Anaan

Abres los ojos. Los vuelves a cerrar bruscamente, porque hay demasiado luz y tus pupilas no pueden soportarlo. Aprietas con fuerza los párpados, pero a pesar de la oscuridad, pareces que notas como esa claridad quiere atravesar tu fina piel para llegar hasta tu retina. Decides volver a intentarlo: esta vez lo harás con más cuidado, vas a dejar de hacer fuerza con tus párpados y vas abrir tus ojos poco a poco. Tus pupilas se van adaptando a esa claridad, se van volviendo minúsculas y, entonces, ahora sí, puedes abrir los ojos de par en par y ver aquello que te ocultaba la fina pared de tus párpados. Es el cielo, enorme, infinito, de un intenso color azul que solo se ve interrumpido por un par de pequeñas nubes blancas que parecen esponjosas como el algodón, y te acuerdas de cuando eras pequeño y soñabas con que algún día podrías tocar las nubes. Parece que tienen forma de algo, pero no logras saber que es. ¿Forma de árbol, tal vez? ¿Forma de… de qué? No estás del todo seguro, tu imaginación no parece muy estimulada hoy. Mueves un poco la vista esperando ver algún pájaro volar, pero no hay ninguno.

Te has quedado tan embelesado mirando esa belleza que te ofrece el cielo, que ni siquiera te has parado un segundo a bajar la vista y mirar lo que hay a tus pies. Tal vez ya es hora de que lo hagas. Parpadeas un par de veces, tus ojos se llenan de ese líquido que los mantiene húmedos. Ahora cuando abres tus párpados, tu cabeza ya no está enfocando al cielo, sino que mira hacia el frente. Estás en medio de algún sitio que no te recuerda a nada en concreto. Estás perdido, entonces. Hay algo derrumbado, es una casa, tal vez, o es cualquier edificio. A la derecha la imagen se repite. Giras la cabeza a la izquierda y ves lo mismo. Algunas paredes siguen en pie, pero el resto es todo caos, trozos más pequeños o más grandes de ladrillos, cemento, madera, cables, que se cruzan y se amontonan en pequeños tumultos que parecen esconder algo bajo de sí. No hay color, todo se resume a una enorme escala de grises que convierte la escena en una de las imágenes más tristes que has visto en toda tu vida. Algunas pequeñas llamas se ven en alguna parte a lo lejos, pero el naranja intenso del fuego se ve colapsado pero el fuerte humo color gris oscuro que este desprende, que ondea con la brisa como si se moviera al ritmo de alguna melodía, casi eres capaz de oír la canción si observas detenidamente como se mueve, de un lado a otro levemente, ascendiendo hasta ese cielo azul. Lo cierto es que ese contraste de colores es extremecedor.

Vuelves la vista a un primer plano y olvidas ese pequeño fuego que hay a lo lejos. Intentas observar con sumo detenimiento si hay algo de orden en ese caos, si hay algo que te indique donde estás, que te haga saber qué es lo que ha pasado. Tus pies se mueven, por fin, un poco sobre la arena que está fría, aunque tú no puedas sentirla. Andas con cuidado, con mucho cuidado de no tropezar con cualquier cosa que haga que te caigas al suelo, esquivas algunos fragmentos de ladrillos, y te desvías un poco hacia la izquierda. Todo es gris: el humo que flota en el aire cada vez es menos espeso, o tal vez tus ojos ya se han acostumbrado a él y le resulta más llevadero, menos denso. Te recuerda a esos días de niebla, cuando tus ojos son casi incapaces de distinguir todo aquello que te rodea a solo unos metros. De hecho, aquí también hace frío, te acabas de dar cuenta porque un escalofrío ha empezado a recorrerte el cuerpo. Te acaricias los brazos, te frotas un poco en el leve intento de darte un poco de calor, en el leve intento de hacer que ese escalofrío salga de tu interior.

