En Vías de Putrefacción #9
- publicado el 04/09/2008
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La casa embrujada
Nota del autor
Los acontecimientos narrados en el presente relato se desarrollan en una de las islas pertenecientes al Archipiélago Canario. Asimismo, los principales personajes son autóctonos de esa zona geográfica y, aunque en todo momento he tratado de evitar expresiones típicas del lugar, lo que no puedo obviar —por tratarse de una particularidad muy acusada en la expresión oral y escrita—, concierne a la sustitución de la segunda persona del plural «vosotros», por la tercera «ustedes».
Dicha característica se produce con independencia del nivel cultural y grado de amistad que poseas. De ahí que todos los protagonistas utilicen ese giro idiomático cuando emplean, exclusivamente, la segunda persona del plural.
En consecuencia, me he permitido la licencia de incluir esta singularidad porque, de no hacerlo así, los diálogos resultarían poco creíbles.
La llegada
Isla de Fuerteventura
Julio de 1981
El sol castigaba de forma implacable la vasta extensión de basalto, tierra y arena.
Situada en un pequeño promontorio, la ardilla avisó al resto de sus compañeras del inminente ataque que, desde el aire, iniciaba el cernícalo. Raudas, corrieron a ocultarse en diminutas madrigueras, pero la acometida de la rapaz fue rápida y contundente; sus garras arrebataron el último hálito de vida del pequeño roedor y, sin pérdida de tiempo, el ave remontó el vuelo.
Este incidente no pasó inadvertido para el grupo de jóvenes ociosos apostados ante la puerta del bar El Único.
—Vaya con el bicho —dijo uno de ellos mientras se rascaba la oreja—. Varios como ese y se acaba la plaga de ardillas en menos de lo que canta un gallo.
—Tienes razón. Pero al tío que se le ocurrió soltar algunas de ellas en la isla…, lo deberían colgar por las pelotas —afirmó otro, después de beber un largo trago de cerveza.
Cuando sus camaradas aplaudieron tan «sabias palabras», Margarito, alias Sacohuesos, experimentó un orgullo mal reprimido; apoyó en la acera unas manos sarmentosas y, despatarrado, dejó vagar la vista por la hilera de robustas casas enclavadas a ambos lados de la carretera.
Los frenos de un destartalado Peugeot 404 gimieron cuando este se detuvo a escasos cien metros de los tertulianos. Tres adolescentes —de entre dieciséis y diecisiete años— bajaron con rapidez del viejo taxi; recogieron sus mochilas y guitarras del maletero mientras que un cuarto amigo —sostenido por muletas— pagaba el importe de la carrera. Seguidamente, el automóvil desapareció entre una densa nube de humo.
—Menuda pinta de bujarrones llevan esos cuatro —dijo, envalentonado, Sacohuesos.
—¿Te has fijado en las melenas de aquellos dos? Rubias y rizadas. Seguro que vienen de Gran Canaria. Huelen a tipos de ciudad —añadió su compadre.
—¡Maricas de mierda! —sentenció el primero a la vez que escupía con desprecio.
Aquella acción no pasó desapercibida para Adrián; durante unos segundos observó detenidamente al que parecía el cabecilla de la improvisada banda.
—¿Qué sucede, Adrián? —preguntó Eduardo.
—Parece ser que hemos llegado a un lugar sacado de las películas de Clint Eastwood y…, fíjate bien en el esmirriado —comentó sin apartar la mirada de los parroquianos—, si le diera el sol en la espalda obtendríamos una radiografía y el muy gilipollas se cree Rambo.
—Ahora que lo mencionas…, casi todos «disfrutan» de una sola ceja que les abarca toda la frente —dijo Tonono—. Seguro que sus padres son primos o hermanos…
En ese mismo instante, Sacohuesos se levantó con parsimonia, se llevó su mano derecha a la entrepierna y comenzó a sacudir sus testículos arriba y abajo como si quisiera obtener música al hacerlos entrechocar. Todo ello sin dejar de mirar a los recién llegados y coreado por sus colegas de «trabajo».
