Peculiar apuesta de un estúpido

La ciudad despertó lentamente, con legañas en los ojos como siempre. Sus habitantes tardaron un poco más en bajar de la cama y lo hicieron con la típica crisis de cerebro matutina. Todo parecía correctamente cotidiano y habría sido un día más, de no ser por algo que divirtió a muchos y asombró a otros cuantos.
Aquella mañana, Bruno, el más testarudo del lugar, le hizo una apuesta a Casimiro, conocido en la zona por ser muy escéptico. El primero había apostado que era capaz de tomarse ocho tazas de café de seguido. La noticia corrió como la pólvora en pocos minutos. Una mujer curiosa se asomó al balcón. Tal fue su impresión que no pudo evitar llevarse las manos a la cara. Su marido, que hacía su rutina diaria de aseo, casi se traga la espuma de afeitar tras enterarse de ello.
El lugar de la apuesta era bar ubicado en el centro de la ciudad. Allí, una multitud observaba con interés el espectáculo. Muchos habían dejado su trabajo o sus casas víctimas de la curiosidad. Bruno ya había tomado la mitad de las tazas que había acordado y parecía no querer tirar la toalla. Casimiro, por su parte, no le miraba de modo expectante como el público, pero no le perdía de vista ni un segundo.
Parecía que el tiempo transcurría más lento de lo normal. Sólo quedaba una taza de café sin tomar. Bruno la observó un momento, como si hubiera algo escrito en ella. Los que observaban estaban tan nerviosos que hubo quienes llegaron a morderse las uñas. El apostador agarró sin vacilar el asa de la última taza, la levantó de la mesa y, entonces, por sorpresa de algunos y decepción de otros, volvió a ponerla en su lugar.
—No puedo más —dijo—. De todos modos, sólo aposté mi coche.

Ursula M. A.
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