Morfeo y Cronos

Raro es el día que mi trabajo no me deja completamente exhausta. Destrozada, derrotada. Es un trabajo como desarrolladora web en una gran empresa multinacional. No me motiva nada, pero paga mis facturas.

Cada día hago el mismo viaje en tren, el mismo trabajo y el mismo viaje de vuelta, y siempre vuelvo a mi solitaria casa sin ganas de nada. Es un trabajo tan agotador y me ocupa tantas horas del día que cuando llego a casa caigo rendida en la cama y me duermo.

Hoy, para más inri, acumulaba tanto cansancio y tantas horas de sueño atrasado (a veces me quedo a hacer horas extras), que me he dormido en el tren cuando volvía a casa. Ha sido sin darme cuenta. Poco a poco iba cerrando los ojos mientras miraba por la gruesa ventana el paisaje campestre. Fuera, un par o tres vacas pastaban con indiferencia. El cielo estaba oscuro, pero se intuía nublado, y el horizonte se veía brillante y anaranjado, consecuencia de la incesante luz madrileña. En el vagón no había casi nadie, un par de personas distribuidas a su largo. La humedad se condensaba en el cristal, que de vez en cuando retiraba con la manga de mi abrigo para poder ver el exterior. Mi cabeza estaba apoyada en él y sentía su frío y las leves vibraciones del tren.

Todos estos elementos, tan rutinarios, se enredaban en mi cerebro. Se entremezclaban y engarzaban, haciendo que mi consciencia se evaporara y me invadieran imágenes sin sentido sobre trenes sin pasajeros, cielos sin estrellas y vidas vacías. No tardé en despertarme, o al menos eso pensaba, aunque vi, con el sopor apagado por la sorpresa, que en el exterior ya era de día. Y qué día. Un cielo azul intenso, despejado, con un tremendo Sol amarillo reinándolo. El prado del exterior era de un verde rotulador, ideal. Había muchos animales pastando, sobre todo cabras, y un pastor se veía a lo lejos, con una boina como yelmo y un cayado como espada. El tren seguía traqueteando, pero la panorámica no me era nada familiar.

Me levanté con espanto del asiento. En primer lugar, no era posible que me hubiera quedado toda la noche dormida en el tren. En segundo lugar, ¿dónde estaba? Con seguridad, no en mi trayecto habitual de camino al trabajo o a casa. ¿Era posible que me hubiera dormido en un tren que hubiera cambiado de línea y de recorrido? Nerviosa, me llevé la mano al bolsillo para sacar mi móvil. Tenía que ver la hora y llamar a mi jefe de inmediato. Sin embargo, no encontré nada. Mi teléfono no estaba allí. En su lugar había caramelos y un chicle masticado que se me pegó en los dedos. Saqué la mano con asco. El chicle era de fresa. Algún malnacido debía de haberme robado mientras dormía, pues no encontraba ninguna de mis pertenencias, y me había colocado aquello como broma pesada.

Mi mano seguía manteniendo el chicle, formándose hilillos entre los dedos que se tensaban y colgaban. Casi instintivamente, me froté contra el abrigo, descubriendo para mi sorpresa que aquél que llevaba puesto no era el mío. Pero, ¿cómo era posible? Me lo quité,  maldiciendo en mi interior. Era rosa fucsia, acolchado, y… desproporcionado. No…, pequeño. Con muchos bolsillitos por el interior y una capucha del mismo color, pero con el borde cubierto de una guirnalda peluda y suave.

Miré a mi alrededor, confusa, buscando respuestas en alguien o en algo. El vagón estaba prácticamente vacío, salvo por un ¿revisor? con uniforme y una gorra cilíndrica a juego, sentado al lado de la puerta. El aspecto del vagón era diferente, los asientos más rudimentarios. De hecho, eran hasta más incómodos, en ese momento me di cuenta. En definitiva, estaba en otro tren. No era el típico tren de Cercanías Renfe que abundaba en Madrid. Era algo completamente distinto. ¿Me había cambiado alguien de tren mientras dormía, además de mi abrigo y haberme robado mis cosas? ¿Qué clase de broma era aquélla?

Me levanté para dirigirme a aquella especie de revisor o guardia o lo que fuera y pedirle explicaciones, pero nada más ponerme de pie fui devorada por la realidad que, como una vidente de feria que te dice lo que no quieres oír, me provocó desconcierto y enfado, a partes iguales. Y todo esto fue debido a que, aunque me cueste decirlo, me di cuenta de que yo misma no debía de medir mucho más del metro treinta de estatura. Todo a mi alrededor quedaba por encima de mí: los asientos, el revisor, las barras para agarrarse… Horrible. Ya entendía las extrañas proporciones de mi abrigo. Era una abrigo de niña pequeña. YO era una niña pequeña.