La descarga de adrenalina provocó que el corazón de Adrián palpitara con fuerza, que sus músculos se tensaran y que, sin darse cuenta, hiperventilara. La naturaleza lo preparaba para lo peor…
Inmediatamente, Eduardo y Tonono se colocaron a su altura como medida de protección y dispuestos a no rehuir la pelea, tal y como habían hecho siempre ante situaciones similares. En el barrio donde se criaron, por cualquier minucia, te partían la cara si no sabías defenderte y ellos aprobaron el curso con sobresaliente, en especial Tonono, el cual manejaba las muletas como si fueran extensiones de su cuerpo.
—¡Hoy va a llover! —gritó Adrián en dirección a Sacohuesos.
El interpelado miró al cielo sin comprender.
—¿Eres imbécil? ¿No ves que no hay ni una asquerosa nube bajo el sol?
—No lo entiendes, pedazo de carne con ojos. Lo que va a caer no es agua, sino hostias por un tubo en tu cara de borrachuzo asqueroso.
La respuesta cogió desprevenidos a los «socios» del bar; hasta ese momento nadie les había rechistado cuando intentaban divertirse a costa de los que consideraban más débiles.
Durante un breve lapso de tiempo, se miraron los unos a los otros preguntándose si lo que habían oído era cierto o, por el contrario, se había tratado de un espejismo sónico.
—Acabamos de llegar y no quiero meterme en problemas —advirtió Juan. Se había quedado rezagado y no quería enfrentarse a los matones del pueblo.
—Nos han llamado maricas y, encima, ese esqueleto andante se ha sobado los huevos ante nuestras narices. —Adrián lo miraba perplejo—. ¿Lo dejamos pasar así, sin más?
—Juan, ¿por qué no haces algo que merezca la pena y les pides que me presenten a alguna de sus hermanas? Podrán comprobar lo marica que soy —terció Tonono.
—No te lo recomendaría. Es posible que tengan sus mismas jetas —manifestó Eduardo mientras sonreía.
—¡Coño!, entonces prefiero «machacármela» con dos piedras. Que les den por el culo a esos follacabras.
—¡Vale ya de groserías! —le espetó Juan.
—¡Qué fino te has vuelto! —Sonrió Tonono—. ¿Será por el decorado? Por si no te has fijado bien, aquí solo hay piedrolos, aulagas y cabras. Tías no he visto, por lo que es seguro que se benefician a los pobres bichos. —Observó que Sacohuesos y sus colegas se aproximaban con cara de pocos amigos y advirtió—: ¡Ahí vienen!, comienza el espectáculo.
—¡Margarito! —tronó, de repente, una voz de mujer.
El cuerpo de Sacohuesos fue recorrido por una descarga eléctrica dejándolo petrificado. Al girar la cabeza, todos pudieron ver a una anciana vestida completamente de negro, facciones marcadas por los años y el sufrimiento y, al mismo tiempo, una fiera determinación en sus ojos marrones, la cual no admitía discusión.
—¿Ya estás como siempre? —preguntó con enfado—. Deja en paz a esos chicos y vamos para casa. Tenemos trabajo que terminar. ¿Me has escuchado?
—Sí, mamá. —Margarito agachó la cabeza, dio media vuelta y se encaminó en dirección a la señora.
Sin articular palabra, los cómplices también se dispersaron.
—Menudo recibimiento —dijo Adrián—. Al final, resulta que los que parecen más chulos se cagan en los pantalones ante la presencia de sus madres.
—A eso se le llama «respeto» —opinó Juan.
—Ya…, respeto de la «vieja escuela». ¿También sentías «respeto» cuando nos dejaste solos ante esos cabrones? —Adrián miró a Juan con dureza.
—Please, relax. Será mejor que pasemos del tema y entremos en casa. Venga, por favor —propuso Eduardo.
—Ok, colega. —Tonono guiñó un ojo—. Llevamos tanto tiempo de pie, que ya «no siento las piernas».
Los demás rieron la ocurrencia y el ambiente se distendió; Tonono, desde los tres años y por cortesía de la poliomielitis, había perdido la sensibilidad de cintura para abajo. No obstante, siempre había algún tonto del culo que le preguntaba si su invalidez era «total». Él solía responder de forma descarada: «La polla, gracias a Dios, me funciona a la perfección».
