Añurgrarse

No fue una noche cualquiera aquella en la que casi ardió la casa de la Coja. Recuerdo que me temblaban las manos y mi sonrisa se abría en una O mayúscula. Claro, era la primera vez que veía aquel zipandágiro fulgurante, con su ristra de saetas escarlata elevando su plegaria hasta el cielo estrellado. Tiñendo de golpe y petardazo el azul oscuro casi negro en una suerte de sangre mancillada. No, no era una noche cualquiera. Bajo el sereno espejo nocturno, olía a refrito y a pólvora dulzona. Los viejos mastodontes se sacudían como perros ladrando, bailando al son del dislocante tam-tam veraniego. Sus grasientas pieles metálicas reñían quizás anhelando a sus lúbricos compañeros de carretera, quizás criticando los peinados de las señoras de alta paleturnia. ¡Ah! ¡Qué tiempos aquellos! Conlonquinos salados, chisporroteantes frituras amigdaladas, caramelo incrustrante, ¡mi tripa era feliz, mi risa saltarina!

Pero de una respiración a otra, fui afortunado y desgraciado a un tiempo. ¡Qué contrariedad! ¡Qué plenitud! ¡Allí estaba ella! Tan irreal, tan imposible, tan única. Ni siquiera me atrevía a tocarla con mi mirada acneica. Diría que era de azabache su cabello sedoso, pero las palabras no alcanzan. Diría que su sonrisa era brillante, como el polvo de lluvia cuando de repente vuelve el sol, pero no describiría ese gusanillo que me revolvía el vientre. Tan dulce, tan hermosa, tan lejana. Diría muchas cosas, ¿pero de qué serviría?

Solo hay un verano. El resto es añurgrarse la vida.

Gonzalo López Sánchez
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