La flor milagrosa
- publicado el 13/07/2014
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El loro de Flaubert
Pierre se encuentra en la sala de espera de las oscuras oficinas de la P.N.A.L. Las luces de neón del exterior se filtran por los sucios ventanales mientras espera sentado en el banquillo. Con la cabeza inclinada mira sus manos ahora nerviosas a la vez que sus dedos estiran las cuentas de marfil. Observa el dorso de sus manos y se da cuenta de como asoman los signos de la edad. Se fija en las manchas, la piel seca y entumecida y se pregunta si son fruto de los años y lecturas. Antes al menos tenía los libros piensa, mientras juega entre sus dedos con la pulsera de cuentas. Ahora no queda rastro de aquél vicio que tanto le entretuvo. Lleva ya casi un año sin leer, y a veces aún le asoma la inquietud para recordarle que aunque ya no lea será lector para el resto de su vida. Ahora está ansioso, la situación lo requiere y es por eso que echa de menos un maldito libro. Pero sabe que no puede flaquear, es “mental” le han dicho todos, “lo físico se va en tres días pero la mente te traicionará siempre”. Así que continua dándole vueltas a la pulsera a la espera de que se abra la puerta que decidirá sobre su futuro.
Lleva en la fría salita de espera demasiado tiempo y ya no sabe con que entretener sus pensamientos. Antes se podía leer libremente pero ahora debía contentarse con recorrer con la mirada los lomos de los libros en la estantería. Están todos nuevos sin rastro de polvo, como si a nadie le hubiera apetecido leerlos nunca. Debía ser así aunque Pierre no entendía porque la gente se empecinaba en adornar librerías con clásicos en los tiempos que corrían. París se encontraba más que nunca con estantes y anaqueles luciendo atrezzo de cartón piedra. Simulando libros en un empeño por no olvidar el pasado. Que ridículo, nadie leía y menos ahora, momento en que el partido parecía vigilar cada vez más la lectura de sus ciudadanos. Había visto a tantos perseguidos por los libros, que a él que había sido un acérrimo lector, le asustaba la idea de que algún día se descubriera todo aquello cuanto había leído. Precisamente estaba allí para eso, a la espera de una entrevista con el director. Éste decidiría si era apto o no para el puesto de trabajo en función de sus no lecturas. Cuanta ironía, él que había sido librero antes de la revolución cuando aun existían librerías.
Todavía no sabía como ocultaría su vasta cultura ante la vital entrevista. Por lo que había escuchado en boca de otros compañeros, las preguntas estaban muy bien elaboradas para encontrar cualquier indicio. Las llevaban a cabo psicólogos muy bien preparados y demasiado bien pagados para servir a la P.N.A.L. Le tumbarían con la primera pregunta estaba seguro de ello. Y eso le condenaría a un trabajo manual y no cualificado para el resto de sus días en el mejor de los casos.
Atormentado con estos pensamientos finalmente ve abrirse la puerta. Una señorita con traje chaqueta gris aparece ante él y dice su nombre:
— Pierre Guillaume, por favor ya puede pasar.
Pierre se levanta de un salto nervioso y coge su chaqueta dejándose acompañar al despacho por la maniquí de traje gris. Su nerviosismo se convierte en sorpresa cuando al cruzar la puerta se encuentra ante si a un loro gigante del tamaño de un león que parapetado en su butaca extiende sus alas. No da crédito a lo que sus ojos están presenciando, había escuchado de todo sobre este tipo de entrevistas, pero esto superaba todas sus expectativas.
— Buenos días, Monsieur Pierre, le estaba esperando, dice el loro.
— Buenos días, ¿señor? Dice Pierre evitando mostrar cualquier signo de sorpresa ante el loro, como si fuera lo más normal que una cotorra intentara entrevistarle.
— Soy el loro, El loro de Flaubert, señor Pierre, tanto gusto , dice el loro con un poco de sorna y moviendo el pico añade: – Ya sabe a que ha venido, ¿no es así? Pues empecemos. Dice el loro ahora un tanto más serio.
– Si, si adelante, pregúnteme lo que quiera, estoy muy interesado en este puesto de trabajo, contestaré con mucho gusto, dice Pierre intentando neutralizar el semblante y haciendo caso omiso a lo surrealista de la situación. En un intento por disimular la sorpresa de que su libro preferido se dispusiera a entrevistarle.
La entrevista se alarga aproximadamente una hora, una vez finalizada Pierre recoge su chaqueta y sale del despacho. Al salir, la señorita del traje gris le guiña un ojo antes de cerrar la puerta. Pierre sale con paso lento y acompasado de las oficinas no muy convencido del éxito de la entrevista. Coge el ascensor para bajar a la planta baja y una vez allí al salir a la calle empieza a repasar mentalmente las absurdas preguntas que el loro le ha formulado. No entendía nada, no le había preguntado absolutamente por ningún libro. Era la entrevista antilectura más extraña que se podría haber imaginado. Cómo se las ingeniaría aquél loro verde para deducir sobre su vida intelectual. Éste es el único pensamiento que ocupa su mente cuando comienza a caminar sin rumbo fijo. Perdido en el intento de recordar la pregunta clave, sigue paseando mientras entretenido en su divagar, no advierte que un enorme policía de la P.N.A.L se para ante sí para decirle:
– Buenos días, señor Pierre, está detenido, si es tan amable de acompañarnos, le dice el policía.
— ¿Cómo?, perdone, no entiendo nada…, salgo de la entrevista ahora y creía que todo había salido bien. Dice Pierre, entre sorprendido y atemorizado.
— Se equivoca, Pierre, no sabe usted cuanto…, si es tan amable de acompañarnos….
— ¿Me puede decir usted en qué he fallado? , dice Pierre al policía.
— Y aún me lo pregunta Monsieur Guillaume…, ¡Nunca nadie ha disimulado tan mal ante el loro!, le contesta el policía riendo.
— Cómo, no entiendo…, dice Pierre sorprendido.
— Pero, todavía no se da cuenta…, ¡Es increíble!,! Usted sabía perfectamente quién es el Loro de Flaubert, ese ha sido su fallo…!. ¡Su semblante le ha delatado…, no se ha sorprendido lo más mínimo!, le dice el policía a carcajadas.
Y Pierre se deja hacer acompañando al policía con una mezcla de rabia e impotencia. Ahora empezaba una nueva vida para él fruto de sus lecturas eruditas y viéndose confinado a un trabajo mecánico, absurdo y sin sentido. Es el fin piensa, no sabe si podrá soportarlo, ha cavado su propia tumba por culpa de los malditos libros. Y se recrimina entonces el no haber elegido lecturas más ligeras en lugar de aquellos libros de Barnes.
Rosa Guijarro Paredes
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