Cantar del Conde Olinos (prosa)

CANTAR DEL CONDE OLINOS

Era madrugada y el sol naciente se asomaba tras las altas cumbres cubiertas de hielo. La mística niebla de la noche retrocedía escabulléndose a sus obscuras grutas. Clareaba el día y los cascos de un caballo resonaban sobre la arena húmeda. Un apuesto joven caminaba a su lado. El semental era fuerte en sus patas y aún más fuerte era su lomo. Era negro su pelaje y aún más negras eran sus crines. Su cabalgar era furioso, y en contadas ocasiones había quebrado al galope las líneas enemigas. Muchas veces, el joven Conde había cabalgado en el semental a la orilla de la mar. Por eso el caballo era uno de los más preciados bienes del Conde Olinos. El joven Conde vestía un traje azul rey con una capa rojo escarlata. Su frente era adornada por un medio círculo de metal argentado. Una corona condal.

El Conde Olinos no tendría más de veinte años, hecho que le había ganado el apodo de Conde Niño. Sin embargo, su porte era orgulloso y colgaba de su costado, el sable de sus antepasados. Su rostro era agraciado y sus facciones felinas. Sin embargo, su cara mostraba un gesto de amargura, pues la mujer que quería; jamás podría ser suya. Ella era hija de Reyes, él era hijo de Condes. No podía pensar más que estrecharla en sus brazos y besar sus rojos labios de sonrisa de miel. Perderse en la inmensidad de sus ojos azules zafiro y en aroma de su cabello más negro que la noche quieta.

El caballo y su jinete se pararon junto a las olas que rompían en la costa. El Conde acariciaba a su montura con cariño. Mientras en aquella aurora quieta, se elevaba una canción de amor y de amargura.

Desafiando al acantilado, un castillo de piedra gris se alzaba majestuosamente, dando cobijo a la familia real. Cuatro muros altos y fuertes protegían al palacio real. Cinco torres se alzaban imponentes como demostración del poderío de los Reyes. Y dos atalayas velaban más allá de las montañas. Muchos ejércitos habían llegado a las puertas de roble del bastión, pero ninguno se había atrevido a guerrear al ver los imponentes muros. Las enseñas reales ondeaban al viento furiosamente. El mismo viento gemía como reconociendo el poderío de los Reyes de Castilla y Aragón.

El cantar del Conde Niño se elevó por el cielo perturbando el imponente silencio. En las almenas de la torre más alta del castillo, la reina observaba como el astro rey emergía victorioso como cada mañana de las profundidades del mar; pintando el cielo con los colores del fuego en una noche quieta.

–Mira hija, como canta la sirenita del mar– exclama la reina mirando a la princesa

–No es la sirenita madre, que esa tiene otro cantar. Que es la voz del Conde Olinos que por mi penando está– la responde la princesa.

–Si es la voz del Conde Olinos, yo lo mandaré matar. Que para casar contigo le falta Sangre Real– la Reina está fuera de sí. Al mirarla, la princesa comprendió porque sus enemigos jamás habían podido tomar aquella fortaleza. Porque los moros se detenían ante la vista del aquel rostro.

–No lo mande matar madre, no lo mande usted matar. Que si mata al Conde Olinos a mí la muerte me da- la princesa palideció. Su corazón latía ferozmente y su latir le lastimaba el pecho.

La Reina con el rostro rojo de ira en cuanto la noche cayó, mandó guardias a la playa. Pasó el crepúsculo y llegó la noche y los guardias salieron como sombras en la obscuridad. Sin embargo en cuanto salieron del castillo, partieron al galope, sus armas repicando contra las argentas corazas. Eran más de una veintena. El Conde Niño los oyó salir y desenvainó el mandoble inmemorial de su casa. La hoja resplandeció con la plateada luz de la luna, deseando beber la sangre de los enemigos de su señor.

El Conde se lanzó contra el primer atacante dejándolo la arena manchada de sangre. Olines sabía que iba a morir y se lanzó con la furia del hombre que ya no tienen miedo a la muerte y que puede mirarla a los ojos y decirle: “Hoy no”.

Miró una última vez a las almenas buscando una última vez más, la esbelta silueta de la princesa. La encontró allí, en la almenara como Helena de Troya, derramando lágrimas amargas por la muertes de sus amigos y familiares ante las murallas de Ilión.La noche se llenó del sonido de los aceros al entrechocar, de los gritos de los hombres y del resplandor de las espadas.

Se dice que por cada gota de sangre que el Conde derramó, arrebató veinte más. Cuando por fin, a la media noche, cuando la luna alumbraba con todo su esplendor y pintaba las olas de plata; el Conde cayó abatido por las espadas, quince hombres yacían muertos a su alrededor. El cadáver del Conde Olinos yació allí en la playa, exhibiendo con orgullo los cortes por los que su vida había escapado.

En cuanto el primer gallo dejó escapar su canto y la aurora pintó el cielo sus suaves dedos, la princesa cayó muerta en la almenara con el corazón roto como Helena de Troya; cansada de la violencia de los hombres. Triste por los hombres que se habían batido en combate en las playas de Ilión.

La Reina la descubrió en la torre, fría y pálida; su alma ya en la barcaza de Caronte. Su rostro no dejó translucir ninguna emoción. La Reina trasladó el cadáver hasta la iglesia.

A ella como hija de Reyes la enterraron en el altar. A él, como hijo de Condes, cuatro pasos más allá.

De su sepulcro se alzó un rosal blanco y del Conde un espino albar. Emulando a Paris y Enone, se entrelazaron en eterno abrazo, queriendo estar juntos más allá de la vida y la muerte.

La Reina llena de envidia ambos los mandó cortar. Fueron segados y se secaron al sol en el lugar más recóndito de la playa. Sería el último error de la última de la Dinastía de Castilla y Aragón.

Del sepulcro blanco se alzo una blanca garza y más allá, un fuerte gavilán. Ambos emprenden el vuelo, bailando entre las nubes y convirtiendo el volar en una airosa danza.

Ambos se posaron sobre la inmemorial muralla del castillo inexpugnable de los Reyes de Castilla y Aragón. La estupefacta reina, veía como la muralla se deshacía piedra por piedra, torre por torre, almena por almena. Oyó como la ancestral puerta de roble crujía y se desplomaba con el estruendo de las forjas de Vulcano. Más allá de las montañas, donde se proyecta la Pirámide de Sombra del Teide, la Reina vio surgir un resplandor dorado. Las huestes áureas de Saladino.

Arturo Vallejo Toledo
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