Mecánico
- publicado el 23/05/2010
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Crisálida de Ceniza (5)
No le comuniqué ésto a nadie. Que Blanca siguiese viva era asunto mío. Si el resto querían creer que había fallecido era su problema, para ellos sería parte del pasado, para mí no. Pero no dejaba de oscilar, entre el arrastre de la tragedia generalizada y la fragilidad de mi descubrimiento. Durante los días posteriores frecuentemente decaía mi convicción y me hallaba en la duda de si Blanca estaba o nó. Sin embargo la notaba ocupando una parte del mundo. Podía sentir como respiraba en otro punto de la ciudad, como recorría las calles desde su hogar desconocido hasta el parque. Ella no deseaba ver a sus padres, que tan mal la habían tratado, ni a sus mejores amigos por muy tristes que estuviesen o mucho que los echase de menos. Tenía que alejarse de su vida anterior. Ella misma me había dicho en repetidas ocasiones:
-Me gustaría tener la fuerza de dejar a mi familia, a mis amigos y empezar de cero en cualquier otro lugar-
Podía rebobinar y reproducir infinitas veces esa frase de timbre gastado, de ensueño, ahora hecho realidad. Había vuelto porque su coraje no era tanto como para hacer un corte limpio. Desgarró su mundo y algunas fibras la unían todavía con su pasado, conmigo. Por eso estaba aquí. Por eso se había comunicado conmigo, ya que sabía que yo iría a aquel lugar, y entendería su mensaje, y el porqué de que fuese así. No iba a asustarla. No iba a provocar por segunda vez su desvanecimiento. Otra mañana (por las tardes tenía clase) acudí a la corteza, y con un bolígrafo azul dibujé una cometa y unas nubes, como las que aparecían en un cuadro suyo que tenía colgado en su cuarto junto con un texto muy bonito. No entcontré nada los siguientes días que regresé. Se apoderó de mí una sensación agobiante, llenándose mi bañera con un cubo más de agua gélida a cada paseo que hacía hasta nuestra pizarra vegetal vacía, sin respuesta. Por fin, cuando mis sueños llegaron a ser pesadillas, ella me habló. Me acercaba por el camino al álamo, ya casi limpio de amarillo, y a cierta distancia aprecié unos renglones bajo mi cometa y mis nubes. Corrí. Me arrodillé, sonreí y leí vidriosa:
Las nubes nos quieren narrar su viaje para enseñarnos. Giran, se estiran, se apelmazan pero no se rompen. La cometa nos lo cuenta. Su consejo es que no nos quebremos, que flotemos, y lloremos como ellas, pero nunca nos rompamos, aunque sea posible agotarse un poco.
Su letra había sufrido un cambio, un cambio vital, esencial para ser diferente, inevitablemente reciclada al igual que lo demás. Era lo mismo que había escrito al lado de su cuadro. Abracé la superficie tibia de rugosidades alternadas con papel suave. Percibí su muñeca apoyada, y el bolígrafo regalando su tinta. Mi mejilla posada sobre las palabras fue la puerta de una corriente que desembocó en mis nervios. El retorno a casa lo hice embriagada. Más tarde se me ocurrió que era el momento de vernos. No era precipitado a esas alturas. Ella me había respondido con contundente elocuencia y no iba a desatender su invitación. Ese día no tuve tiempo de ir, puesto que se me hizo tarde y tenía clase, de las que salí muy tarde. No tenía sentido garabatear al tuntún sin luz suficiente. A la mañana siguiente me presenté allí antes incluso de que los jubilados conquistasen la vida matutina del barrio. La temperatura era baja, dos grados según el termómetro de la farmacia, y había dormido pocas horas, pero no estaba aterida ni cansada. Con una decisión implacable alcancé el pie del árbol y marqué mi nota de claridad meridiana:
Ha llegado el momento de vernos. El domingo a las doce del mediodía te estaré esperando. Quiero abrazarte.
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