La estancia
Juan giró la llave y empujó la puerta principal. Entraron y, cuando se acostumbraron a la penumbra, vieron una sala rectangular con humedades y desconchados en las paredes, cal en el suelo, alguna telaraña y varias cucarachas que corrieron a ocultarse con rapidez. En realidad, el paso del tiempo y el abandono habían castigado con saña a la construcción.
Alrededor del salón, cinco huecos sin puertas daban acceso a las diferentes habitaciones; una mesa y cuatro sillas de mimbre conformaban el único mobiliario del recinto.
—Joder, Juan. Dijiste que la casa llevaba tiempo sin habitar, pero está hecha una auténtica mierda —comentó Adrián.
—El sitio ideal para pegarme una hostia con las putas muletas y dejar los piños esparcidos. Solo con mirar el suelo me resbalo, imagínate si intento dar un paso —dijo Tonono.
—Es una casa muy antigua —explicó Juan—. Mis abuelos fueron los últimos que vivieron en ella. Según me contaron mis viejos, aquí pasaron toda su vida y aquí la palmaron. Desde entonces nadie la ha habitado. Así que un poco de respeto y…, ¡basta ya de palabrotas!
—Ya, colega, pero esto parece que se viene abajo si sueltas un simple eructo —observó Eduardo.
—Si existen dudas, hagamos una pequeña prueba… —Tonono cerró los ojos, se concentró y, acto seguido, emitió un profundo, largo y generoso eructo.
Cuando finalizó la reverberación del regüeldo, añadió con cara de niño travieso:
—Pues no se cae. Parece que aguanta bien.
—¡La leche! ¿Estás seguro de no haber echado el alma por la boca? —ironizó Adrián.
—Mira que eres guarro. —Eduardo gesticuló como si espantara moscas—. Has dejado esto apestando a chorizo de Teror.
—Ya me lo agradecerás esta noche cuando tengas ganas de papear —dijo Tonono.
—¿Trajiste chorizo de Teror?
—Pues claro. En Fuerteventura seguro que no saben ni lo que es. Y menos en este put…, perdón, precioso pueblo en medio de la nada y cuyo nombre solo conoce Juan.
—Tiscamanita. Ya lo he repetido mil veces —terció el aludido.
—Tranqui, no te mosquees. Tendrás que estar de acuerdo en que el nombre es, como mínimo, difícil de recordar. —Adrián intentó apaciguar los ánimos—. De todas formas, debemos tener en cuenta que, para Juan, estamos ante una especie de panteón familiar. Sus antepasados, desde que Jean de Bethencourt conquistó la isla, se lo han currado sin salir de aquí, ¿cierto?
—Me contaron que desciendo directamente de los últimos guanches libres —aclaró Juan.
—Y yo de los extraterrestres. No te jode. —Tonono consultó su reloj y añadió—: Dentro de poco me recogen en un platillo volante. ¿Quién se quiere dar un rulo por el espacio?
Como accionado por un resorte, Juan mostró su puño derecho con el dedo medio totalmente extendido.
—¿Por qué no te subes aquí y pedaleas hasta Marruecos? —le propuso a Tonono.
«¡Vaya par de capullos!», pensó Adrián. Dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia donde se encontraba Eduardo.
—Será mejor que limpiemos esto antes de que se haga de noche —dijo Adrián.
—En esta habitación será imposible. Hay un agujero que te cagas en el techo y las vigas se hallan casi todas en el suelo.
—Pues no perdamos el tiempo y miremos en las demás. Por favor, avisa a esos dos.
Adrián palpaba la pared de otro de los cuartos cuando, a su espalda, oyó la voz de Juan:
—¿Qué buscas?
—¡Mierda! ¡Qué susto me has dado! —respondió Adrián—. Intento encontrar el puñetero interruptor. ¿No ves que la habitación está más oscura que mi ojete?
—No lo vas a encontrar. Todavía no ha llegado la electricidad a Tiscamanita.