Hay algo, en medio de este paisaje gris, hay algo. Hay color. Hay algo delante de ti que es rojo. Está tapado con una especie de panel de madera bastante grande. La curiosidad de saber que es o, tal vez, la grandeza de haber encontrado algo que destaque tanto en medio de esa neblina de tonos grises, hace que tus pies caminen solos, acercándose hacia esa cosa roja que no puedes para de mirar. Ya estás a escasos centímetros. Si quieres averiguar que es esa cosa roja, tendrás que quitar ese trozo de madera que hay sobre ella. Lo agarras con fuerza, lo levantas y lo dejas a un lado. La cosa roja es un zapato.

El zapato está sujeto con una hebilla a un pequeño pie de una niña que está tumbada poca arriba. En el otro pie no hay zapato. Es muy pequeña, tal vez tiene tres años o cuatro, poco más. Lleva un vestido que está roto por uno de sus hombros y sucio por todos lados. A penas puedes distinguir de qué color es, porque se ve completamente gris por las cenizas que está reposando sobre él. Parece que es una tela de dibujitos, pero no estás seguro que dibujos son, tal vez sean perritos o pájaros. Sí, parecen pájaros. Te arrodillas a su lado. Tiene los ojos cerrados. Sus pestañas son extremadamente largas. Lleva una trenza en su pelo, pero apenas es visible porque está medio desecha, los mechones se han escapado por un lado y por otro. De una de sus orejas a manado un pequeño río de sangre que ha quedado soldado sobre su cachete, sobre su cuello, en el suelo. Lo primero que se te pasa por la cabeza es que esta niña está muerta, pero aun así necesitas comprobarlo. Por eso pones tus dedos sobre una de sus muñecas, intentando sentir el pulso de ese pequeño corazoncito cuyo ruido latiendo se asemejará al galope de un caballo. Escuchas un galopar, pero no es el de ese pequeño corazón, sino el del tuyo. Aprietas con más fuerzas tus dos dedos sobre la muñeca de la niña, intentas concentrarte al máximo en ella y olvidar tu propio latido. Una pulsera, no te habías dado cuenta de que la pequeña lleva una pulsera de bolitas rojas, como su zapato. No hay latido, aunque eso ya lo sabías. Acercas tu cara sobre la suya, es tan pequeña. Tiene unas pequitas encima de su labio. Acercas tu oído a su boca, a lo mejor así puedes escuchar un leve y mínimo suspiro, una minúscula bocanada de aire que te indique que la niña del zapato rojo no está muerta. Solo te oyes respirar a ti mismo. Solo a ti, nada más. Aguantas la respiración para poder centrarte en la de ella, pero el latido de tu corazón se hace más fuerte y ahora lo que oyes es una manada de caballos que galopan hacia ti a toda prisa. Déjalo ya, no insistas. Está muerta. Le acaricias la cara, apartas algunos pelitos que tiene pegados sobre la frente, le colocas bien el vestido. Sí, son pajaritos.

Te pones de pie. Vuelves a coger la tabla que quitaste antes y la colocas con sumo cuidado sobre esa pequeña niña. Cubres también el zapato, que no se vea el zapato. La escena vuelve a ser gris de nuevo.

Ruido de fondo. Ha estado ahí todo el tiempo, pero tú has estado tan distraído en tus recuerdos, en el azul del cielo, en esos pajaritos… que ni siquiera los habías oído. Son voces humanas, gritos, llantos. Vienen de todas partes, sería imposible saber distinguir a cuanta distancia están o quiénes son los que gritan. Son demasiadas voces las que se pierda en esa densa neblina de humo. Caminas un poco hacia la derecha. Pasas por incontables objetos destruidos, hechos añicos, sobre el suelo, cuyos trozos te hace imposible deducir que objeto representaban o que forma tenían antes de que ocurriera todo esto. Todo esto… todavía te preguntas que ha ocurrido, aunque es evidente, sigues perdido.

Cuatrocientos pasos, tal vez, quinientos. Sigues caminando. Una de las voces se ha hecho más clara, más nítida, más cercana. Tu oído distingue perfectamente cómo viene de detrás de ti. Hay una pequeña montaña de escombros que oculta lo que hay detrás, pero sabes que hay alguien. Es la voz. Suena a una de esas voces que a veces te persiguen en sueños y que sigues oyendo cuando te despiertas, aunque no comprendas lo que te dice, aunque no tengas ni idea de lo que te está diciendo. Una mujer está agachada, levantando todas las cosas que se va encontrando a su camino. Parece que grita con todas sus fuerzas, pero está casi ronca. Repite numerosas sílabas que forman palabras, pero estas son incomprensibles para ti. No distingues nada, absolutamente nada. Un momento… te parece haber oído algo que te es familiar. ¿Ha dicho Alá? No, no lo creo. No creo que esté buscando a Alá, los dioses nunca están entre los escombros de la guerra.

