Envidia

 

Envidia

La movió lentamente el viento, aquel viento suave, lento, viajante. La acaricia, la besa, trepa sus ramas, baila en ellas observando el crepúsculo y esperando a su amada noche que le trae ese frío que tanto ama.

 

La higuera se movía. Ilusionada, esperanzada, pero las raíces le recordaban que nunca conocería el mundo fuera de esas cuatro paredes que la rodeaban tan cercanas.

 

Las paredes contemplaban la higuera, intentando leer sus pensamientos. Años y años mirándola moverse, crecer, mientras ellas envejecían, inmóviles, sin poder disfrutar de la suavidad del viento, pero al menos sintiendo las cosquillas de los insectos que caminaban por sus entrañas enladrilladas y enrojecidas; al menos el sentir crecer el pasto a sus pies e invadir sus esqueletos de hierro.

 

Entonces entró el hombre, algo nuevo en el ambiente, humano. “Qué silencio”, pronunció, y la  higuera, el viento y las paredes quisieron gritarle con sus bocas invisibles.

 

La higuera se estremeció ante el contacto de eso que tanto anhelaba, manos, pies, aliento. El hombre trepó, una soga se tensó y una vida dejó el mundo. Las paredes no podían entender, el viento se detuvo y la higuera, perpleja, dejó su ilusorio movimiento.

 

La luna llegó a su trono y contempló por casualidad un pequeño patio de cuatro paredes con una higuera en el centro. Le dio la impresión de que las paredes se abalanzaban contra algo, algo que la higuera parecía abrazar con sus ramas, algo que el viento intentaba, con todas sus fuerzas, robarse. Contempló un alma que subía hacia algún lugar y vio con tristeza cómo las paredes, el viento y la higuera lloraban y no entendían, cómo alguien podía quitarse de encima algo que tanto envidiaban.

 

Francisco Solanes
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