—¡No jodas! Estamos en 1981, en pleno siglo xx, y me dices que no tenemos luz. Entonces, ¿cómo narices se lo montan en el pueblo?
—Con motores de gasolina. Ya los oirás cuando se haga de noche.
—Me cago en la puta, Juan. —Se desesperó Tonono—. ¿Y lo dices ahora?
—No se preocupen —dijo Eduardo—. Hemos traído velas. El colega aquí presente me lo comentó antes de viajar y las tenemos de varios tamaños.
—Pues enciende una, por favor. —Eduardo rebuscó en su mochila, prendió la mecha de la primera vela que encontró y, todos juntos, accedieron a la habitación.
—Vaya, si está amueblada —comentó Adrián—. Cama de matrimonio, mesitas de noche, un armario y…, hasta fotos antiguas. —Las observó con atención y preguntó—: ¿Quiénes son?
—Mis abuelos —dijo Juan—. Si te fijas bien, la abuela tiene un ojo de cristal. De pequeño me daba miedo mirarla. Además, uno de mis tíos mencionó que el portarretratos se movía solo. Nunca más volvió a pisar esta casa.
—No me extraña. —Adrián lo miraba divertido—. Seguro que se sentía culpable por algo que hizo en vida de sus padres y que quedó por resolver antes de la muerte de éstos. Si añades las supersticiones que pululan por aquí sobre luces extrañas, brujas, voces y apariciones, tenemos un cóctel explosivo. En especial, si crees en ello.
—Asombroso, Adrián —observó Tonono—. ¿Alguna vez te has planteado que posees la ilusión de un niño encerrado en un cuerpo de hombre, pero con la sabiduría de un anciano?
—Pues no. Tan solo trato de razonar de la forma más objetiva posible…
—¡Su puta madre! —exclamó Eduardo—. Que susto me ha pegado la jodida muñeca.
—¿Qué muñeca? —preguntó Tonono.
—Esa que está sobre el armario.
—Parece muy antigua —manifestó Adrián—. Fíjate en su tamaño. Se asemeja a una niña de verdad. La cara, las manos y las piernas son de cerámica. ¿Nos sigue con la mirada o son tonterías mías?
—¿Ya estás con chorradas tipo Erich von Däniken? —preguntó Tonono.
—Lo siento, pero yo no me quedo a dormir en esta habitación ni aunque me corten un huevo —sentenció Eduardo—. Noto vibraciones bastante chungas con la muñeca, la vieja y su ojo de cristal.
—Yo también las noto —dijo Juan—. ¿Qué opinas, Tonono?
—Por si acaso, será mejor que busquemos otro sitio y durmamos todos juntos.
La marcha
Invirtieron el resto de la tarde en adecentar la vivienda. Sobre el suelo de la habitación elegida como dormitorio comunal extendieron una serie de esterillas. Después, desplegaron los sacos de dormir y situaron, de forma estratégica, velas aromáticas.
—¡All in all you’re just another brick in the wall! —Acompañados de guitarras acústicas, Adrián y Tonono corearon a dúo la última estrofa del tema.
—¡Qué guapa la canción de Pink Floyd! —dijo Tonono.
—Another brick in the wall es una pasada. En realidad, todo el disco impresiona y engancha de verdad —opinó Adrián.
—Sería cojonudo tener una Strato como la de David Gilmour, ¿no crees?
—Daría igual. La pachanga es lo que mola por aquí. No salen del «bum, bum, bum» y en la Península los Chunguitos barren en las listas de éxitos junto a los plastas folclóricos de siempre.
—Joder, es verdad —asintió Tonono—. Menuda diferencia si lo comparamos con The Police; Pink Floyd; Alan Parsons; Supertramp; AC/DC…
—No sigas. No hay color. ¿Nos hacemos un peta para inspirarnos?
—Ok, pero esta vez voy a mezclar «chocolate» con «hierba». «Ropavieja» de máxima calidad.
—Haz el canuto como el que se fumaba Bob Marley en el LP Catch a fire —propuso Adrián—. Pero vamos a esperar a que vuelvan Eduardo y Juan, porque si no nos vamos a coger un «englobe del quince».