Por fin ella te ha visto. Sus ojos negros y brillantes se clavan en los tuyos, casi que hasta puede dolerte el peso de esa mirada. Tiene la cara muy sucia, salvo por dos o tres líneas que han bajado desde sus ojos hasta su cuello. Unas lágrimas han surcado unos ríos de tristeza. Lleva una especie de pañuelo envuelto sobre los hombros, con pequeños desgarros. Es de color azul. Te ha recordado al cielo que viste antes. Lo vuelves a mirar, pero ya no es tan azul como al principio, está perdiendo su color, se está volviendo gris como el suelo, como las montañas de escombros, como la cara de esa mujer que tienes frente a ti. Te habla. Vuelve a pronunciar incontables sílabas que se amontonan unas encimas de otras, separadas por lágrimas que caen de sus ojos, por quejidos de su corazón que no la dejan respirar. Pero tú sigues sin entender nada. Hay una palabra que se repite muchas veces. Esa palabra es Anaan. Sí, la ha vuelto a decir dos veces: ¡Anaan, Anaan! Es obvio que esa mujer está buscando a alguien, Anaan será su nombre. Tú no sabes que hacer, quieres decirle que se tranquilice, que vas a ayudarla a buscar a esa persona que anda buscando, pero no sabes ni por dónde empezar.

Te fijas tantos en los detalles que, al final, terminas obviando otras cosas. Eres consciente ahora que, por fin, has mirado una de sus manos. Te enseña con sumo interés y con bastante nerviosismo el objeto que agarra con tanto cuidado. Repite una y otra vez: ¡Anaan, Anaan! Y tú no puedes parar de mirar su mano, has dejado de oír el resto de voces, los tonos grises han desaparecido. Tú solo puedes mirar ese objeto que te ha puesto un nudo en la garganta que apenas te deja respirar. Es un zapato rojo.

Será la madre de la niña, tal vez, la hermana. Qué más da. Está claro que es ese vestido con pajaritos lo que está buscando, esa carita pequeña con unas pequitas sobre su labio, esa mano sin pulso con una pulserita de bolitas rojas, ese pelo negro despeinado.

Y tú solo tienes dos opciones. Solo dos opciones. Una de ellas, es cogerle de las manos y explicarle con señales que la vas a llevar hasta Anaan, caminar con ella entre los escombros, levantar esa tabla con mucho cuidado y enseñarle el pequeño cuerpo. Ella se arrodillará, la cogerá en brazos, llorará, gritará de rabia, dirá Alá muchas veces, demasiadas veces, y otras palabras que tú no entenderás. Besará la cara sucia y sangrienta de la pequeña, apretará su cuerpo con todas sus fuerzas, le peinará la trenza, sacudirá su vestido para que los pajaritos se vean. Y le pondrá el zapato.

La otra opción es cogerla de las manos y explicarle con señales que la vas a ayudar a buscar a Anaan. Fingirás que nunca has visto el cuerpo de aquella niña con el vestidito de pájaros y un solo zapato rojo. Andarás por aquí y por allí con ella, levantando escombros, pidiendo ayuda a otros. La mirarás y le dirás con tus ojos que vais a encontrar a la pequeña. Sana y salva. Le cogerás con cariño la mano que lleva el zapato y se la besarás para darle fuerzas y ánimos, para mantener en pie ese pequeño hilo de esperanza, aunque sea solo unos minutos más. Mentirás para que esa mujer siga teniendo la esperanza de que va a encontrar a Anaan con vida. Aunque sea solo unos minutos, unos simples minutos…

Dos opciones. No hay más.

Así que deja de mirar ese zapato rojo y dime: ¿cuál de las dos opciones elegirás?

Mery
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