Antes de que pudiera seguir sobresaltándome con los cambios de mi cuerpo, el revisor se levantó y me miró con una sonrisa en la cara.

—¡Ultima parada! Vamos, pequeña, hora de ir al cole.

¿Al cole? Maldita sea. Cogí mi abrigo rosa fucsia y me percaté de que en el asiento de al lado había una mochila abultada. Deduje que era mía. La cogí y salí del tren. Frente a la estación, diminuta, había un edificio rodeado de una valla y árboles.

El cole. Por supuesto. Qué recuerdos. Era mi cole. ¡Mi colegio! El colegio al que iba siendo pequeña. Como una onda expansiva, los recuerdos llegaron en estampida a mi mente. La valla roja, el conserje gordo con su silbato avisando a los niños de que entraran, los robles de la entrada y alrededor y decenas de niños corriendo al interior. Traspasé la puerta y miré hacia arriba para ver la cara del conserje. ¿Cómo se llamaba? Era increíble, esa cara, afable, regordeta, bonachona… Me dio una tremenda nostalgia. Entré en el recinto y a pocos pasos estaba el edificio. Me dirigí al interior. El pasillo en el que me metí era un bullicio de niños, todos más o menos de mi altura o menores, y de algunos adultos, gigantes, que iban y venían. Casi sin pensarlo me dirigí al baño. Recordaba exactamente dónde estaba.

Ya en el baño, me di cuenta de que todo el mobiliario era en miniatura, adaptado a la altura de los niños. El lavabo era pequeño, y sobre él había un espejo. Me miré. Era yo. Yo con menos de diez años, seguro. Una niña pecosa, de pelo rizado y alborotado. ¡Casi greñoso! Tenía un lazo que me coronaba y unos pendientes con forma de mariquitas. Mi mentón, de adulta tirando a prominente, estaba casi desaparecido y mi nariz era pizpireta, respingona, redonda, pequeña. Unos ojos enormes en comparación con el rostro me miraban y una ausencia de patas de gallo me alegró.

Era una niña.

Me dirigí a clase. ¿4ºA? Creo que sí. El pasillo ya estaba desierto y en la puerta había un gran cartel con el nombre del curso y el grupo. Llamé, tímida, y pasé. La profesora, la señorita Juana, interrumpió su charla, se quedó mirándome, al igual que el resto de la clase. De pronto me sentí intimidada. ¿Notarían que en el cuerpo de esta niña había en realidad una adulta hecha y derecha?

—Llegas tarde. —La voz grave de la señorita Juana rompió el silencio— Ve a tu asiento, anda.

Me senté en el único asiento vacío, junto a Gracita Vázquez. ¡Gracita Vázquez! Fue mi amiga durante todo el colegio. Después estudiamos la secundaria en institutos diferentes y no volví a saber de ella.

—¿Qué te ha pasado? Te he visto entrar en el colegio. ¿Dónde estabas? —dijo Gracita en voz baja, mientras la señorita Juana se ponía a escribir en la pizarra y seguía con la lección.

Yo no sabía que decir. “Verás, llego tarde porque vengo del… ¿futuro?”. No.

—Estaba en el baño. No me encontraba bien. —Mi propia voz me perturbó. Era aguda, de niña. No me la esperaba.

Gracita miró hacia delante y se puso a copiar lo que escribía la profesora en la pizarra.

Las tres horas de clase de la mañana se me hicieron realmente amenas. Respondí perfectamente a todas las preguntas que hacía la señorita Juana sobre matemáticas y lengua, fui de las mejores dibujando un oso que había en el libro de ciencias naturales (Víctor Arribas siempre fue el mejor dibujante de la clase, pero aún así logré sorprender a todos) pero la que menos sabía en la clase de francés. Era normal, nunca volví a estudiar francés, ni en el instituto ni en adelante, no me acordaba de nada.

En todo caso, todos los niños estaban alucinados conmigo. Parecía tener respuesta para casi todo. Supongo que hasta mi forma de hablar debía de chocarles, ya que cada vez que decía palabras y frases como “evidentemente” o “se lo aseguro” me miraban con extrañeza. Algunos hasta se reían.

Pero lo peor vino en el tiempo de recreo. Era media hora en la que podíamos salir a un patio que había tras el edificio del colegio. Era un espacio cubierto de arena amarilla y blanquecina, con una pequeña portería de fútbol en cada extremo. Cuando llegué ya había un grupo de niños jugando. Me resultaban tremendamente familiares, pero no lograba recordar el nombre de ninguno de ellos, pese a que eran de mi curso. Unas ganas irrefrenables de jugar se apoderaron de mí. Necesitaba ir con ellos. Tenía que sentir la libertad de un cuerpo flexible, ágil y libre de antiguas lesiones y achaques (una vieja rotura de ligamentos me recordaba cada invierno, con el frío, entre dolores, mi inutilidad haciendo cualquier ejercicio físico). Sin más, me lancé a la improvisada pista y hablé con el que parecía ser el dueño del balón. Un chico más alto que los demás, delgado, con gafas de culo de vaso. ¿Manuel?, ¿Marcos? Ya sudaba. Y jadeaba cuando le hablé.