—¿Sabes dónde están esos dos?
—Creo que fueron a cargarse las cucarachas que vimos en el cuarto de baño.
—¿Te fijaste en cómo se comían el jabón las muy cabronas? ¡Qué asco!
—Enciende el porro y verás como aparecen sobre la marcha. —Adrián sonrió.
El penetrante aroma a «incienso» provocó que Eduardo se materializara como por arte de magia.
—Vaya tufo a «hierba» —dijo—. No me extraña…, más que un canuto parece una trompeta.
—Calla y fuma —comentó Tonono mientras le pasaba el porro.
Los tres amigos compartieron el «cigarro» como buenos hermanos y, al cabo de un rato, se desternillaban de risa por cualquier tontería que pasaba por sus mentes. Apoyado en la jamba, Juan los contempló sin salir de su asombro.
—Qué pinta de gilipollas tienen todos. ¿De qué se ríen?
—De la cara de pajeado que tienes —dijo Tonono mientras se agarraba la barriga.
—Seguro que se la ha «cascado» con el Penthouse que trajo —comentó Adrián—. Mira los callos de las manos.
—Me han salido de trabajar en las plataneras. No como ustedes que son unos pijos estudiantes.
—Y una mierda —manifestó Tonono—. Eres, para que lo entiendas, ambidiestro. Te la «cascas» con las dos manos. Por eso tienes callos en ambas.
—Al cambiar de mano, el muy capullo se imagina que es una amante distinta —dijo Adrián.
—Vale peña, ya está bien. Si todos nos la «soplamos» sin compasión un día sí y el otro también. Pasemos del tema entonces —propuso Eduardo—. Y tú, Juan, no te lo tomes tan en serio. A propósito —prosiguió—, ya que estamos en tierra de brujas y espíritus, ¿por qué no nos cuentas una historia de las de por aquí?
—Todas esas tonterías me chupan la polla —añadió Tonono. Miró en dirección a Juan y dijo—: Perdona la grosería. Debo hablar con propiedad y…, por respeto a tu persona, lo cambiaré por…, me succionan el pene. —Prorrumpió en una espontánea carcajada.
Juan hizo caso omiso del «sutil» comentario e inició su relato.
«Dos pastores caminaban para su casa después de un largo día de curro. Era invierno y, ya saben, se hace de noche enseguida. Pararon en un descampado, juntaron unos pocos palos y encendieron un pequeño fuego para calentarse. Pero la hoguera se apagaba.
»Entonces, en una cuneta, y escondida entre unas aulagas, encontraron una cruz de madera. Pasando de todo, la cogieron y la echaron a las llamas. Poco a poco la cruz se consumió.
»Los viejos del lugar cuentan que, entre las cenizas, surgió una extraña luz que saltaba de un lado a otro. Era el alma de la persona fallecida molesta porque quemaron el único recuerdo que le unía a este mundo. Desde entonces, esa luz se aparece por los solitarios caminos de Fuerteventura. Te sigue a cierta distancia pero no se acerca. Se trata de la Luz de Mafasca».
—Ya me cortó el vacilón —dijo Tonono.
—Y a mí. Ya te vale —observó Adrián—. Me voy a sobar. Apaguen las velas, please.
—¿Por qué se ponen así? —preguntó Eduardo—. Al final, resulta que son unos cagones…
—¡Chsss! —Adrián le interrumpió muy serio y agregó—: Noto una «presencia» a nuestro alrededor y parece que quiere decirnos algo. ¿No la oyen?
Los demás negaron con la cabeza. Durante unos segundos permanecieron con los sentidos alerta hasta que, de repente, Adrián soltó un espectacular pedo.
—¿Entendiste el mensaje del «más allá», Eduardo, o quieres que te lo repita? —inquirió.
El interpelado, sin mediar palabra, se recostó con una enigmática sonrisa en el rostro: «Te equivocas —pensó—, espera y verás lo que se te viene encima, mamón».
Una vez apagadas las velas, Adrián intentó conciliar el sueño sin éxito. Tonono roncaba plácidamente a su izquierda, mientras que Juan y Eduardo no paraban de cuchichear.
