Rehén

¿Me podría decir la hora?- me dice, en un susurro el hombrecito de los ojos redondos. Apenas mueve los labios, sin dejar de mirar hacia la puerta, cuidando no ser visto. Le respondo-también en un susurro, tampoco yo quiero ser visto- que no llevo reloj. El hombrecito me mira un poco desilusionado, e intenta la misma pregunta con la mujer que está sentada junto a mí. Me pregunto de qué servirá saber la hora en estas circunstancias. Qué más da si son las ocho, las nueve o las diez (yo diría que son las nueve y media) si nuestro tiempo ya no nos pertenece (aunque nunca nos haya pertenecido realmente), sino que depende de lo que estos hombres dispongan.

-Nueve y veinticinco- responde la mujer. El hombrecito respira satisfecho.

A esta hora ya tendría que haberme encontrado con Martina para terminar el práctico. Si vio los noticieros de seguro estaré disculpado. Claro que no tiene por qué saber que yo estoy acá. Ni yo mismo esperaba estarlo. Además Martina no mira noticieros. Me lo dijo una vez. No sé qué historia con la manipulación de los medios masivos. No estaba prestándole atención, a decir verdad. Por momentos su verborragia me agobia. Seguro se va a enojar. Odia la impuntualidad. Cuando salga lo primero que voy a hacer es ir a buscarla para aclarar las cosas. Si salgo de acá, claro está. Aunque no veo por qué no habría de salir. Vienen soltando rehenes en intervalos de media hora. De los casi treinta que éramos al principio, sólo quedamos cuatro.

El bebé está puchereando otra vez. Su joven madre trata de tranquilizarlo, pero el llanto se desata impetuosamente. Llora largos minutos hasta anegarse en sus lágrimas. La joven está visiblemente nerviosa. Supongo que teme, como yo, como todos creo, que el llanto incesante impaciente a los ladrones. De hecho, a mí me impacienta. Escupe el chupete. No hay forma de calmarlo.

El “jefe” interrumpe la negociación con la policía por un minuto. Desenfunda el revolver y se acerca a la madre. Ella solloza. El bebé no deja de llorar. Apoya el arma sobre su cabeza. La joven cierra los ojos. Madre e hijo son ahora un mar de lágrimas.

-Levantate- la joven obedece inmediatamente- Te vas. Vos y el pendejo. Dale. Dejá de llorar-la arrastra de un brazo hasta la salida.

Quedamos tres. No estoy nervioso. No sé por qué, pero me siento tranquilo. Creo que porque presiento que ya queda poco para que todo esto termine.

……..

Han transcurrido unos minutos infinitos desde que mamá e hijo se fueron. El hombrecito preguntó la hora por lo menos cinco veces más. Es el gerente, me dijo. Y está asustado.

Parece que el asunto se complica- murmura la mujer a mi lado. La miro. No me mira. No mira a nadie. Tiene los ojos puestos en un punto cualquiera, en el horizonte. En sus manos tiene una factura de algún servicio, que está cortando en pedacitos, muy pequeños, con sus dedos. Lo estuvo haciendo por horas, muy lentamente. Hay un montón de ellos sobre su falda. El hombrecito la mira con horror por lo que ha dicho. Una gota gorda de sudor que nace en la sien derecha recorre su rostro desencajado.

Desde donde estamos no se puede oír lo que dicen nuestros captores, ni lo que acuerdan con la policía. Están alterados. Especialmente el “jefe”. Pareciera que algo salió mal. Se toma la cabeza con ambas manos y profiere un insulto a uno de sus cómplices, al que se refieren como “el Negro”. El tercer hombre, bajo y regordete, que se apoda Cucho camina hacia nosotros. Atrás vienen los otros dos. Nos vamos con ellos, nos dice. Nos usarán de escudo humano, así que “a no hacerse los vivos” y colaborar, si queremos salir con vida de esto. El hombrecito, me doy cuenta, está muy perturbado.

– Vos venís conmigo- le dice “el jefe”, tomándolo bruscamente del brazo.

A punta de pistola nos paramos para irnos. Vamos a salir por la puerta principal. Hay un Renault esperando afuera listo para salir. Atravieso el salón caminando con un arma apoyada en mi espalda. En la misma situación está la mujer de los papelitos. Tres metros más adelante va “el jefe” llevando a empujones al hombrecito.

Pienso que si Martina estuviera en mi lugar seguramente estaría histérica. Sí, muy histérica. Porque hay dos cosas en que nadie puede ganarle, su histeria y su soberbia, esa que la hace regodearse cada vez que saca diez frente a nosotros, pobres y mediocres seres. Cómo me irrita esa mujer. Tengo que dejar de pensar en ella.

A dos metros de la puerta, que no permite ver el exterior porque los ladrones se han encargado de cubrirla, en una maniobra imbécil el gerente intenta sacarle el arma al jefe, a quien toma desprevenido. Casi lo logra. Una bala proveniente del arma del Negro le destroza la cabeza. Su sangre me salpica el rostro. Ahora sí tengo miedo. Pánico. Maldigo el impulso de responsabilidad que me hizo venir a pagar las expensas antes de que vencieran. Observo el cuerpo inerte del hombrecito. Siento náuseas. Se me aflojan las piernas. Creo que voy a desmayarme. La mujer rompe a llorar convulsivamente.

El jefe mira al Negro con odio. Sólo atina a decir “Mierda”. Desde afuera escucho por primera vez la voz del negociador. Se escuchó el disparo, dice. Si no salimos ya, van a entrar. Pasamos junto al cadáver del hombrecito. Cucho me arrastra porque mis piernas no me responden.

El jefe nos espera en la entrada. Su secuaz me empuja hacia él y éste me toma el cuello con su brazo por atrás. Apoya su arma en mi sien. “No intentes nada estúpido porque vas a terminar como aquél” me dice al oído. Yo no pienso en moverme. No pienso en nada. Salimos. Lo primero que veo es una veintena de policías apostados detrás de los patrulleros, todos apuntando hacia nosotros. Atrás salen el Negro con la mujer de escudo, y Cucho desarmado, con los brazos en alto.

-¿Dónde está el otro rehén?-pregunta el negociador.

-Ahora nos van a dejar ir-dice el jefe-Nos subimos al auto y nos vamos o estos dos son boleta.

-¿Qué pasó con el otro re…?-insiste el negociador, pero no puede terminar la frase: uno de los policías le ha disparado a Cucho, que cae sentado rompiendo la puerta de vidrio. El jefe y yo nos damos vuelta. Lo veo. Está sangrando por la boca. Tiembla un instante y cae fulminado.

«Hijos de puta» escucho decir al jefe. La mano que porta el arma tiembla ligeramente. «Yo les dije…» dice y le sigue un estruendo ensordecedor.

Dios, ojalá le hubiera dicho a Martina lo mucho que me gusta…

 

Florencia
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5 Comentarios

  1. Flor dice:

    Bueno no está muy pensado, y probablemente tenga varias cosas para corregir, aparte de que quedó un poco largo, pero tenía ganas de postear algo acá…

  2. Flor dice:

    Emm, y no sé qué género ponerle…¿Policíaco le va bien? :S

  3. Flor dice:

    Ajj, ahora lo odio

  4. champinon dice:

    Policiaco esta bien, aventura suspense…

  5. Lascivo dice:

    me encantó! He vivido en mis propias carnes, mientras leía, todo lo que pasaba en ese banco. Me has transmitido todas las sensaciones del prota. Me gusta, me gusta.
    No escribes mucho aquí, Flor, pero cuando lo haces, nos dejas con la boca abierta. Un aplauso de mi parte.

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