años. Una actuación rutinaria para un grupo escolar que venía de visita. Los niños gritaban emocionados por las bromas de los payasos, las acrobacias de los leones y el azúcar corriendo por sus torrentes sanguíneos. El funambulista se preparó, salió a escena y empezó su número por la cuerda floja. Un presentimiento le advirtió que algo no marchaba bien. Sintió un ligero mareo y notó como poco a poco perdía el equilibrio. El público alterado, empezó a gritar con más intensidad. Sus compañeros de escenario se miraban incrédulos sin saber bien qué le ocurría al funambulista. No supo cómo, pero las fuerzas por llegar al final del alambre surgieron como un ave fénix y consiguió terminar su espectáculo. Cuando bajó las escaleras de la viga que sostenía el final de la cuerda, estaban esperándole todos sus compañeros para felicitarle. Para todos ellos había sido una actuación como otra cualquiera, salvada en el último instante por las increíbles habilidades de su gran equilibrista. Para él, ese espectáculo había supuesto un punto y a parte en su carrera profesional.

El funambulista no teme la caída. Desde esa actuación, el funambulista teme que la voz de su entrenadora se apague para siempre y que tenga que enfrentarse él solo, a los desequilibrios en las próximas actuaciones.

A.Meitner
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