Sin embargo, ese discreto murmullo ejerció en él un efecto anestésico; sus párpados se cerraron e, inmediatamente, experimentó una grata sensación de libertad.
Pero, en una fracción de segundo, los acontecimientos se precipitaron…
Las sillas de mimbre crujieron como si alguien se hubiera sentado en ellas y, acto seguido, un aterrador gruñido —semejante al de un perro rabioso salido del infierno— rasgó la quietud de la noche. La sangre se les heló en las venas cuando percibieron ruidos de cadenas, bisagras que chirriaban y puertas que se abrían y cerraban con estrépito.
—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó Eduardo.
—¡Mierda! Creo que ha entrado un perro —dijo Adrián—. Pero, ¿por dónde?
—Aquí no hay puertas en las habitaciones. —El desconcierto de Tonono era palpable—. Sin embargo, todos hemos escuchado los portazos. ¿De qué coño va esto?
—Son espíritus. —Juan no dejaba de temblar.
—No digas gilipolleces, Juan. ¡Enciende una jodida vela! ¡Ya! —Adrián agarró su guitarra por el mástil y añadió—: Te juro que si aparece lo que sea por la entrada, se come la guitarra.
—Yo no salgo ni de coña. Me quedo aquí —declaró Eduardo.
—¿Esperando a qué, jodido acojonado? —le espetó Tonono mientras recogía sus muletas.
—Voy a echar el corazón por la boca y ustedes no paran de discutir. Será mejor que salgamos todos juntos y veamos qué carajo sucede —dijo Adrián.
Recorrieron, con extrema precaución, todas las habitaciones. Juan, al cual le costaba controlar sus espasmos, portaba la única vela. «Que no se te apague», le había rogado Adrián.
—No hay nada —dijo Tonono—. Joder, me va a dar un infarto.
—Si son espíritus, no los vamos a poder ver y… —Juan no pudo concluir la frase.
«Mamiii…, tengo miedo. ¿Dónde estás mamiii…? No me dejes solaaa…», sollozó una voz de niña.
—Viene de la «habitación de la muñeca» —afirmó Eduardo, paralizado por el miedo.
—Lo que faltaba. —Adrián no salía de su asombro—. Tenemos que entrar todos juntos.
Enarboló la guitarra como si fuera una maza y, seguido por Juan y Eduardo, se adentró en el dormitorio. Tonono permaneció en la entrada.
—No lo entiendo. Todo está como antes —dijo Adrián. El corazón le latía con fuerza.
—¡La muñeca! —Señaló Juan—. ¡Ha movido la cabeza y te mira con odio!
Eduardo no se lo pensó dos veces y echó a correr en dirección a la salida. Juan lo imitó y dejó caer la vela. Adrián, abandonado a su suerte y en completa oscuridad, retrocedió de espaldas hasta que tropezó con un objeto metálico. «Las muletas», pensó. Y no se equivocaba.
—Tranquilo, tranquilo. Soy yo —advirtió Tonono para no recibir un golpe.
—Jodidos maricas —masculló Adrián—. Me han dejado más solo que el uno ahí dentro.
—Ya lo sé. En su huida pasaron a mi lado y no me hicieron ni puto caso.
—Siguen los ruidos y las voces en esa habitación. Mejor será que nos alejemos.
De repente, se encienden dos velas y tanto Eduardo como Juan se burlan de las caras desencajadas de sus amigos.
—¿Y esto, a qué viene? —preguntó Adrián, todavía en tensión.
—A que ha sido una broma que planeamos Juan y yo antes de salir de Las Palmas —contestó Eduardo.
—Venga ya —dijo Tonono.
Sin articular palabra, Juan entró en la «habitación de la muñeca» y, al cabo de un rato, lo vieron salir con un radiocasete en las manos.
—Presten atención. Si pulso este botón negro, desaparecen todos los sonidos. —Presionó el stop/eject, extrajo la cinta y la mostró con cara de pasmarote.
—Pero…, ¿cómo es posible que empezaran los ruidos al rato largo de estar todos juntos? —cuestionó Tonono.