—¡Oye! —le grité—. Quiero jugar.

—Vale —contestó—. Vas con ellos, que son menos.

—¿Con quién?

—Con Pepe, Javi Rodríguez, Choli, Julián y José Colubi.

Perfecto, sólo recordaba a Pepe y a José Colubi, dos niños sorprendentemente parecidos, gordos, con el pelo rapado. Por suerte no iban iguales vestidos, uno con un chándal amarillo y el otro con unos pantalones de pana verdes y un polo blanco. Les saludé y me fijé durante un rato por ver a quién pasaban la pelota, para saber quién estaba en mi equipo, aunque prácticamente sólo se la pasaban entre ellos dos. Entonces recordé que eran inseparables, como una y carne. Pepe y José Colubi, era verdad. No tardaron en perder la posesión, por lo que me lancé a por la pelota y se la arrebaté de entre las piernas a un chico rubio con cara de espabilado. Sin darle tiempo a reaccionar, fui corriendo hacia la portería que tenía enfrente. Qué sensación tan maravillosa. El aire en mi cara, el balón contra mis pies, esquivar a los defensas. ¡Todo tan fácil! Por fin, llegué a la portería y chuté con todas mis fuerzas, haciendo que el portero se apartara y marcando un maravilloso gol.

Contuve el aliento por un instante y me puse a gritar como una loca. ¡Había marcado gol! ¡Y qué gol! Corrí a abrazar a Pepe, pero éste se apartó. A su lado José Colubi tenía la mayor cara de enfado que, lo juro, he visto jamás en un niño.

—¡Idiota! ¡Has marcado en nuestra portería!

—¡Imbécil! ¡Idiota! ¿Pero qué haces? —dijeron otros chicos, supuse que los de mi equipo. El resto de los jugadores, los del equipo contrario, se reían y nos señalaban con el dedo.

—¡Gilipollas! —oí a lo lejos.

Madre mía, quería morirme ahí mismo. Era sólo una niña y había hecho un ridículo espantoso.

—¡Eso pasa por dejar jugar a una chica! ¡No saben jugar! —dijo otro de los chicos.

Compungida, me retiré sin volver la vista atrás, ridículamente avergonzada, y los dejé seguir jugando, sin mí.

El resto del día transcurrió y las dos clases que quedaban se dieron con normalidad. Ya no me atreví a participar en ninguna de ellas. La vergüenza y el rechazo aún me invadían. Incluso los niños que había en mi clase que estaban jugando me lanzaban miradas de vez en cuando y cuchicheaban. Podría haber jurado que me miraban con enfado, y logré captar un leve “estúpida” susurrado. Hasta Gracita Vázquez parecía evitarme.

Sonó el timbre que indicaba el final de las clases y de repente el día me parecía mucho menos luminoso que antes. El desasosiego que tenía encima no se me quitaba. Sabía que no debía darle más importancia. El día siguiente las cosas irían mejor, podría presumir de mis conocimientos de adulta y podría ganármelos a todos, sólo tenía que fijarme un poquito más.

Arrastrando la mochila, volví a meterme en el tren y de un saltito me subí en uno de los asientos. Miraba por la ventana cómo la mañana se difuminaba, el verde prado estaba ya vacío de cabras, sólo un par de vacas seguían pastando.

Apoyé la cabeza contra el cristal y me dormí.

Me despertó la mano de un hombre. Era un guardia de la estación de tren, un tipo mayor, con bigote cano y uniforme marrón con las letras de la empresa de seguridad amarillas.

—Señora, última parada. Se tiene que bajar.

¿Señora? Miré mis manos. Eran de adulta, arrugadas. Mi abrigo era el de siempre, y mi móvil estaba en mi bolsillo. De alguna forma lo había soñado todo. Había vuelto a mi infancia de una manera nítida hasta el punto de ser escalofriante. No recordaba haber soñado nunca nada tan intenso. Las emociones del día todavía se estaban peleando en mi vientre. Sentía sobre todo el mal sabor de boca dejado por mi error en el patio. Era como uno de esos recuerdos que vienen de vez en cuando a la mente y que nos hacen sentir tan ridículos, pero con una intensidad arrolladora.

Cansada, salí del tren y seguí andando hasta mi casa. El sueño, o el viaje, o lo que hubiera sido aquella experiencia, todavía resonaba en mi cabeza cuando me acosté. Siempre había sido mala en deportes. Qué idiota. No tendría que haber jugado.

Cerré los ojos y, con la esperanza de volver a viajar en sueños, me dormí.

Yizeh Castejón. Noviembre de 2012

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