—Fácil —dijo Eduardo—. Cogimos una cinta de sesenta minutos y dejamos la primera mitad en blanco. Luego, en la segunda mitad, grabamos a mi perro cabreado; la cadena de su correa; las puertas y, al final, a mi hermana con la frase que oyeron.
—Mientras cantaban distraídos, escondimos el aparato en la «habitación de la muñeca», pusimos la cinta desde el principio y presionamos el play —explicó Juan.
—Eso nos dio el tiempo suficiente para no levantar sospechas —concluyó Eduardo.
Se impuso un prolongado silencio en el que los bromistas tomaron conciencia de la desolación que habían provocado. El rítmico goteo de un grifo mal cerrado marcaba la cadencia del tiempo: pesado, eterno, acusador…
Dos cucarachas coronaron la cima de una vieja estantería envalentonadas por la tensa calma.
—Me largo de aquí. —Adrián se levantó y añadió con furia contenida—: ¡Que les den por el culo a estos hijoputas!
—Vamos, no te pongas así. Era una simple broma —dijo Eduardo.
—¿Una broma? Mira, soplapollas, entérate de una vez que vine a esta isla para disfrutar del sol, de la playa y de las tías buenas. Si piensas que me voy a quedar en medio de este desierto aguantando tus chorradas es que no me conoces en absoluto.
—Tienes razón —añadió Tonono con ilusión—. Podemos acampar donde nos dé la gana y sacar el «pajarito» a pasear en cuanto veamos a la primera tía maciza que se nos ponga a tiro.
—Eres un filósofo, querido amigo —ironizó Adrián—. Recojamos nuestras cosas.
No se despidieron. Adrián y Tonono observaron la calle desierta, contemplaron el cielo plagado de estrellas, inspiraron profundamente y se alejaron felices.
—Toda la casa para nosotros —comentó Eduardo—. Mañana será otro día.
Pero se equivocaba. Ellos nunca verían el nuevo amanecer.
Un aire gélido recorrió la vivienda. El portarretratos se deslizó silenciosamente; cientos de cucarachas cubrieron por completo las paredes, el suelo y los muebles de la habitación. Amparada en la oscuridad, y situada a los pies de la cama, la muñeca los contempló con ojos rebosantes de maldad. Abrió la boca y una horrible mueca deformó su cara.
«Hace mucho que os esperaba. Ya sois míos».
Mariano Campo.
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¡Hola!
¡¡Muy, muy bueno!!
El relato destaca por las buenas descripciones y la buena escritura en general. Consigues un relato ágil y ameno, a pesar de su extensión. Los diálogos son frescos, creíbles, y están repletos de chispas de humor que no tienen desperdicio. A pesar de ser un relato de terror, no cae en ningún momento en lo tópico, y eso tiene mucho mérito. El golpe final es tan genial como escalofriante.
Quería comentarte algunas cosas que en mi opinión son mejorables. Para empezar, quizás habría quedado mejor si le hubieras dado más color y forma a los personajes, además de los detalles que das. Por otra parte, los diálogos a veces parecen entablarse entre una misma persona más que entre varios personajes y, a pesar de que lo has conseguido en gran parte, a veces resultan inverosímiles, por ser demasiado refinados en ciertas situaciones.
Espero seguir leyéndote. ¡Un saludo!
Hola, xplorador:
En primer lugar, indicarte que me alegra el que te haya gustado el relato. Por otro lado, no deja de sorprenderme el análisis que le has dedicado; lo cierto es que me queda poco que añadir al respecto porque lo has bordado.
También tienes razón en lo referente a los personajes. No obstante, si hubiese abundado un poco más en ellos habría terminado convirtiéndose en una novela. :))
Recibe un cordial saludo.
A mi también me ha encantado, sobre todo el final. Muy bueno ^^
En cuanto a lo que ha dicho explorador sobre los personajes, tampoco hace falta que sea una novela, pero un poco más de personalidad estaría genial. Pero vamos, eso ya sería para matricula xD
Gracias, Pequadt.
Vuestros comentarios siempre son bienvenidos. Lo interesante es que os haya hecho pasar un buen rato.
Recibe un cordial saludo.